sábado, 26 de mayo de 2012

Héctor Lavoe en el Bronx




miércoles, 23 de mayo de 2012

martes, 22 de mayo de 2012

El inocente ojo del antílope - Waldo Leyva





Un tigre salta de la piedra.


Vuela un ave que ignora la angustia del vacío.

Ciego es el pez, su pupila es el agua

y muere herido por el aire.



La lombriz puede ser reina de la altura

y deshacerse el árbol

en el vientre insaciable del insecto.



A la cruz del comienzo clavado sigue el hombre.

Sangra. Puede ver aún el rostro de los otros.



Ni dios, ni ventanas azules,

ni el inocente ojo del antílope.



lunes, 21 de mayo de 2012

Mejores días llegarán - Esk-lones


Sudor - Pedro Mairal





Estuvimos cuatro años de novios con Valeria hasta que empezamos a buscar departamento para irnos a vivir juntos y en la búsqueda infinita me empecé a dar cuenta de que yo rechazaba todos los departamentos que veíamos porque en realidad no quería mudarme con ella. Pero todo lo demás fue felicidad. O casi todo.



Valeria era hija única, vivía con sus padres cerca del hipódromo de San Isidro en una casa con pileta, minijardín y hasta un cuarto de servicio que no se usaba, junto a la cocina en la planta baja. En ese cuarto dormía yo los fines de semana. Me llevaba bien con mis suegros, a mi suegro le celebraba los asados, a mi suegra los postres y así me hospedaban amablemente desde el viernes a la noche hasta el domingo a la tarde.



Habían tenido a su hija ya pasados los cuarenta y ahora eran un matrimonio mayor, ya entrados en una especie de plácida menopausia. Me trataban bien, algo distantes, cuidadosos, pero me querían. Si me mantenía durmiendo en ese cuarto en planta baja, más o menos lejos de su hija, me querían. Aunque supongo que sabían que su hija no era virgen, no sé hasta qué punto sospechaban de los cruces nocturnos. Lo cierto es que cuando ya todo estaba en calma y apenas se oía ladrar algún perro de la cuadra a las dos de la mañana, Valeria bajaba y se metía conmigo en la cama. Casi no tengo imágenes de esas noches porque cogíamos con la luz apagada, no por pudor sino para que no nos descubrieran. Pero sí me acuerdo de los sofocones, de los gritos mudos, del jadeo. Nos convertíamos en un monstruo empapado. Valeria fue la primera mujer que me hizo sudar, o la primera por la que estuve dispuesto a agotarme hasta el desmayo. Siempre me pedía más, me pedía que aguantara. A veces poníamos nuestros zapatos bajo las patas de la cama para evitar que la madera rechinara contra el piso de baldosas. Nos pasábamos casi toda la noche del viernes y del sábado chocando el uno contra el otro, estrellándonos. Porque eso era lo que hacíamos, nos estrellábamos. Yo era adicto a sus orgasmos, los necesitaba. Pero a ella le costaba alcanzarlos. Me hacía trabajar. Ella misma me compraba forros texturados y hasta unos que venían con tachas para provocar más fricción. Todos esos forros que se iban por el inodoro, usados y prolijamente anudados‚ al final de la noche.



A ella le gustaba estar encima mío, me cabalgaba con esa insistencia pélvica femenina de moverse no tanto de arriba a abajo sino de adelante a atrás, un movimiento que se iba perfeccionando a medida que crecía nuestra transpiración jabonosa porque su culo patinaba sobre mis muslos y la pija le entraba más hondo. A veces yo me incorporaba un poco en la cama, quedaba sentado, y ella me rodeaba la cintura con las piernas, todavía arriba mío, abrazándome, y yo le sentía con mi mejilla el pelo mojado pegado al cuello, y con las manos el canal de la espalda también mojado y tenso.



