domingo, 24 de abril de 2011

Jim Morrison




THE END


Este es el fin, bello amigo
Este es el fin, mi único amigo, el fin
De nuestros elaborados planes, el fin
De todo lo que se tenga en pie, el fin
Sin seguridad o sorpresa, el fin
Yo nunca miraré dentro de tus ojos
Otra vez

Puedes hacerte una idea de lo que será
Tan ilimitado y libre
Desesperadamente necesitado
De la mano de algún extraño
En una tierra desesperada

Perdido en una Romana tierra salvaje de dolor
Y todos los niños están locos
Todos los niños están locos
Esperando a la lluvia de verano

Hay peligro en el borde del pueblo
Pasa por la autopista del rey, nena
Extrañas escenas dentro de la mina de oro
Pasa por la autopista del oeste, nena
Monta la serpiente
Monta la serpiente, hacia el lago, el antiguo lago, nena
La serpiente es larga siete millas
Monta la serpiente
Es vieja y su piel es fría

El oeste es lo mejor
El oeste es lo mejor
Ven aquí y haremos el resto
El autobús azul nos está llamando
El autobús azul nos está llamando
Conductor, dónde nos lleva

El asesino se despertó antes del amanecer
Se puso sus botas
Cogió una cara de la vieja galería
Y anduvo por el pasillo
Fue a la habitación donde vivía su hermana
Y entonces pago una visita a su hermano
Y entonces él caminó por el pasillo
Y llegó a una puerta y miró dentro
"¿Padre?"-"¿Si hijo?"- "Quiero matarte,
Madre, quiero......"
Follarte!

Vamos, nena, coge la oportunidad con nosotros
Vamos, nena, coge la oportunidad con nosotros
Vamos, nena, coge la oportunidad con nosotros
Y conóceme en la parte de atrás del autobús azul
Aun ahora
Autobús azul
Oh ahora
Autobús azul
Aun ahora
Uuuh, yeah

Este es el fin, bello amigo
Este es el fin, mi único amigo, el fin
Duele dejarte libre
Pero nunca me seguirás
El fin de la risa y las mentiras suaves
El fin de la noche nosotros intentamos morir
Este es el fin

The End (Live At The Isle Of Wight Festival 1970) - The Doors

miércoles, 20 de abril de 2011

Un sueño - Edgar Allan Poe




¡Recibe en la frente este beso!
Y, por librarme de un peso
antes de partir, confieso
que acertaste si creías
que han sido un sueño mis días;
¿Pero es acaso menos grave
que la esperanza se acabe
de noche o a pleno sol,
con o sin una visión?
Hasta nuestro último empeño
es sólo un sueño dentro de un sueño.

Frente a la mar rugiente
que castiga esta rompiente
tengo en la palma apretada
granos de arena dorada.
¡Son pocos! Y en un momento
se me escurren y yo siento
surgir en mí este lamento:
¡Oh Dios! ¿Por qué no puedo
retenerlos en mis dedos?
¡Oh Dios! ¡Si yo pudiera
salvar uno de la marea!
¿Hasta nuestro último empeño
es sólo un sueño dentro de un sueño?

