miércoles, 17 de junio de 2009

POETA DESDICHADO (POEMAS). Por: SURLAY FARLAY GOMEZ


CARTA A LA HIJA DE EFRAIN

A todas las victimas del desierto y su género

No conviene dar consejos,
Las cartas y los recomendados no son mi pasión.
En el encuentro de gentes solitarias,
esas gentes que te sacan en la noche
lo que llevas de viajero árabe,
Solo té queda,
libar del nepentex,
tirarte como un borrego a envestir las ubres de los poetas;

He logrado al fin,
descifrar esta resignación.

Ese laberinto de animas que es
La hija de Efraín…

De la hija de Efraín, amo toda su poesía,
Vaciada en el más humilde molde de la tierra
Judía.

Su dentadura,
dura belleza…


Histéricos, los poetas que me habitan
La proclaman como su reina de la nada.

Amo a la hija de Efraín por todas esas virtudes,
que hasta para ella misma son humillación,
desencanto, rutina,
obligación sentimental.

Su pulcra mentira,
Su rebeldía y la forma de hacerse la ausente debajo de su dura vestimenta
Si me lo hubiese permitido;
me quedaría en la ventana de
Su burka
Flotando en el casi invisible
amarillo celofán del sol.

Si me lo hubiera permitido le enseñaría a ser caminante,
un don nadie en la montaña, una ninfa sin memoria…

Le enseñaría vagar por todo este cúmulo de voces,
estúpidas pero seguras…
deliquio de vampiros,
Talleres de literatura, Casinos de versos y
Papelitos en borradores tan queridos por su dueño como
el deforme y maloliente osito de peluche de un infante.

Yo sé que la poesía ya no esta en las letras,
Esta en ella…
Aunque ella este lejos,
muy lejos de mis posibilidades,
Cuando la abrazaba en el frió de su amor cansado,
Me sentía el más grandioso e los poetas sin escribir aun la primera frase del día…Paraba el mundo para leer
sus gestos,
uno a uno…. Uno a uno…
mujer arabe perdida en un festival de poesia...

Y comprendía un lenguaje silencioso y nuevo…

Lo destruí todo
cuando me sentí en la responsabilidad de amar a la hija de Efraín…..

La hija de la ventana ausente…

Solo puedo amar mi camino,
Mi destino báquico y efervescente..
Pero si los dioses me pidiesen olvidar la música,
Para que ella pudiera cantar por primera vez libre,
O borrar de mi toda marca suya,
para que pueda existir, siempre misteriosa y nueva,
acataría la orden sin miramientos.


AVISO DE CAFETERIA UNIVERSITARIA


SE BUSCA:
Arquetipo QUE REVELE su cara, olvidando la huida…
Amiga, con la que SE PUEDA estudiar el cuerpo y el alma…
Porque las gentes comunes
siempre utilizan el cuerpo para impedir el alma.



TRES PUNTOS EBRIO

Que bueno es estar ebrio donde solo
Uno esta ebrio...
Es algo así como una posibilidad de soledad suicida.
- Sin hermanos pera intentar agredir.
- Sin lugar a las dicotomicas amistades.
- Sin mujeres para aborrecer y luego extrañar
- Sin boleros memoriables
- Estar ebrio con cama y almohada propias, Ebrio unicamente ebrio.



DEL MUNDO DE ELLAS

Una mujer (por libre, o acomplejada que sea)
Se aferra a un hombre.
En algun lugar donde nadie la observa se resigna,
Sabe que hay docenas como ella y hasta mejores...
Y aunque la tierra es ancha solo puede ver a ese,
Vecino, casi
un niño presto a una lobotomia,
El que siempre la acompaña medio cojeando,
Su hombre apenas medible en un perimetro justo
Para que exista una mujer como ella.


CIUDADANO
A los niños de campamento Antioquia

Esta es una vil imagen.
Grimonios la inspiran
El ojo del silencio
La observa
En esa imagen viven
Mis mas preciados prisioneros
Con miedo de morir.
Salmodias de memoriables abortos
Nutridos pastos
Donde cadaveres se vuelven verdes
De esperar



AUTOLASTIMA

Anoche deje las llaves pegadas a la chapa de la puerta de mi casa.
Facil...hay versos faciles de hacer.