Creo que nuestro secreto era el sudor. Yo hasta entonces me había acostado primero con putas y después con dos novias sucesivas y discretas que no soltaban el tigre. Las putas no sudan en la cama, no pueden desvivirse furiosamente por cada cliente, no les daría el físico para estar así todo el día, o toda la noche; apenas con unos gemiditos profesionales les basta para alentar y abreviar el forcejeo del macho triste. Las novias discretas tampoco sudan, seguramente porque no es uno quien les despierta la fiebre necesaria sino algún otro novio o amante venidero. Es decir que Valeria fue la primera con quien me entregué al zarandeo olímpico. A veces me imaginaba que su viejo entraba de golpe prendiendo la luz y decía “¿Qué están haciendo?” y yo le contestaba “¡Suegrito, estamos rompiendo todos los récords”. Pero eso no pasó exactamente.



Nos partíamos el alma hasta que cantaba el primer pajarito del día (desde el último perro hasta el primer pajarito). Y creo que nos excitaba el sudor porque el forro era como una barrera seca entre los dos, casi como sexo virtual. En cambio el empape del sudor era real y animal. Era nuestro gran secreto, el estado casi acuático de nuestro abrazo. Un logro mutuo. Valeria me agarraba de la nuca, le gustaba sentirme la nuca mojada. Yo le mordía las tetas, le pasaba la lengua por su esternón salado, le subía la mano por la espalda, le juntaba el pelo largo en una coleta abundante y húmeda. Hay algo que pasa cuando se suda cogiendo (o se coge sudando), y es que todo se vuelve más fluido, las caricias ya no son sectorizadas, eso de te agarro el culo y después las tetas y después te acaricio los muslos, sino que el contacto se vuelve todo un continuo, una sola superficie de placer, las partes del cuerpo se difuminan, se estiran casi, se vuelven un todo escurridizo, sin límites ni nombres diferenciados, la piel se vuelve toda beso mojado, mordisco resbaloso, y se coge entre mechones empapados, gotas que caen por el torso en hilos y hay que despejarse la frente y seguir.



Valeria era incansable, guerrera. Me gusta esa palabra, guerrera, porque realmente la peleábamos juntos en la cama, cuerpo a cuerpo, en un combate oscuro y extenuante que nos aceleraba el corazón, con susurros violentos y tiernos dichos al oído, hasta que ella empezaba a desarmarse encima mío, como a caerse pero abrazándome fuerte, ahogando un gemido largo hasta que se quedaba quieta y volvía en sí, volvía como un animal jadeante después de una carrera, con la crin pegada sobre la cara, sobre los ojos. De a poco nos sosegábamos, recuperando el aire, buscando oxígeno en bocanadas asmáticas. Y en un momento ella me soplaba suavecito el pecho y me hacía sentir el sudor fresco aliviándome del calor, y yo se lo hacía a ella, le soplaba entre las tetas y hacia abajo hasta el ombligo. Nos alternábamos una vez cada uno y así nos quedábamos un rato dormidos. Después Valeria se volvía en puntas de pie hasta su cuarto.



Pero no podía durar tanta felicidad clandestina. Un sábado a la mañana vimos a mi suegro en el jardín con un tipo de overol azul. Miramos por la ventana de la cocina. El jardín estaba inundado y sobre el pasto se veían cositas de colores. Valeria se tapó la boca. Mirá, me dijo. Era el pozo séptico de la casa, que se había desbordado y habían salido a la superficie todos nuestros forros, los polvos de cuatro años decoraban el jardín. El tipo de overol sonreía, el padre de Valeria no. Y lo peor de todo fue que nunca nos dijo nada. Nosotros huímos como si tuviéramos algún programa imperdible y no supimos quién recogió nuestro inventario profiláctico. Pero esa tarde‚ dando vueltas por el barrio sin animarnos a volver‚ ella me dijo que quizá podíamos empezar a buscar un lugar donde irnos a vivir juntos. Tenía razón. Era el fin de los buenos tiempos y había que empezar a ganarse el pan con el sudor de la frente.


sábado, 19 de mayo de 2012

Pierre Jean Jouve (Arras, 1887 - París, 1976)






HELENA



Qué bella eres ahora cuando ya no existes

El polvo de la muerte te ha desnudado incluso del alma

Cómo eres de codiciada después que hemos desaparecido

Las ondas las ondas llenan el corazón del desierto

La más pálida de las mujeres

Hace buen tiempo sobre las crestas de agua de esta tierra

En el paisaje muerto de hambre

Que rodea la ciudad de ayer los malentendidos

Hace buen tiempo sobre los circos verdes desatendidos

Transformados en iglesias

Hace buen tiempo en la meseta desastrosa desnuda y trastornada

Porque estás muerta

Esparciendo soles por las huellas de tus ojos

Y las sombras de grandes árboles enraizados

En tu terrible cabellera que me hacía delirar.