sábado, 16 de abril de 2011

Diccionario filosófico - Voltaire


ALMA. Es un término vago, indeterminado, que expresa un principio desconocido, de efectos sin embargo conocidos que sentimos en nosotros mismos. La palabra alma corresponde a la voz anima de los latinos, y es un vocablo que usan todas las naciones para expresar lo que no comprendemos más que nosotros. En el sentido propio y literal del latín y de las lenguas derivadas, significa lo que anima. Por eso se dice: el alma de los hombres de los animales y de las plantas, para significar su principio de vegetación y de vida. Al pronunciarla, esta palabra sólo nos da una idea confusa, como cuando se dice en el Génesis: «Dios insufló en el rostro del hombre un soplo de vida y se convirtió en alma viviente. El alma de los animales está en la sangre; no matéis, pues, su alma». Así, pues, el alma —en sentido general— se toma por el origen y causa de la vida, por la vida misma. Por esto, durante muchísimo tiempo las naciones antiguas creyeron que todo moría al morir el cuerpo. Aunque es difícil desentrañar la verdad en el maremagnum de las historias remotas, tiene ciertos visos de probabilidad que los egipcios fueran los primeros que distinguieron la inteligencia y el alma, y los griegos aprendieron de ellos esta doctrina. Los latinos, siguiendo el ejemplo de los griegos, hicieron distinción entre ánimus y anima, y nosotros separamos también alma e inteligencia. Pero, ¿lo que constituye el principio de nuestra vida es también el principio de nuestros pensamientos? ¿Lo que nos hace digerir, lo que nos produce sensaciones y nos da memoria, se parece a lo que es causa en los animales de la digestión, de las sensaciones y de la memoria? He aquí el eterno quid de las discusiones de los hombres. Digo eterno quid porque careciendo de la noción primitiva que nos guíe en este examen tendremos que permanecer siempre encerrados en un laberinto de dudas y conjeturas. No tenemos un solo escalón en el que afirmar el pie para llegar siquiera a un vago conocimiento de lo que nos hace vivir y pensar. Para poseerlo sería preciso ver cómo la vida y el pensamiento entran en un cuerpo ¿Sabe un padre cómo produce a su hijo? ¿Sabe la madre cómo lo concibe? ¿Puede alguien adivinar cómo se agita, cómo se despierta y cómo duerme? ¿Sabe alguno cómo los miembros obedecen a su voluntad? ¿Puede alguien conjeturar por qué medio las ideas se forman en su cerebro y salen de él cuando lo desea? Débiles autómatas, colocados por la mano invisible que nos gobierna en el teatro del mundo, ¿quién de nosotros ha podido ver el hilo, principio y causa de nuestros movimientos? No nos atrevemos a terciar en la discusión si el alma inteligente es espíritu o materia, si fue creada antes que nosotros, si sale de la nada cuando nacemos, y si después de habernos animado durante un día en el mundo, vive, cuando morimos, en la eternidad. Estas cuestiones que parecen sublimes, es como un ciego que pregunta a otro ciego sobre la luz. Cuando tratamos de conocer los elementos que contiene un pedazo de metal lo sometemos al fuego en un crisol. ¿Poseemos un crisol para someter a prueba el alma? Unos dicen que es espíritu; pero, ¿qué es espíritu? Nadie lo sabe. Es una palabra tan vacía de sentido que nos vemos obligados a decir que el espíritu no se ve porque no sabemos decir lo que es. El alma es materia, dicen otros. Pero, ¿qué es materia? Sólo conocemos algunas de sus apariencias y algunas de sus propiedades, y ni éstas ni aquéllas parecen tener la menor relación con el pensamiento. Y no faltan quienes opinan que el alma está formada de algo distinto de la materia. Y aunque no tenemos pruebas de ello, tal opinión se funda en que la materia es divisible y puede tomar diferentes formas, y el pensamiento no. Ahora bien, ¿quién os ha dicho que los primeros principios de la materia sean divisibles y figurables? Es muy verosímil que no lo sean; escuelas enteras de filósofos propugnan que los elementos de la materia no tienen figura ni extensión. Creéis apabullarnos replicando: «El pensamiento no es madera, ni piedra, ni metal; luego, el pensamiento no puede ser materia». Pero eso son débiles y azarosos razonamientos. La gravitación no es metal, ni arena, ni piedra, ni madera; el movimiento, la vegetación y la vida no son ninguna de esas cosas, y sin embargo, la vida, la vegetación, el movimiento y la gravitación son cualidades de la materia. Decir que Dios no puede conseguir que la materia piense es afirmar el absurdo más insolente que se haya proferido nunca en la escuela de la demencia. No estamos seguros que Dios haya obrado así, pero tenemos la seguridad de que puede obrar de tal forma. ¿Qué importa todo cuanto se ha dicho y se dirá del alma? ¿Qué importa que la hayan llamado entelequia, quinta esencia, llama o éter, que la hayan creído universal, increada, transmigrante, etc.? En cuestiones inaccesibles a la razón, ¿qué importan esas ficciones creadas por nuestras inciertas imaginaciones? ¿Qué importa que los padres de la Iglesia de los cuatro primeros siglos creyeran que el alma era corporal? ¿Qué importa que Tertuliano, contradiciéndose, dijera que el alma es corporal, figurada y simple al mismo tiempo? Tenemos un sinfín de testimonios de nuestra ignorancia, pero ni uno solo