Hoy me desperte y no me acuerdo de nada...
Simplemente me percate de que alguien habia entrado e inspeccionado mi privacidad sin tocar un solo objeto,
Ademas me dejo las llaves colgando del gatillo de la chapa interior de la puerta.
Los cuadernos personales de preeescolar a 6to estaban en orden,
Los tejidos y las urdimbres que se hacen para calmar la ansiedad estaban intactos,
Las lentejas,
Los ajos,
Los cauchitos para arrumar informes,
La cama como closet y el closet vacio...
Todo en perfecto orden.

Es ironico tenerme algo de lastima,
Yo que me pongo en el lugar del supuesto ladron,
entro a mi casa automaticamente.
¿que leeria el espia de anoche? -¿ Mis poemas?
¿es que acaso no tengo nada que me puedan quitar?
Y yo que esperaba de la noche una historia.


ADIOS A MI MAESTRO
Con todo mi aprecio al escritor Jaime Jaramillo Escobar

No fue sencillo empezar a vivir
Dejando de lado la literatura,
Ahora abro el balcon donde estan las macetas de barro
Felizmente obtenidas en un bazar de poetas.
De vez en cuando dejo caer alguna en la cabeza
De un mendigo, un economo, o alguien que
Me produzca intranquilidad a la hora de escribir.
Espero no ver tu cabeza por estos lados.





" Lastima que el poeta halla escrito sus ideas en metafora,
quizás algo le hubieramos entendido"
Ezra Pound.

Hacer metaforas para hablar de los sentimientos
No es aconsejable para la salud.
La sensación de un respetuoso abrazo
Se guarda en silencio.
La fotografia de tu sonrisa no es mas que un dibujo bien hecho.
La silla de la cartilla de preescolar y el patito que empieza con P
No son verdaderos
No hables de amor con imágenes abstractas
Llenas de un extraño hipnotismo
Coje el lapiz y escribe solo aquello que esta claro en tu corazon
Lo definitivo y cotidiano de una nausea,
El calambre estomacal de los celos.



DEL DIA QUE TE DIBUJE EN SANTA ELENA

Propongo encender una vela,
Taere una cerilla del sotano

¡ Hola buho! Grita enfiestada una niña taciturna
de azotea en azotea
Huyendo de no ser azotada,

Propongo la noche para dialogar,
Y el día para perderlo de vista
Tras el sol.
Dia para tendernos sobre una cobija de fescos fieltros
Verdes pliegues, moras de castilla,
Y un pañuelo blanco para cada pino de esta asamblea.

martes, 16 de junio de 2009

Cielo. Por Raúl Gómez Jattin


Mañana seré libre
me dice el corazón
Mañana levantaré el vuelo
lejos de este lugar
encontraré el cielo
encontraré a los ángeles
encontraré a Dios
-Qué va! no vás
a parte alguna
porque el cielo
lo llevas en tí

