lunes, 16 de julio de 2012

Henri Michaux




NOSOTROS DOS AÚN






…Es el silencio que hizo callar mi canto.

No supiste jugar, atrapaste las cuerdas pero no supiste jugar.

Pronto lo malversaste todo, rompiste el violín.

Arrojaste una llama sobre la piel de seda

para convertirla en un horrible pantano de sangre.


Ella estaba en un tren con destino al mar,

en un cohete fugaz sobre la roca,

avanzaba aunque inmóvil hacia la serpiente de fuego

que habría de consumirla y fue entonces que sorprendió

de un salto a la confiada mientras peinaba su cabellera

contemplando en el espejo su felicidad.

Y cuando vio subir la llama, oh, se vio

atrapada en un rincón, detenida, como ante un gran tema

de meditación para resolver de inmediato.

Dos segundos más tarde, dos segundos demasiado tarde,

huía hacia la ventana pidiendo auxilio.

Toda la llama entonces la envolvía.




Ella está en una cama desde la que su pena sube al cielo

sin encontrar un Dios. Desde la que su pena baja hasta

el fondo del infierno sin encontrar un demonio.


El hospital duerme, la quemadura despierta.

Su cuerpo como un parque abandonado.

Defenestrada de sí misma

busca cómo regresar, rema en un vacío que no responde a sus movimientos,

carga ciega a través de una barrera de dolor,

durante un mes remonta el río de la vida, natación atroz.

Paciente entre innumerables ámpulas vuelve a trazar

sus formas elegantes, teje de nuevo la camisa

de su fina piel, la curación está cerca.

Mañana caerá el último vendaje, mañana, aire de sangre,

no supe jugar, tampoco supiste tú.

Arrojaste súbitamente, estúpidamente

tu ridículo coágulo obstructor a lo ancho de una nueva aurora.


Desde ese instante perdió toda orientación,

no tuvo más remedio que volverse hacia la muerte,

apenas sí había entrevisto la ruta.

Un segundo abrió el abismo, el siguiente la dejó caer.

Quedamos pasmados en esta orilla, no tuvimos tiempo de decir adiós.

No tuvimos tiempo de hacer siquiera una promesa.

Ya había desaparecido de la película de esta tierra.


Lu Lu en el retrovisor de un breve instante, Lu, ¿no me ves?

Lu, el destino de estar siempre juntos en el que tenías tanta fe.

¿Y bien? Tú no vas a ser como otros que nunca más vuelven a dar señales,

devorados por el silencio. No, a ti no puede bastarte una muerte

para llevarte tu amor.

Pero tengo miedo.


No hemos tomado suficientes precauciones.

Debíamos estar más informados. Alguien me escribe

que serás tú, mártir, quien ahora velará por mí.

Oh, lo dudo. Cuando toco tu fluido tan delicado,

que permanece en tu cuarto y tus objetos familiares

que sostengo en mis manos, este fluido tenue que era siempre

necesario proteger.

Oh, lo dudo. Lo dudo y tengo miedo por ti,

impetuosa y frágil expuesta a las catástrofes.

Sin embargo voy a las oficinas en busca de certificados,

desperdiciando momentos preciosos que sería mejor emplear

precipitadamente entre nosotros mientras te estremeces

esperando con tu maravillosa confianza que yo acuda a rescatarte,

pensando que seguro vendrá.

Pudo haber demorado, pero no ha de tardar.

Vendrá, yo lo conozco, no va a dejarte sola. No es posible.

No va a dejar sola a su pobre Lu.


Hecho de menos tu sufrimiento atroz en la cama del hospital

Cuando llegaba por los pasillos nauseabundos traspasados de gemidos

hasta la momia espesa de tu cuerpo vendado cuando escucha

surgir de pronto como el “la” de nuestra alianza, tu voz suave,

musical, mesurada, que resistía con valor a la fealdad de la desesperación,

cuando cerca de ti escuchabas mis pasos y murmurabas liberada:

ah, estás aquí.


El que está solo en la noche se vuelve contra la pared

Para hablarte. Conoce las cosas que te animaban.

Quiere compartir contigo su día.

Tiene siempre algo que contar, pero podría ser que tu persona

se hubiese convertido en un aire del tiempo de la nieve.

Un aire que entra por la ventana que volvemos a cerrar

Con un escalofrío o con el malestar precursor del drama

Como me sucedió hace algunas semanas.

El frío se echó de pronto sobre mi espalda. Me cubrí

Y me di vuelta precipitadamente cuando tal vez eras tú,

Ofreciendo tu mayor tibieza y anhelando ser bien recibida.

Tú tan lúcida, no podías expresarte de otra manera.

Quién sabe si en este mismo instante no esperas ansiosa

Que yo al fin comprenda y vaya lejos de la vida

Donde tú ya no estás a reunirme contigo,

Pobremente, sí, pobremente sin recursos, pero nosotros dos aún,

Nosotros dos.





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