Llovía mucho, pero no. Más bien se desleía el aire melancólicamente sobre las siete calles de la vida. ¿O era el zapato apretando la articulación, rechinando en la desesperanza? Quizá el olor anticipado del fracaso, la flojedad del músculo existencial. Tal vez la nada, esa perra que siempre nos olisquea el trasero o la amenaza silenciosa de los parques bajo la nube ácida. Pudo haber sido también el recuerdo de vuelta de los malos días, el presagio de un porvenir equívoco, la inmensidad menesterosa de esta ciudad extraña y sin luz suficiente, el bordoneo interior que sube desde las tripas y podría también sustituir las palabras en un momento inesperado. La rabiecita, el frío, el pálpito, la oscilación vertiginosa, la presión íntima de oscuros líquidos, el desasosiego, la tosecita tonta, el cansancio de todo. O las ganas de hacerse silla vacía, interrogante mudo, definitivo incumplimiento en un mundo de sombras y una más.
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