En gira con Yamandú Rodríguez. Por Felisberto Hernández


En el año 32 Yamandú Rodríguez y yo hicimos una gira. Él recitaba poesía y yo tocaba el piano. Llegamos a una ciudad chica, donde Yamandú tenía muchos amigos y en seguida fuimos a ver al dueño del teatro; era un muchacho más bien bajo, erguido, caballeresco, usaba patillas y no nos quiso cobrar ni el alquiler de la sala, ni la luz, ni los programas. Los amigos de Yamandú consiguieron que varias instituciones -la Intendencia, los clubes, la biblioteca-, participaran en la compra de entradas. En un momento se vendieron todas y nosotros nos quedamos sin hacer nada. El día en que llegamos yo había recorrido aquella ciudad como si me fuera a tragar las casas y a echar encima de las calles y de las plazas. Un rato antes de la función, mientras mirábamos el escenario -aquella buena gente había pedido a los vecinos muebles y plantas para que en la escena apareciera una sala- alguien se acercó y nos dijo que las entradas habían sido repartidas en las escuelas. Yamandú y yo nos miramos y empezamos a imaginarnos las consecuencias. Es posible que en las instituciones oficiales hubieran pensado que si Yamandú recitaba -eso era propio de las escuelas- y si yo tocaba el piano, el acto resultaría "instructivo"; y en ese caso había que pensar en los niños. Además el recital sería a las 15 -nos habían dado esa hora porque en la sesión vermouth y en la noche la sala estaba comprometida para el cine- y las 15 era precisamente una hora para niños. Pero Yamandú y yo preferíamos que nos oyeran personas mayores; los niños, después que se aburrieran, harían ruido.Pronto empezaron a entrar. Los de algunas escuelas venían en formación y obedecían a las maestras; pero otros entraban sueltos, corrían por todas las localidades del teatro y nadie los podía sujetar. Yamandú, desesperado, me decía: "¿Qué te parece si cambiamos el programa?". Entraban niños demasiado chicos y yo le contesté: "No hay necesidad; no les interesará ninguno de nuestros programas". Por el pasillo de la platea venía una negrita de diez años y traía tomados de la mano a una escalerita de negritos. Ese día Yamandú recitaría un diálogo entre Clemento Séptimo y Benvenuto Cellini. Pero primero saldría yo a tocar música española. Apenas aparecí en escena las maestras empezaron a chistar a los niños; después, viendo que no les hacían caso, los amenazaban gritando. Me senté al piano y miré la sala: estaba desbordante; sólo en los palcos había alguna que otra persona mayor. Al hacer los primeros acordes el barullo disminuyó; después no sólo chistaban las maestras, sino también los niños. Y por último se renovó el escándalo. Yo terminaba una pieza y empezaba otra como si estuviera solo; pero de pronto, mientras tocaba la Danza del Fuego y hacía los acordes levantando las manos, oí gritar con mucha fuerza desde el paraíso: un niño, haciendo bocina con las manos, le decía a otro que estaba en la platea: "Che Martínez, manya'". (Quería decirle que lo mirara.) Entonces levantaba las manos, las dejaba caer en la baranda del paraíso y trataba de imitar mis movimientos. Al salir de escena tropecé con Yamandú. El se reía de mí; pero yo lo amenacé: "Ahora te toca a ti”. Por la puerta entreabierta del decorado lo vi en el momento en que se disponía a empezar. Los niños habían disminuido el escándalo casi hasta el silencio. Yo sabía que la mano izquierda de Yamandú -la que tenía metida en el bolsillo del saco- estrujaba una caja de fósforos; y fue en el instante de levantar la otra mano y empezar a decir las primeras palabras, cuando, en medio de un silencio inesperado, una niña como de cuatro años, que estaba en un palco, señaló a la escena y gritó: "Mamita, mira; el sillón de abuelita". Primero se empezaron a reír algunos y después nos reímos todos. Ya no se pudo reconquistar el silencio. Y hubo un instante en que el escándalo ahogaba las palabras de Yamandú y los movimientos con que él debía acompañar su poesía parecían los manotazos de un náufrago mudo.Al otro día nos dieron una fiesta en la casa de un poeta muy callado, ya de edad, empleado en el Municipio y que usaba una gran melena gris; sombrero de alas anchas, corbata de moña desarreglada y saco cerrado hasta el cuello. Hacía poco tiempo él se había encerrado en una pieza con otro poeta venido de Montevideo, y los dos, con grandes sables, decidieron batirse a muerte; pero suspendieron el duelo cuando el poeta venido de Montevideo le hizo a éste un gran tajo en la nariz. En la fiesta, la hija del poeta recitó poemas del padre; y cuando decía que miraba al infinito y cerraba los ojos, parecía que esperaba un estornudo. Más tarde llegó otro poeta, sobrino del dueño de casa, que también usaba melena, sombrero de alas anchas y corbata desarreglada; él y el tío eran los únicos, en aquella ciudad, que se vestían así. Después; lentamente, yo me empecé a impregnar de los muebles viejos y un poco deshechos, de la dignidad con que aquella gente se esforzaba en mantener un sentido poético de la vida y de las sonrisas y la inocencia generosa de los que me rodeaban. Entonces tuve necesidad de pensar que el tío y el sobrino eran buenos poetas y me empecé a sentir una mala persona.Al otro día salimos para una localidad más chica. Estaba dividida en dos pueblos: uno junto a la estación de ferrocarril; y el otro -más importante- a diez cuadras del primero.Fuimos a un hotel que quedaba frente a la estación y en seguida tuvimos confianza en el silencio de sus habitaciones antiguas. El café era malo pero la comida buena. A las tres de la tarde salimos para el otro pueblo; a la sombra hacía frío y al sol demasiado calor. La carretera cruzaba un arroyo y del otro lado había un cementerio. Llevábamos cartas de recomendación que nos habían dado los amigos de Yamandú el día antes.