ofrece visos de verdad. ¿Cómo nos atrevemos a afirmar lo que es el alma? Sabemos con certeza que existimos, que sentimos y que pensamos. Deseamos ir más allá y caemos en un abismo de tinieblas. Inmersos en ese abismo, todavía nos acomete la loca temeridad de discutir si el alma, de la que no tenemos la menor idea, se creó antes que nosotros o al mismo tiempo que nosotros, y si es perecedera o inmortal. La noción de alma y todas las especulaciones metafísicas deben empezar sometiéndose sinceramente a los dogmas de la Iglesia, porque, a no dudar, la revelación vale más que toda la filosofía. Los sistemas ejercitan el espíritu, pero la fe lo ilumina y lo guía. Con frecuencia pronunciamos palabras que confusamente conocemos, y algunas veces ignoramos su significado. ¿No cabe decir esto de la palabra alma? Cuando la lengüeta o la válvula de un fuelle se halla descompuesta y el aire que entra en el vientre del fuelle sale por alguna de las fisuras que tiene la válvula, y éste no está comprimido por las dos paletas, ni sale con la fuerza necesaria para encender el fuego, las mujeres dicen: «Está descompuesta el alma del fuelle». No saben más, pero esa ignorancia no turba su tranquilidad. El jardinero habla del alma de las plantas y las cultiva con mimo, sin saber lo que significa esa palabra. En muchas de nuestras manufacturas los operarios denominan alma a sus máquinas, y nunca discuten sobre el significado de dicha palabra, pero no ocurre lo mismo a los filósofos. Entre nosotros, el significado general de la palabra alma sirve para denotar lo que anima. Nuestros antepasados los celtas dieron al alma el nombre de seel, del que los ingleses formaron la palabra soul y los alemanes la palabra seel; probablemente, los antiguos bretones y teutones no discutirían sobre esa palabra. Los griegos distinguían tres clases de alma: el alma sensible o alma de los sentidos (he aquí por qué el Amor, hijo de Afrodita, sintió tan vehemente pasión por Psique, y por qué Psique le amó tiernamente); el soplo que da vida y movimiento a toda máquina y que nosotros traducimos por espíritu, y la tercera, que como nosotros, llamaron inteligencia. Por tanto, poseemos tres almas sin tener la más ligera noción de ninguna de ellas. Santo Tomás de Aquino admite estas tres almas, como buen peripatético, y sitúa cada una en tres partes, una en el pecho, otra en todo el cuerpo y la tercera en la cabeza. En nuestras escuelas no se conoció otra filosofía hasta el siglo XVIII... ¡Y desgraciado el hombre que hubiera tomado una de esas tres almas por otra! Hay, sin embargo, motivo para esta confusión de ideas. Los hombres conocieron que cuando les excitaban las pasiones del amor, de la ira o del miedo, sentían ciertos movimientos en las entrañas. El hígado y el corazón fueron asignados como asiento de las pasiones. Cuando se medita profundamente, sentimos cierta opresión en la cabeza; luego, el alma inteligente está en el cerebro. Sin respirar no es posible la vegetación y la vida; luego, el alma vegetativa está en el pecho, que recibe el soplo del aire. Cuando los hombres vieron en sueños a sus padres o a sus amigos muertos se dedicaron a estudiar qué se les había aparecido. No era el cuerpo porque lo había consumido una hoguera o lo había tragado el mar y servido de pasto a los peces. Esto no basta para que sostuvieran que algo se les había aparecido, puesto que lo habían visto; el muerto les había hablado y el que estaba soñando le dirigía preguntas. ¿Con quién habían conversado durmiendo? Se imaginaron que era un fantasma, una figura aérea, una sombra, los manes, una pequeña alma de aire y fuego extremadamente delicada que vagaba por no sé dónde. Con el transcurso de los años, cuando quisieron profundizar en este estudio, convinieron en que dicha alma era corporal, y esta es la idea que de ella tuvo la Antigüedad. Más tarde, Platón sutilizó esa alma de tal forma que se llegó a pensar que la habían separado casi completamente de la materia, pero ese problema no se resolvió hasta que la fe vino a iluminarnos. En vano los materialistas aducen que algunos padres de la Iglesia no se expresaron con exactitud. San Ireneo asegura que el alma es el soplo de la vida, que sólo es incorporal si se compara con el cuerpo de los mortales, pero que conserva la figura de hombre con el fin de que se la reconozca. Tertuliano se expresa así, gratuitamente: «La corporalidad del alma resalta en el Evangelio, porque si el alma no tuviera cuerpo la imagen del alma no tendría imagen corpórea». Inútilmente, ese mismo apologista refiere la visión de una mujer santa que vio un alma muy brillante y del color del aire. En vano aducen que san Hilario dijo en tiempos posteriores: «No hay nada de lo creado que no sea corporal, ni en el cielo ni en la tierra, ni en lo visible ni lo invisible; todo está formado de elementos, y las almas ya habiten en un cuerpo, ya salgan de él, siempre tienen una sustancia corporal». Asimismo, san Ambrosio, en el siglo VI, decía: «No conocemos nada que no sea material, a excepción de la Santísima Trinidad». La Iglesia ha decidido por unanimidad que el alma es inmaterial. Los referidos santos incurrieron en un error que entonces era universal eran hombres. Pero no se equivocaron respecto a la inmortalidad porque los