Roberto Polaco Goyeneche




 






miércoles, 16 de mayo de 2012

Ningún poder tiene derecho a abandonar la compasión - Flóbert Zapata Arias



Día del maestro, nada qué celebrar. Cada día más carga de trabajo, más obligaciones, más papeles y cada día menos descanso. Recortarle las vacaciones a los maestros hace honor a las equivocaciones soberbias. Hinchar el control sobre los maestros, postrarlos literalmente de rodillas, llevó la situación a tocar fondo. Cualquier aseadora vigila, cualquier maestra castiga. Maestros aterrorizados, que se hacen las cirugías en vacaciones para no perder tiempo de clases, por lo que entran igual de cansados. Que cuando sirven de jurados en elecciones no reclaman el día compensatorio porque incurren en falta de pertenencia. Servicios médicos atiborrados, maestros pensionados por trastorno bipolar, psiquiatras que dan citas para el mes o más. Los maestros están enfermos, graves, más los jóvenes que los viejos. Ni hablar de los servicios médicos y su deriva insana e irredimible como todo lo privatizado. El ratio profesor-alumno se tornó inclemente. En cada grupo seis o siete alumnos con sociopatías tan graves que uno solo enloquecería al psiquiatra más paciente, igual por todas partes y algunas peor. Rectores, coordinadores, acosadores laborales, al extremo de que a una maestra el psiquiatra la vio tan mal que la incapacitó un mes. Si tienes tus propias opiniones entras en conflicto con el Rector, si entras en conflicto con el Rector mejor pide traslado. O te “liberan”, como llaman ahora al caprichoso baile de los que sobran y razón del temor mezclado con temblor. Para prevenirlo unas maestras se juntan y le dan al Rector un estrén de pies a cabeza. Existen pandillas, de maestras, las hemos padecido. A tal extremo pernicioso ha llegado la situación que se habla de “autoliberados”. Y sin embargo se dan Rectores concientes, lo que prueba que no resulta fácil acabar con la especie. Este el regalo hoy, Día del maestro, para Juan de Jesús Rojas Mancera, de la escuela Barrios Unidos, un hombre humilde y bueno que lleva treinta y seis años enseñando y que merecería un trato más humano pero hasta la saciedad sabemos que el infierno se encuentra al final. Parado frente a su grupo Quinto, en su salón, mientras Juan escuchaba respetuoso sentado en el trasero escritorio, el Rector se refirió al maestro más malo de la escuela mientras lo señalaba con el pulgar, pero él se dio cuenta. Tan hiriente fue el gesto que hasta los alumnos difíciles y silvestres se indignaron. El otro maestro más malo soy yo y se va a deshacer de los dos fundiendo grupos con la otra jornada, eso manifestó. Llorando a la salida Juan de Jesús lo contó a casi todos, porque hay los que automáticamente no escuchan al de abajo, egos adiposos. Para no dañar su cercana pensión se contuvo:



─A mí me provocaba levantarme de ese puesto y darle delante de los alumnos.



Ningún poder tiene derecho a abandonar la compasión.