sábado, 13 de junio de 2009

Aquellos días en Odessa. Por Heinrich Böll


Hacía mucho frío en Odessa aquellos días. Cada mañana íbamos al aeropuerto en grandes y ruidosos camiones, por la carretera mal adoquinada. Allí esperábamos, muertos de frío, a los grandes pájaros grises que rodaban por el campo de aterrizaje. Pero los dos primeros días, cuando estábamos a punto de subir a bordo, llegó una orden en sentido contrario, porque sobre el mar Negro había una niebla muy densa, o bien demasiadas nubes, y volvimos a subir a los grandes y ruidosos camiones y regresamos al cuartel por la carretera empedrada. El cuartel era muy grande. Estaba sucio y lleno de piojos. Pasábamos el rato sentados en el suelo o bien nos acordábamos en las mugrientas mesas y jugábamos a las cartas, o cantábamos. Siempre esperábamos una ocasión para saltar el muro y hacer una escapada. En el cuartel había muchos soldados que esperaban para entrar en combate, y no se nos permitía ir a la ciudad. Los dos primeros días habíamos intentado escabullirnos, pero nos atraparon, y como castigo nos hicieron transportar las grandes cafeteras llenas de café hirviente y descargar panes. Mientras descargábamos los panes nos vigilaba el contador, que llevaba un magnífico abrigo de pieles, el cual, sin duda, estaba destinado al frente. El contador contaba los panes para que no desapareciese ninguno. El cielo de Odessa estaba siempre nublado y oscuro, y los centinelas paseaban arriba y abajo, a lo largo de los negros y sucios muros del cuartel.
El tercer día esperamos a que hubiera oscurecido del todo y nos dirigimos simplemente a la entrada principal. Cuando el centinela nos dio el alto, gritamos "comando Seltscbáni", y nos dejó pasar. Éramos tres, Kurt, Erich y yo. Caminábamos muy despacio. Sólo eran las cuatro y ya estaba oscuro. Lo único que habíamos ansiado era salir de aquellos altos, negros y sucios muros, y ahora que estábamos fuera casi habríamos preferido estar dentro otra vez. Sólo hacía ocho semanas que nos habían movilizado y teníamos mucho miedo. Pero nos dábamos cuenta de que, si hubiéramos estado otra vez en el cuartel, habríamos querido salir a toda costa, y entonces habría sido imposible. Eran sólo las cuatro, y no podríamos dormir a causa de los piojos y de las canciones, y también porque temíamos y al mismo tiempo esperábamos que a la mañana siguiente haría buen tiempo para volar y nos llevarían en los aviones a Crimea, donde seguramente moriríamos.
No queríamos morir, no queríamos ir a Crimea, pero tampoco nos gustaba pasarnos todo el santo día tirados en aquel cuartel sucio y negro que olía a café de malta, donde siempre descargaban panes destinados al frente y donde siempre había un contador con abrigo de pieles, abrigo sin duda destinado al frente, que vigilaba y contaba los panes para que no desapareciese ninguno. En realidad, no sé lo que queríamos. Avanzábamos lentamente por aquella callejuela del suburbio, oscura y llena de hoyos. Entre las casitas, donde no se veía una sola luz, la noche estaba cercada por unas cuantas estacas de madera podrida, y más allá, en algún lugar, debía de haber páramos, tierras baldías, como en nuestro país, donde siempre dicen que se va a construir una carretera y abren zanjas y van de aquí para allá con varas de medir, y después no se habla más de la carretera y echan en las zanjas escombros, cenizas y basura, y vuelve a crecer la hierba, mala hierba áspera, indómita y exuberante, hasta que el letrero «Prohibido tirar escombros» queda cubierto por los escombros...