Evangelios la anuncian con claridad. Es preciso, pues, conformarnos con la decisión de la Iglesia porque carecemos de la noción exacta de lo llamado espíritu puro y de lo que se llama materia. Espíritu puro es una expresión que no nos proporciona ninguna idea, y sólo conocemos la materia por alguno de sus fenómenos. La conocemos tan poco, que la llamamos sustancia y esta palabra significa lo que está debajo, pero este debajo está oculto eternamente para nosotros; es el secreto del Creador en todas partes. No sabemos cómo recibimos la vida, ni cómo la damos, ni cómo crecemos, ni cómo digerimos, ni cómo dormimos, ni cómo pensamos, ni cómo sentimos. Es una insoslayable dificultad conocer cómo el ser humano concibe sus pensamientos. De las dudas de Locke sobre el alma. El autor del artículo Alma, que publicó la Enciclopedia, siguió concienzudamente las opiniones de Jaquelet. Pero Jaquelet no nos enseña nada. Ataca a Locke porque modestamente dijo: «Quizá no seremos nunca capaces de conocer si un ser material piensa o no por la razón de que nos es imposible descubrir, mediante la contemplación de nuestras ideas, si Dios ha concedido a cualquier amasijo de materia, preparado a propósito, el poder de conocerse y de pensar, o si unió a la materia así preparada una sustancia inmaterial que piensa. Con relación a nuestras nociones, no nos es difícil concebir que Dios puede, si le place, añadir a la idea que tenemos de la materia la facultad de pensar; ni nos es difícil comprender que pueda añadirle otra sustancia a la que el Ser todopoderoso pueda conceder ese poder, y que puede crear en virtud de la voluntad omnímoda de Creador. No encuentro contradicción en que Dios, ser pensante eterno y todopoderoso, dote, si quiere de algunos grados de sentimiento, de perfección y de pensamiento a ciertos amasijos de materia creada e insensible y los una a ella cuando lo crea conveniente». Como acabamos de ver, Locke habla como hombre profundo, religioso y modesto (1). (1) Puede decirse que Locke creó la metafísica, como Newton creó la física, para conocer el alma, sus ideas y sus afecciones. No estudió en los libros porque le hubieran dado una instrucción errónea, sino que se concretó a estudiarse a sí mismo; después de contemplarse mucho tiempo, en el Tratado del entendimiento humano presentó a los hombres el espejo donde se había contemplado. En una palabra, redujo la metafísica a lo que debe ser: la física experimental del alma. Conocidos son los sinsabores que le acarreó manifestar esta opinión que en su tiempo pareció atrevida, pero que sólo era la consecuencia de la convicción que abrigaba de la omnipotencia de Dios y de la debilidad del hombre. No afirmó que la materia piensa, pero aseguró que no sabemos bastante para demostrar que es imposible que Dios añada el don del pensamiento al ser desconocido que llamamos materia, después de haberle concedido nosotros el don de la gravitación y el don del movimiento, que nos son igualmente incomprensibles. Locke no fue el único que inició esta opinión, sin duda alguna la tuvo ya la Antigüedad, puesto que consideraba el alma como una materia muy sutil y consecuentemente aseguraba que la materia podía sentir y pensar. Esta fue también la opinión de Gassendi, como se deduce de las objeciones que hizo a Descartes: «Es verdad —dice Gassendi— que conocéis, que pensáis, pero no sabéis qué especie de sustancia sois. Por lo tanto, aunque conozcáis la operación del pensamiento desconoceréis lo principal de vuestra esencia, ignorando cuál es la naturaleza de esa sustancia, de la que el acto de pensar es una de las operaciones. En esto os parecéis al ciego que, al sentir el calor de los rayos solares y sabiendo que lo causa el sol creyera que tenía la idea clara y distinta de lo que es ese astro, porque si le preguntaban qué es el sol, podía responder: «Es una cosa que calienta». El mismo Gassendi, en su libro titulado Filosofía de Epicuro, repite algunas veces que no hay evidencia matemática de la pura espiritualidad del alma. Descartes, en una de las cartas que dirigió a la princesa palatina Isabel, le dijo: «Confieso que mediante la razón natural podemos hacer nuestras conjeturas respecto del alma y albergar halagüenas esperanzas, pero no podemos tener ninguna seguridad». En este caso, Descartes ataca en sus cartas lo que afirma en sus libros. Ya hemos visto que los padres de la Iglesia de los primeros siglos, creyendo al alma inmortal, la creían material al mismo tiempo, suponiendo que a Dios le era tan fácil conservar como crear. Por eso decían: «Dios la hizo pensante y pensante la conservará». Malebranche demostró bastante bien que nosotros no adquirimos ninguna idea por nosotros mismos, y que los obispos son incapaces de dárnoslas. De esto dedujo que provienen de Dios. Lo cual equivale a decir que Dios es el autor de todas nuestras ideas. Su sistema forma algo así como un laberinto en el que uno de los caminos conduce al sistema de Espinosa, otro al estoicismo y el tercero al caos. Después de un sinfín de disputas sobre el espíritu y sobre la materia, acabamos siempre por no podernos entender. Ningún filósofo logró levantar con su sistema el velo con que la naturaleza cubre los primeros principios de las cosas. Mientras ellos discuten, la naturaleza obra.

