Los suicidas del
Sisga
Al final de la tarde del lunes 21 de
junio de 1965, un chofer que conducía por la carretera central del norte se
detuvo frente a la alcaldía de Chocontá y aseguró haber visto dos cuerpos
flotando en las aguas de la represa del Sisga; desde la distancia pudo
distinguir que eran de un hombre y una mujer. El alcalde, el inspector, su
secretario, algunos policías y habitantes del pueblo se trasladaron al lugar
con el fin de rescatarlos. Pero ya estaba anocheciendo y por el peligro que
significaba bajar del puente sobre el vertedero de la represa, aplazaron el
rescate.Aún con el aguacero que azotaba la región, a las siete y media de la
mañana del martes, sujetados a una lancha, con ganchos, remolcaron los cuerpos
hasta la orilla y en una playa que ofrecía facilidades fueron puestos en
tierra. Allí mismo, el inspector de policía practicó la diligencia de
levantamiento.
El hombre aparentaba unos veinticinco
años de edad, era de contextura maciza, color trigueño, cabello castaño oscuro
y lacio; un metro con 65 centímetros de estatura. Vestía pantalón de paño azul
a rayas, zapatos negros, medias azules y camisa blanca de cuello, remangada
hasta los codos. No tenía saco.
Un papá divorciado ha venido a darle
el paseo al chiquito que vive con la madre. Se toman una foto chupando cono
antes de devolverlo a su casa para que haga las tareas. “Ojalá no se olvide de
mí”, piensa el papá, ya solo, en el taxi de regreso.
La muchacha debía tener alrededor de
veinte años, poco más o menos de un metro con sesenta centímetros de estatura,
bien proporcionada y de cabello castaño oscuro, ondulado. Vestía falda de paño
negra, blusa blanca con encajes y zapatos negros de tacón bajo.
No se les encontró dinero, ni papel
alguno que sirviera para orientar su identificación. No fue posible dictaminar
a simple vista si presentaban huellas de violencia, distintas a la asfixia por
inmersión. La muerte había ocurrido unos cinco días antes, y parecía posible la
práctica de la necrodactilia.
En años pasados una camioneta había
caído a la represa del Sisga y las autoridades buscaron inútilmente a las
víctimas del accidente. Ahora, al contrario, aparecían dos ahogados y se
especulaba que podría haber algún vehículo sumergido. Las autoridades
solicitaron la designación de un médico legista para la práctica de la
necropsia y dispusieron la inhumación provisional de los cuerpos en una bóveda
oficial en el cementerio de Chocontá.
Dos dactiloscopistas llegaron en la
tarde del miércoles. Algunas personas estuvieron en el cementerio. Un
tractorista vecino de El Santuario creyó reconocer a los hermanos Gustavo y
Rosalba Muñoz. Hijos del administrador de una finca cercana a la represa,
Miguel Ángel Muñoz. Lo llamaron pero él no reconoció en los cadáveres a sus
hijos, aunque no descartó la posibilidad de que fueran ellos. Muñoz se fue en
busca de Gustavo y Rosalba. “Mi hijo debe estar en una finca cerca de Bogotá, y
ella se encuentra en Suesca, en casa de unos parientes”, dijo Muñoz.
Los dactiloscopistas quedaron
satisfechos con las necrodactilias. Realmente no eran muy nítidas, la
descomposición en medio húmedo borra muy pronto las líneas, pero los técnicos
creyeron haber obtenido base suficiente para un cotejo, si es que alguno de los
dos, al menos el hombre, figuraba en los archivos del DAS o de la
registraduría.
En la mañana del jueves fueron
identificados como Antonio María Martínez Bonza y Tulia Vargas. La
identificación se logró cuando se presentaron en el despacho de la alcaldía los
hermanos José Manuel, Carlos Alberto y Marcelino Martínez Bonza. Se enteraron
del hallazgo en el Sisga y pensaron que podía tratarse de un hermano suyo. El
funcionario investigador recibió a los hermanos Martínez Bonza y con ellos se
dirigió al cementerio. La prolongada permanencia en el agua ocasionó notorias
modificaciones en los rasgos físicos. Antonio María fue identificado por la
ropa y por un puente con casquetes de oro en la dentadura superior, además de
la pista de sus cejas pobladas. También llegaron a Chocontá los familiares de
la joven Tulia, dijeron que habían recibido en Viracachá dos cartas escritas en
papel de luto. Ella era la muchacha que acompañaba a Antonio María el último
día que lo vieron.
Además del nombre, la sección técnica suministró los siguientes datos del varón muerto: estatura, 1.65; ojos, pardo oscuros; color del cutis, trigueño; instrucción, primaria; cédula de ciudadanía 17015243, de Bogotá; hijo de Andrés Martínez y de Paulina Bonza.
Además del nombre, la sección técnica suministró los siguientes datos del varón muerto: estatura, 1.65; ojos, pardo oscuros; color del cutis, trigueño; instrucción, primaria; cédula de ciudadanía 17015243, de Bogotá; hijo de Andrés Martínez y de Paulina Bonza.