Caminábamos muy despacio porque aún era muy pronto. En la oscuridad nos cruzamos con otros soldados que iban al cuartel, y otros que venían del cuartel nos adelantaban. Teníamos miedo de las patrullas y habríamos preferido volver, pero sabíamos también que si nos hallásemos otra vez en el cuartel estaríamos desesperados, y era mejor tener miedo que sentir sólo desesperación entre los negros y sucios muros del cuartel, donde siempre había que llevar café de aquí para allá y descargar panes para el frente, siempre panes para el frente, y donde vigilaban los contadores con sus magníficos abrigos, mientras nosotros nos moríamos de frío.
De vez en cuando, a uno y otro lado de la callejuela, veíamos una casa en cuyas ventanas brillaba una mortecina luz amarilla, y oíamos el murmullo de unas voces claras, extranjeras e inquietantes. Y después encontramos, en medio de la oscuridad, una ventana muy iluminada de la que salía mucho ruido, y oímos voces de soldados que cantaban «El sol de México».
Abrimos la puerta y entramos. La estancia estaba caliente y llena de humo. Había en ella un grupo de soldados, ocho o diez, algunos de los cuales tenían mujeres con ellos. Bebían y cantaban, y uno de ellos se rió muy fuerte cuando entramos nosotros. Éramos muy jóvenes, los más jóvenes de toda la compañía. Nuestros uniformes eran completamente nuevos, y la fibra de madera nos pinchaba los brazos y las piernas; las camisetas y calzoncillos nos producían un terrible picor. También los jerseys eran nuevos y ásperos.
Kurt, el más joven, pasó delante y eligió una mesa. Kurt era aprendiz en una fábrica de cuero, y nos había contado de dónde procedían las pieles, aunque la cosa se consideraba secreto
industrial. Nos había explicado incluso los beneficios que se obtenían con ello, aunque eso era también un secreto industrial muy celosamente guardado. Nos sentamos los tres.
De detrás del mostrador vino hacia nosotros una mujer gorda, de cabello oscuro y cara bondadosa, y nos preguntó qué queríamos beber. Preguntamos primero cuánto costaba el vino, pues habíamos oído decir que en Odessa todo era muy caro. Nos dijo que eran cinco marcos la botella, y pedimos tres botellas. Habíamos perdido mucho dinero jugando a las cartas y nos habíamos repartido el resto: teníamos diez marcos cada uno. Algunos de los soldados comían carne asada, que humeaba aún, con rebanadas de pan blanco, y unas salchichas que olían a ajo, y entonces nos dimos cuenta por primera vez de que teníamos hambre. Cuando la mujer trajo el vino le preguntamos cuánto costaba la comida. Nos dijo que las salchichas costaban cinco marcos y la carne con pan, ocho. Dijo que la carne era de cerdo y fresca, pero nosotros le pedimos salchichas. Los soldados besaban a las mujeres y las abrazaban sin disimulo, y nosotros no sabíamos a dónde mirar. Las salchichas eran grasas y calientes, y el vino era muy seco. Cuando nos hubimos comido las salchichas, no supimos qué hacer. No teníamos ya nada que decirnos, pues nos habíamos pasado dos semanas echados en el mismo vagón del tren y nos lo habíamos contado todo. Kurt había trabajado en una fábrica de cuero, Erich en una granja y yo estaba en la escuela. Todavía teníamos miedo, pero se nos había quitado el frío.
Los soldados que habían estado besando a las mujeres se pusieron ahora los cinturones y salieron con ellas afuera. Eran tres chicas; sus caras eran redondas y bonitas; reían y bromeaban, pero se iban con seis soldados, creo que eran seis, o, por lo menos, cinco. Quedaron en la sala sólo los borrachos, los que antes cantaban «El sol de México». Uno que estaba junto al mostrador, cabo primero, alto y rubio, se volvió hacia nosotros y se echó a reír otra vez; creo que nuestro aspecto hacía pensar que estábamos en alguna clase del cuartel, allí sentados a la mesa muy silenciosos y correctos, con las manos en las rodillas. El cabo le dijo algo a la mujer y ésta nos trajo tres vasos bastante grandes de aguardiente blanco.