miércoles, 6 de abril de 2011

Wallace Stevens - Reading, Pennsylvania,Estados Unidos - 1879- 1955




Trece maneras de mirar un mirlo
1
Entre veinte cerros nevados
lo único que se movía
era el ojo de un mirlo.
2
Yo era de tres pareceres,
como un árbol
en el que hay tres mirlos.
3
En el viento de otoño giraba el mirlo.
Tenía un papel muy breve en la pantomima.
4
Un hombre y una mujer
son uno.
Un hombre y una mujer y un mirlo
son uno.

5
Yo no sé si prefiero
la belleza de las inflexiones
o la belleza de las insinuaciones,
si el nido silbando
o después.

6
El hielo cubría el ventanal
de cristales bárbaros.
La sombra del mirlo
lo cruzaba de un lado a otro.
La fantasía
trazaba en la sombra
una causa indescifrable.

7
Oh, delgados hombres de Haddam,
¿por qué imagináis pájaros dorados?
¿No veis cómo el mirlo
anda entre los pies
de las mujeres que os rodean?

8
Conozco nobles acentos
e inevitables ritmos lúcidos;
pero también conozco
que el mirlo anda complicado
en lo que conozco.

9
Cuando el mirlo se perdió de vista
señaló el límite
de un círculo entre otros muchos.

10
Al ver mirlos
volar en la luz verde,
hasta los charlatanes de la eufonía
gritarían agudamente.

11
Viajaba por Connecticut
en un coche de cristal.
Una vez le entró el miedo,
por haber confundido
la sombra de su equipaje
con mirlos.

