¿Acaso no se habla en el mundo a cada paso de que el amor debe ser libre? ¿Que no se puede amar en el momento que haya la menor imposición? ¿Que respecto del amor no debe existir absolutamente ninguna violencia?
¡Bien!, veamos ahora, al examinar la forma que se tiene de recordar amorosamente a los difuntos, qué es lo que pasa con el amor más libre de todos, ya que un muerto no le obliga a uno en absoluto.
Desde luego, en el momento de la separación, cuando no se puede evitar todavía la presencia del muerto, todos gritan y lloran. ¿Es ésta la tan cacareada libertad del amor? ¿Es esto amor a los difuntos?
Y después, poco a poco, a medida que el muerto se corrompe en el sepulcro, se va corrompiendo también sin saber cómo su recuerdo, hasta ignorar dónde se ha perdido; es decir, que lo que uno ha hecho es irse liberando poco a poco de un recuerdo tan pesado. Mas ¿será este modo de liberarse el propio de la libertad del amor? ¿Es esto amor a los difuntos?
Hay un proverbio que dice: "En quitándole de la vista, pronto se va también de la memoria" ["Ojos que no ven, corazón que no siente"].
Y podemos estar seguros de que los proverbios dicen en verdad lo que acontece en el mundo; claro que otra cosa muy distinta es la de que los proverbios desde el punto de vista cristiano siempre sean falsos.
Si fuese cierto todo eso que los hombres afirman acerca de lo de amar libremente, es decir, si se pusiera realmente en práctica y los hombres amasen de hecho de esa manera, entonces es indudable que también amarían a los muertos de un modo muy distinto al que lo hacen.
Pero las cosas suelen presentarse de la forma siguiente : en todo otro amor humano se incluye, por lo general, algo que coarta, aunque no sea más que el verse todos los días y la costumbre; por eso es tan difícil poder precisar hasta qué punto el amor se aferra libremente a su objeto, o en qué medida no es el objeto el que decididamente se impone.
En cambio, en la relación con un muerto no puede hacerse más evidente el ejercicio de la libertad amorosa. Aquí no hay nada, absolutamente nada, que se te imponga. Al revés, el recuerdo amoroso del muerto tiene que defenderse contra la realidad circundante, no sea que ésta, acumulando siempre nuevas impresiones, termine por borrar el recuerdo ; el cual también tiene que defenderse contra los embates del tiempo.
En una palabra, la memoria amorosa tendrá que defender su libertad en recordar contra todo aquello que pretenda forzarle a uno a olvidar.
Sin duda que el poderío del tiempo es enorme. Esto no se suele notar estando dentro del mismo tiempo, pues éste nos va escamoteando astutamente pequeñas porciones cada vez; quizá solamente se llegue a saber de veras en la eternidad, cuando se nos ofrezca la ocasión propicia de volver a contemplar y abarcar con la mirada todo lo que fuimos reuniendo con la ayuda del tiempo y los cuarenta años, poco más o menos, de vida.
Desde luego que el tiempo es una potencia peligrosa; nada hay más fácil que emprender algo en el tiempo, si no es el olvidar dónde se interrumpió la obra emprendida. Por eso el que empieza a leer un grueso volumen y no se fía de su memoria, acostumbra a poner alguna señal. Sin embargo, ¡cuántas veces no se olvidan los hombres, y a lo largo de su vida entera, de poner ciertas señales aquí y allá para anotar debidamente los puntos principales de la existencia!
Y ¿qué diremos de tener que guardar en el transcurso de los años la memoria de un muerto? Porque, desgraciadamente, el muerto no hace nada por ayudarte; más bien si hace algo, o al no hacer nada, lo único que hace con todos los medios a su alcance es darte a entender que le importa un comino tu conducta para con él. Y como si esto fuera poco, las diversas exigencias de la vida le reclaman a uno, y los otros vivos le hacen señas, diciéndole : "Vente con nosotros, que estamos dispuestos a amarte de veras."
Por el contrario, el muerto no puede hacer señas, incluso aunque lo deseara ; no, no puede hacer señas, no puede hacer absolutamente nada para mantenernos vinculados a él, ni siquiera es capaz de mover un dedo..., lo único que hace es yacer y corromperse en la fosa. Por tanto, ¡qué fácil para las potencias de la vida y del instante el desembarazarse de semejante impotente!
¡Ah, nadie hay que esté tan desamparado como un muerto! ¡Y en tanto desamparo es imposible que se ejerza la más mínima violencia sobre nadie! Y por esta razón no existe ningún amor más libre que el que representa la obra amorosa de guardar memoria de un difunto; ya que este recuerdo fiel es algo muy distinto de ese no poder olvidar al muerto en los primeros días.