Manizales, martes 15 de mayo del 2012.

martes, 15 de mayo de 2012

¿Qué es la filosofía? - Gilles Deleuze


Cuando alguien pregunta para que sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva ya que la pregunta se tiene por irónica y mordaz. La filosofía no sirve al Estado, ni a la Iglesia, que tienen otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer. Una filosofía que no entristece o no contraría a nadie no es una filosofía.
Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Sólo tiene un uso: denunciar la bajeza en todas sus formas. ¿Existe alguna disciplina, fuera de la de filosofía, que se proponga la crítica de todas las mixtificaciones, sea cual sea su origen y su fin?. Denunciar todas las ficciones sin las que las fuerzas reactivas no podrían prevalecer. Denunciar en la mixtificación esta mezcla de bajeza y estupidez que forma también la asombrosa complicidad de las victimas y de los autores. En fin, hacer del pensamiento algo agresivo, activo, afirmativo. Hacer hombres libres, es decir, hombres que no confunden los fines de la cultura con el provecho del Estado, la moral, y la religión. Combatir el resentimiento, la mala conciencia, que ocupan el lugar del pensamiento. Vencer lo negativo y sus falsos prestigios.¿quien, a excepción de la filosofía, se interesa por todo esto?.
La filosofía como crítica nos dice lo más positivo de sí misma: empresa de desmitificación. Y , a este respecto, que nadie se atreva a proclamar el fracaso de la filosofía. Por muy grandes que sean la estupidez y la bajeza serían aún mayores si no subsistiera un poco de filosofía que, en cada época, les impide ir todo lo lejos que quisieran...pero ¿quién a excepción de la filosofía se lo prohibe?

lunes, 14 de mayo de 2012

martes, 8 de mayo de 2012

Acteón





Artemisa, consagrada a la castidad, estaba bañándose desnuda en los bosques cercanos a la ciudad beocia de Orcómeno, cuando Acteón la encontró casualmente. Se detuvo y se quedó mirándola, fascinado por su belleza enajenante. Como castigo, Artemisa lo transformó en un ciervo por la profanación de ver su desnudez y sus virginales misterios, y envió a los propios sabuesos de Acteón, cincuenta, a que lo mataran. Estos lo hicieron pedazos y devoraron sus carnes, para después buscar a su amo por el bosque, sollozando. Entonces, encontraron al centauro Quirón quien, para consolarlos, construyó una estatua de su difunto dueño. Según Ovidio en Las metamorfosis, la diosa estaba acompañada de su séquito de ninfas. En otra versión de la leyenda, Acteón alardeó de ser mejor cazador que Artemisa, por lo que ésta lo transformó en un venado que fue devorado por sus propios perros de caza. Existen paralelismos entre la historia de Acteón y la ceguera de Tiresias, que perdió la vista como castigo por ver desnuda a Atenea, y entre Acteón y el mito caldeo y fenicio de Aqht y la diosa Anat.





domingo, 6 de mayo de 2012

En el insomnio - Virgilio Piñera





El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que en seguida tome una taza de tilo y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.




Niños - Julieta Venegas y Pedro Guerra

miércoles, 2 de mayo de 2012

Ernesto Cardenal



Como latas de cerveza vacías



Como latas de cerveza vacías y colillas

de cigarrillos apagados, han sido mis días.

Como figuras que pasan por una pantalla de televisión

y desaparecen, así ha pasado mi vida.

Como los automóviles que pasaban rápidos por las carreteras

con risas de muchachas y música de radios...

Y la belleza pasó rápida, como el modelo de los autos

y las canciones de los radios que pasaron de moda.

Y no ha quedado nada de aquellos días, nada

más que latas vacías y colillas apagadas,

risas en fotos marchitas, boletos rotos,

y el aserrín con que al amanecer barrieron los bares.

martes, 1 de mayo de 2012

El buen machete - Eduardo Halfon


La culebra desapareció rápido bajo unos cojines. Maite inmediatamente se llevó a los tres niños al dormitorio principal, en el segundo piso, mientras Jorge, con su hierro nueve en las manos, se encerró en la salita —para que esta vez, según gritó desde adentro, no se le escapara— y empezó a tirar los cojines y a remover los muebles y a gruñir obscenidades. Arriba escuchaban los alaridos. Maite tenía en los brazos a Jorgito e intentaba calmarlo. Gaby hablaba del color pardo de la culebra, de su tamaño y posible veneno, de los sitios exactos donde la habían visto, de las razones por qué seguía metida en la casa después de tantos meses.



—Podría ser una cantil o quizás una coral —dijo—, cuyo veneno es muy parecido con el de las cobras. ¿Sabías tú eso, mami? Pero no creo que sea una coral. Es demasiado gordita.