12
El río se mueve.
Estará volando el mirlo.

13
Toda la tarde fue de noche.
Nevaba,
iba a seguir nevando.
El mirlo se detuvo
en la rama del cedro.

sábado, 2 de abril de 2011

Altazor - Vicente Huidobro




PREFACIO

Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo; nací en el Equinoccio, bajo las hortensias y los aeroplanos del calor.
Tenía yo un profundo mirar de pichón, de túnel y de automóvil sentimental. Lanzaba suspiros de acróbata.
Mi padre era ciego y sus manos eran más admirables que la noche.
Amo la noche, sombrero de todos los días.
La noche, la noche del día, del día al día siguiente.
Mi madre hablaba como la aurora y como los dirigibles que van a caer. Tenía cabellos color de bandera y ojos llenos de navíos lejanos.
Una tarde, cogí mi paracaídas y dije: «Entre una estrella y dos golondrinas.» He aquí la muerte que se acerca como la tierra al globo que cae.
Mi madre bordaba lágrimas desiertas en los primeros arcoiris.
Y ahora mi paracaídas cae de sueño en sueño por los espacios de la muerte.
El primer día encontré un pájaro desconocido que me dijo: «Si yo fuese dromedario no tendría sed. ¿Qué hora es?» Bebió las gotas de rocío de mis cabellos, me lanzó tres miradas y media y se alejó diciendo: «Adiós» con su pañuelo soberbio.
Hacia las dos aquel día, encontré un precioso aeroplano, lleno de escamas y caracoles. Buscaba un rincón del cielo donde guarecerse de la lluvia.
Allá lejos, todos los barcos anclados, en la tinta de la aurora. De pronto, comenzaron a desprenderse, uno a uno, arrastrando como pabellón jirones de aurora incontestable.
Junto con marcharse los últimos, la aurora desapareció tras algunas olas desmesuradamente infladas.
Entonces oí hablar al Creador, sin nombre, que es un simple hueco en el vacío, hermoso, como un ombligo.
«Hice un gran ruido y este ruido formó el océano y las olas del océano.
»Este ruido irá siempre pegado a las olas del mar y las olas del mar irán siempre pegadas a él, como los sellos en las tarjetas postales.
»Después tejí un largo bramante de rayos luminosos para coser los días uno a uno; los días que tienen un oriente legítimo y reconstituido, pero indiscutible.
»Después tracé la geografía de la tierra y las líneas de la mano.
»Después bebí un poco de cognac (a causa de la hidrografía).
»Después creé la boca y los labios de la boca, para aprisionar las sonrisas equívocas y los dientes de la boca, para vigilar las groserías que nos vienen a la boca.
»Creé la lengua de la boca que los hombres desviaron de su rol, haciéndola aprender a hablar... a ella, ella, la bella nadadora, desviada para siempre de su rol acuático y puramente acariciador.»
Mi paracaídas empezó a caer vertiginosamente. Tal es la fuerza de atracción de la muerte y del sepulcro abierto.
Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada. La tumba abierta con todos sus imanes. Y esto te lo digo a ti, a ti que cuando sonríes haces pensar en el comienzo del mundo.
Mi paracaídas se enredó en una estrella apagada que seguía su órbita concienzudamente, como si ignorara la inutilidad de sus esfuerzos.
Y aprovechando este reposo bien ganado, comencé a llenar con profundos pensamientos las casillas de mi tablero:
«Los verdaderos poemas son incendios. La poesía se propaga por todas partes, iluminando sus consumaciones con estremecimientos de placer o de agonía.
»Se debe escribir en una lengua que no sea materna.
»Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte.
»Un poema es una cosa que será.
»Un poema es una cosa que nunca es, pero que debiera ser.
»Un poema es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser.
»Huye del sublime externo, si no quieres morir aplastado por el viento.
»Si yo no hiciera al menos una locura por año, me volvería loco.»
Tomo mi paracaídas, y del borde de mi estrella en marcha me lanzo a la atmósfera del último suspiro.
Ruedo interminablemente sobre las rocas de los sueños, ruedo entre las nubes de la muerte.
Encuentro a la Virgen sentada en una rosa, y me dice:
»Mira mis manos: son transparentes como las bombillas eléctricas. ¿Ves los filamentos de donde corre la sangre de mi luz intacta?
»Mira mi aureola. Tiene algunas saltaduras, lo que prueba mi ancianidad.
»Soy la Virgen, la Virgen sin mancha de tinta humana, la única que no lo sea a medias, y soy la capitana de las otras once mil que estaban en verdad demasiado restauradas.
»Hablo una lengua que llena los corazones según la ley de las nubes comunicantes.
»Digo siempre adiós, y me quedo.
»Ámame, hijo mío, pues adoro tu poesía y te enseñaré proezas aéreas.