¡Bien!, veamos ahora, al examinar la forma que se tiene de recordar amorosamente a los difuntos, qué es lo que pasa con el amor más libre de todos, ya que un muerto no le obliga a uno en absoluto.
Desde luego, en el momento de la separación, cuando no se puede evitar todavía la presencia del muerto, todos gritan y lloran. ¿Es ésta la tan cacareada libertad del amor? ¿Es esto amor a los difuntos?
Y después, poco a poco, a medida que el muerto se corrompe en el sepulcro, se va corrompiendo también sin saber cómo su recuerdo, hasta ignorar dónde se ha perdido; es decir, que lo que uno ha hecho es irse liberando poco a poco de un recuerdo tan pesado. Mas ¿será este modo de liberarse el propio de la libertad del amor? ¿Es esto amor a los difuntos?
Hay un proverbio que dice: "En quitándole de la vista, pronto se va también de la memoria" ["Ojos que no ven, corazón que no siente"].
Y podemos estar seguros de que los proverbios dicen en verdad lo que acontece en el mundo; claro que otra cosa muy distinta es la de que los proverbios desde el punto de vista cristiano siempre sean falsos.
Si fuese cierto todo eso que los hombres afirman acerca de lo de amar libremente, es decir, si se pusiera realmente en práctica y los hombres amasen de hecho de esa manera, entonces es indudable que también amarían a los muertos de un modo muy distinto al que lo hacen.
Pero las cosas suelen presentarse de la forma siguiente : en todo otro amor humano se incluye, por lo general, algo que coarta, aunque no sea más que el verse todos los días y la costumbre; por eso es tan difícil poder precisar hasta qué punto el amor se aferra libremente a su objeto, o en qué medida no es el objeto el que decididamente se impone.
En cambio, en la relación con un muerto no puede hacerse más evidente el ejercicio de la libertad amorosa. Aquí no hay nada, absolutamente nada, que se te imponga. Al revés, el recuerdo amoroso del muerto tiene que defenderse contra la realidad circundante, no sea que ésta, acumulando siempre nuevas impresiones, termine por borrar el recuerdo ; el cual también tiene que defenderse contra los embates del tiempo.
En una palabra, la memoria amorosa tendrá que defender su libertad en recordar contra todo aquello que pretenda forzarle a uno a olvidar.
Sin duda que el poderío del tiempo es enorme. Esto no se suele notar estando dentro del mismo tiempo, pues éste nos va escamoteando astutamente pequeñas porciones cada vez; quizá solamente se llegue a saber de veras en la eternidad, cuando se nos ofrezca la ocasión propicia de volver a contemplar y abarcar con la mirada todo lo que fuimos reuniendo con la ayuda del tiempo y los cuarenta años, poco más o menos, de vida.
Desde luego que el tiempo es una potencia peligrosa; nada hay más fácil que emprender algo en el tiempo, si no es el olvidar dónde se interrumpió la obra emprendida. Por eso el que empieza a leer un grueso volumen y no se fía de su memoria, acostumbra a poner alguna señal. Sin embargo, ¡cuántas veces no se olvidan los hombres, y a lo largo de su vida entera, de poner ciertas señales aquí y allá para anotar debidamente los puntos principales de la existencia!
Y ¿qué diremos de tener que guardar en el transcurso de los años la memoria de un muerto? Porque, desgraciadamente, el muerto no hace nada por ayudarte; más bien si hace algo, o al no hacer nada, lo único que hace con todos los medios a su alcance es darte a entender que le importa un comino tu conducta para con él. Y como si esto fuera poco, las diversas exigencias de la vida le reclaman a uno, y los otros vivos le hacen señas, diciéndole : "Vente con nosotros, que estamos dispuestos a amarte de veras."
Por el contrario, el muerto no puede hacer señas, incluso aunque lo deseara ; no, no puede hacer señas, no puede hacer absolutamente nada para mantenernos vinculados a él, ni siquiera es capaz de mover un dedo..., lo único que hace es yacer y corromperse en la fosa. Por tanto, ¡qué fácil para las potencias de la vida y del instante el desembarazarse de semejante impotente!
¡Ah, nadie hay que esté tan desamparado como un muerto! ¡Y en tanto desamparo es imposible que se ejerza la más mínima violencia sobre nadie! Y por esta razón no existe ningún amor más libre que el que representa la obra amorosa de guardar memoria de un difunto; ya que este recuerdo fiel es algo muy distinto de ese no poder olvidar al muerto en los primeros días.
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