Antonio María vivía en Bogotá, en una
casa del barrio Las Ferias donde hacía siete meses había arrendado una pieza
por la que pagaba cincuenta pesos mensuales. Tenía algunas propiedades en
Boyacá, y en Bogotá trabajaba como jardinero. Era un hombre de costumbres
ordenadas y de naturaleza apacible y bondadosa. Para salir de la casa procuraba
estar bien presentado, con su pantalón de dril limpio y planchado, de corbata y
sombrero.
“Antonio María salió con Marcelino el
5 de junio para Boyacá. Regresó el sábado 12 con una joven que supe se llamaba
Tulia”, recordó una vecina del inquilinato donde vivía. “Eran como las cuatro
de la tarde. Él la presentó como su esposa. El señor Solano, el dueño de la
casa, le dijo: Ahora sí como que se casó, ¿no?”.
En la pieza del barrio Las Ferias
pasaron la noche.
“Volví a ver a Antonio María y a la joven al día siguiente, el domingo. Salieron hacia las doce del día. Supe que había vendido una bicicleta. A cada uno de los hermanos le dejó algo así como una herencia. A uno le dejó las herramientas, a otro la ropa, a otro algún recuerdo”.
“Volví a ver a Antonio María y a la joven al día siguiente, el domingo. Salieron hacia las doce del día. Supe que había vendido una bicicleta. A cada uno de los hermanos le dejó algo así como una herencia. A uno le dejó las herramientas, a otro la ropa, a otro algún recuerdo”.
Un mes antes fue hasta Santa Rosa de
Viterbo, donde había nacido y todavía vivía su papá, y trajo a vivir con él a
su hermano menor, Marcelino, y le enseñó meticulosamente el arte de arreglar
jardines. Desarmó y armó su máquina podadora y le explicó la manera de
limpiarla y arreglarla. “Con este oficio usted puede ganarse el pan mientras
viva”, le dijo.
El señor Solano, dueño de la pieza
que Antonio María ocupaba en el barrio Las Ferias, le entregó al juez del permanente
de San Fernando unas cartas halladas poco después de haberse logrado la
identificación de los cuerpos. Cuando Marcelino y su esposa abrieron la pieza
encontraron sobre la cama cuatro cartas y una cruz de flores blancas, ya
marchitas, atadas con una cinta. En las cartas dejadas por Antonio María a sus
hermanos, hermana, cuñado y sobrino, escribió: “Dios me iluminó este camino
hace varios meses”. Y estima la fecha escogida para su desaparición y la de su
compañera como la más feliz.
Las cartas iban en papel y en sobres
con orlas y cenefas negras. Estaban fechadas en Bogotá, junio 12 de 1965. En
ellas Antonio María distribuía sus bienes entre su padre y sus hermanos,
especificaba la parte de las fincas que dejaba a cada uno, se excusaba por no
haber podido tramitar las escrituras y pedía que no hubiera contrariedades en
ese sentido: “Querida hermanita hágalo por caridad con mi alma, perdone a todos
sus enemigos”. Se despedía en su nombre y en el de Tulia, pero no aparecía
firma de ella. “Adiós, Adiós, Adiós. Nadie es culpable, no nos busquen”.
Oí leer una de las cartas. Iba
dirigida a Marcelino, él le pidió a un niño de la escuela que la leyera,
hablaba de un viaje, le decía que había vendido la bicicleta, terminaba
diciendo: “Ahí le dejo la podadora, el rastrillo y las tijeras”.
Aparte de las cartas, y lo que
dijeron el casero, los demás inquilinos de la casa y los parientes, había una
foto.
Los periódicos de Bogotá publicaron
una fotografía de la pareja en blanco y negro. Él lleva puesto un sombrero de fieltro
oscuro adornado con una cinta, saco claro y camisa blanca; ella viste una
gabardina y se cubre la cabeza con una mantilla de encajes. Pidieron al
fotógrafo que los retratara con un ramo de flores blancas, como las que se usan
en las ceremonias nupciales. Lo sostienen entre sus manos enlazadas.
En el periódico aparecen las imágenes
planas, casi sin sombra. El espacio está dado por las pequeñas deformaciones y
desplazamientos de los rasgos propios de este tipo de fotografía tipográfica.
El propietario del estudio, don Marco
J. Suárez, dijo que la pareja había permanecido en su negocio durante unos
quince minutos. Dejaron abonados diez pesos. En la carta que le escribió a
Marcelino fue hallado un recibo de Foto La Industria en el que puede leerse una
anotación escrita por Antonio María: “Reclamen las fotos, es un recuerdo que
les queda”.
El domingo 13 de junio, día de San
Antonio de Padua, obispo y confesor, Antonio María cumplía 26 años. A mediodía,
cerró la puerta de la pieza y le recomendó al casero que le entregara la llave
a su hermano Marcelino, cuando este regresara de Tunja. A esa hora las cartas
enviadas por la joven Tulia a sus parientes de Viracachá ya estaban en el
correo. Se marcharon. Él vestía pantalón de paño azul a rayas y camisa blanca,
sin sombrero ni saco. Ella falda negra y blusa blanca, sin la gabardina verde
que había traído el día anterior, ni la pañoleta blanca de encajes. Atrás
quedaban las fotos, las cartas y un ramo de flores blancas.
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