-Hemos de brindar a su salud -dijo Erich, golpeándonos con la rodilla. Yo llamé varias veces al cabo hasta que él se fijó en mí; Erich nos hizo otra vez una señal con las rodillas, y nos pusimos en pie diciendo al unísono: -A su salud, cabo...
Los otros soldados se echaron a reír a carcajadas, pero el cabo levantó su vaso y nos respondió:
-A su salud, soldados...
El aguardiente era fuerte y amargo, pero nos calentó, y nos habríamos tomado otro vaso.
El cabo le hizo una seña a Kurt para que se acercase. Kurt lo hizo, habló unas palabras con él y nos hizo una seña a nosotros. El hombre nos dijo que estábamos locos, que no teníamos dinero y que teníamos que vendernos algo. Nos preguntó de dónde veníamos y a dónde estábamos destinados. Le dijimos que estábamos en el cuartel esperando que nos llevasen a Crimea. Se puso muy serio y no dijo nada. Yo le pregunté qué podíamos vender, y él me respondió que cualquier cosa: abrigos, gorras, ropa interior, relojes, plumas estilográficas... Ninguno de nosotros quería venderse el abrigo. Estaba prohibido y teníamos miedo, y además en Odessa hacía mucho frío. Nos vaciamos los bolsillos: Kurt tenía una pluma estilográfica, yo un reloj y Erich un portamonedas nuevo, de cuero, que había ganado en una rifa del cuartel. El cabo tomó los tres objetos y le pregunté a la mujer cuánto daba por ellos. Ella los examinó detenidamente, dijo que eran cosas malas y nos ofreció doscientos cincuenta marcos, ciento ochenta sólo por el reloj.
El cabo nos dijo que doscientos cincuenta era poco, pero que estaba seguro de que no nos daría más y que aceptásemos, porque quizás a la mañana siguiente nos llevarían a Crimea y entonces todo daría igual.
Dos de los soldados que cantaban antes «El sol de México» se levantaron de sus mesas y le dieron al cabo unas palmadas en el hombro; el cabo nos saludó y salió con ellos.
La mujer me había dado a mi todo el dinero, y yo le pedí dos trozos de carne con pan para cada uno y un vaso grande de aguardiente. Después nos comimos aún cada uno un trozo más de carne y nos bebimos otro vaso de aguardiente. La carne estaba muy caliente, era fresca, grasa y casi dulce, y el pan estaba todo empapado de grasa. Después nos tomamos otro aguardiente. Entonces nos dijo la mujer que ya no le quedaba carne, sólo salchichas, y comimos salchichas acompañadas de cerveza, una cerveza oscura y espesa. Después nos tomamos cada uno otro vaso de aguardiente y nos hicimos traer pasteles, unos pasteles planos y secos de nuez molida. Después bebimos aún más aguardiente, pero no estábamos borrachos en absoluto; teníamos calor y nos sentíamos bien, y no pensábamos en el picor de las fibras de madera de nuestra ropa. Llegaron otros soldados y cantamos todos juntos «El sol de México»...
A las seis, nos habíamos gastado todo el dinero y seguíamos sin estar borrachos. Como no teníamos nada más que vender, regresamos al cuartel. En la oscura calle llena de hoyos no se veía ya ninguna luz y, cuando llegamos, el centinela nos dijo que nos presentásemos en el puesto de guardia. Allí se estaba caliente y no había humedad, estaba sucio y olía a tabaco. El sargento nos echó una bronca y nos dijo que habríamos de atenernos a las consecuencias. Pero aquella noche dormimos muy bien. A la mañana siguiente fuimos al aeropuerto en los ruidosos camiones por la carretera empedrada. Hacia frío en Odessa. El tiempo era magnífico; el cielo estaba despejado. Subimos por fin a los aviones, y, cuando despegábamos, nos dimos cuenta de pronto de que no volveríamos nunca, nunca...