Para vergüenza y confusión de algunos
amigos míos, que sin razón o con razón han resuelto dejar de fumar, voy a
escribir este pequeño elogio del tabaco. ¡Ojalá que mis palabras los aparten
del peligroso camino del ascetismo, que haría de ellos al fin esa cosa
monstruosa y horripilante que llaman “hombre ejemplar”!
Hay
que desconfiar siempre un poco de toda persona que no fuma. ¡Qué otros
tremendos vicios tendrá! Porque el tabaco es una delgada canal por donde salen
y se dispersan en infinito nuestros instintos perversos. Fumando se torna el
alma levemente cándida y azul como el humo ligero ¿Andáis buscando por todas
partes con vuestra linterna al hombre bueno y feliz? Yo sé dónde lo
encontraréis. Es aquél que está sentado en su habitación, frente a la ventana,
al atardecer. Tiene la cabeza echada sobre el respaldo del amplio sillón
frailuno. Las piernas estiradas y colocadas sobre un parapeto eminente. Mira
caer la lluvia al través de los cristales pálidos. Fuma. De su boca, como de un
pebetero hierático, asciende el humo en leves volutas, recto, grave y
silencioso, adhiriéndose a las estrías del cielo raso, buscando los menudos
promontorios de la madera para rodearlos, hundiéndose en los huequecillos y
quedándose un instante prendido a los clavos solitarios, para difundirse al fin
en la penumbra de los rincones. ¡Ah, os prometo que ese es el hombre bueno y
feliz! Sus pensamientos serán puros y elevados, y su alma se habrá ablandado al
influjo de aquella columna inefable que surge de su pecho en ondas tenues y
aladas. Dios lo ve porque su humo sigue hacia lo alto como en el holocausto de
Abel.
El tabaco tiene su santidad callada y emocionante. Es místico. Su alma será
purificada por el fuego. La brasa encendida y misteriosa consumirá su carne y
limpiará su espíritu. ¡Ay! ¡Esas filas de largos y ascéticos cigarros que veis
encerrados en sus cajas herméticas, son mojes severos que van a su Tebaida! La
hoja humilde, encierra, sin embargo, la esencia de las transformaciones
supremas que elevan y dignifican la materia: se convertirá en ceniza blanca,
símbolo de la muerte y de la evolución de la naturaleza hacia fines
inconocibles; y se convertirá en humo azul, símbolo del espíritu alado que
tiende hacia el espacio sin límites.
El
tabaco es cordial, fraternal, sencillo. En las penosas horas de trabajo
nocturno nos acompaña y nos conforta, porque posee una pequeña vida que Dios no
concedió a las otras cosas inertes que nos rodean: los retratos mudos de los
abuelos, las sillas tiesas sobres sus patas, los libros enfilados en el
estante, el lecho solitario y blanco que descansa en una esquina. Nada se
mueve, nada habla. Sólo el cigarro, colocado con la ceniza hacia arriba sobre
el tintero, despide ligeras espirales móviles, inquietas, que nos hacen guiños
minúsculos. Sabemos que algo palpita ahí, que una diminuta alma encendida se
consume junto a nosotros y pasará. ¡Pero esos retratos no pasan nunca y esas
sillas estarán siempre ahí! Este medio cigarro que nace y muere, y es efímero,
está más cerca de nosotros que todo aquello eterno. Es un resumen infinito de
nuestra vida. Por eso nos consuela y nos acompaña.
No fuméis, amigos míos. Pero ¡oh! Cuán angustiosa y demasiado sola será vuestra
soledad.