»Tengo tanta necesidad de ternura, besa mis cabellos, los he lavado esta mañana en las nubes del alba y ahora quiero dormirme sobre el colchón de la neblina intermitente.
»Mis miradas son un alambre en el horizonte para el descanso de las golondrinas.
»Ámame.»
Me puse de rodillas en el espacio circular y la Virgen se elevó y vino a sentarse en mi paracaídas.
Me dormí y recité entonces mis más hermosos poemas.
Las llamas de mi poesía secaron los cabellos de la Virgen, que me dijo gracias y se alejó, sentada sobre su rosa blanda.
Y heme aquí, solo, como el pequeño huérfano de los naufragios anónimos.
Ah, qué hermoso..., qué hermoso.
Veo las montañas, los ríos, las selvas, el mar, los barcos, las flores y los caracoles.
Veo la noche y el día y el eje en que se juntan.
Ah, ah, soy Altazor, el gran poeta, sin caballo que coma alpiste, ni caliente su garganta con claro de luna, sino con mi pequeño paracaídas como un quitasol sobre los planetas.
De cada gota del sudor de mi frente hice nacer astros, que os dejo la tarea de bautizar como a botellas de vino.
Lo veo todo, tengo mi cerebro forjado en lenguas de profeta.
La montaña es el suspiro de Dios, ascendiendo en termómetro hinchado hasta tocar los pies de la amada.
Aquél que todo lo ha visto, que conoce todos los secretos sin ser Walt Whitman, pues jamás he tenido una barba blanca como las bellas enfermeras y los arroyos helados.
Aquél que oye durante la noche los martillos de los monederos falsos, que son solamente astrónomos activos.
Aquél que bebe el vaso caliente de la sabiduría después del diluvio obedeciendo a las palomas y que conoce la ruta de la fatiga, la estela hirviente que dejan los barcos.
Aquél que conoce los almacenes de recuerdos y de bellas estaciones olvidadas.
Él, el pastor de aeroplanos, el conductor de las noches extraviadas y de los ponientes amaestrados hacia los polos únicos.
Su queja es semejante a una red parpadeante de aerolitos sin testigo.
El día se levanta en su corazón y él baja los párpados para hacer la noche del reposo agrícola.
Lava sus manos en la mirada de Dios, y peina su cabellera como la luz y la cosecha de esas flacas espigas de la lluvia satisfecha.
Los gritos se alejan como un rebaño sobre las lomas cuando las estrellas duermen después de una noche de trabajo continuo.
El hermoso cazador frente al bebedero celeste para los pájaros sin corazón.
Sé triste tal cual las gacelas ante el infinito y los meteoros, tal cual los desiertos sin mirajes.
Hasta la llegada de una boca hinchada de besos para la vendimia del destierro.
Sé triste, pues ella te espera en un rincón de este año que pasa.
Está quizá al extremo de tu canción próxima y será bella como la cascada en libertad y rica como la línea ecuatorial.
Sé triste, más triste que la rosa, la bella jaula de nuestras miradas y de las abejas sin experiencia.
La vida es un viaje en paracaídas y no lo que tú quieres creer.
Vamos cayendo, cayendo de nuestro cenit a nuestro nadir y dejamos el aire manchado de sangre para que se envenenen los que vengan mañana a respirarlo.
Adentro de ti mismo, fuera de ti mismo, caerás del cenit al nadir porque ése es tu destino, tu miserable destino. Y mientras de más alto caigas, más alto será el rebote, más larga tu duración en la memoria de la piedra.
Hemos saltado del vientre de nuestra madre o del borde de una estrella y vamos cayendo.
Ah mi paracaídas, la única rosa perfumada de la atmósfera, la rosa de la muerte, despeñada entre los astros de la muerte.
¿Habéis oído? Ese es el ruido siniestro de los pechos cerrados.
Abre la puerta de tu alma y sal a respirar al lado afuera. Puedes abrir con un suspiro la puerta que haya cerrado el huracán.
Hombre, he ahí tu paracaídas maravilloso como el vértigo.
Poeta, he ahí tu paracaídas, maravilloso como el imán del abismo.
Mago, he ahí tu paracaídas que una palabra tuya puede convertir en un parasubidas maravilloso como el relámpago que quisiera cegar al creador.
¿Qué esperas?
Mas he ahí el secreto del Tenebroso que olvidó sonreír.
Y el paracaídas aguarda amarrado a la puerta como el caballo de la fuga interminable.

viernes, 1 de abril de 2011

Andrea Camilleri




Escribo porque siempre es mejor que descargar cajas en el mercado central.
Escribo porque no sé hacer otra cosa.
Escribo porque después puedo dedicar los libros a mis nietos.
Escribo porque así me acuerdo de todas las personas a las que tanto he querido.
Escribo porque me gusta contarme historias.
Escribo porque me gusta contar historias.
Escribo porque al final puedo tomarme mi cerveza.
Escribo para devolver algo de todo lo que he leído.