viernes, 29 de mayo de 2009

El lago. Por Ray Bradbury


Un cielo a mi medida arrojado sobre el lago Michigan; sobre la arena amarilla, algunos críos gritones botando pelotas; una o dos gaviotas, una madre criticona y yo huyendo de una ola y encontrando este mundo nublado y húmedo.
Subí corriendo por la playa.
Mamá me frotó con una esponjosa toalla.
-Quédate aquí y sécate -dijo.
Me quedé allí y observé cómo el sol evaporaba las gotas de agua de mis brazos. Las sustituí por carne de gallina.
-Hace viento -dijo mamá-. Ponte el suéter.
-Espera que vea mi carne de gallina -dije.
-Harold -dijo mamá.
Me embutí en el suéter y contemplé alzarse y caer las olas sobre la playa. Pero no desmañadamente, sino adrede, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un hombre borracho podría derrumbarse con la misma elegancia que aquellas olas.
Eran los últimos días de septiembre, cuando las olas se vuelven tristes sin ninguna razón. Con sólo seis personas en ella, la playa aparecía demasiado larga y solitaria. Los críos habían dejado de botar la pelota Porque también el viento los ponía tristes, silbando como silbaba, y permanecían sentados, sintiendo avanzar el otoño por la larga playa.
Todos los puestos de perritos calientes estaban cerrados con maderas doradas, clausurando los olores a mostaza, a cebolla y a carne, del largo y alegre verano. Era como clavetear el verano dentro de una hilera de féretros. Uno tras otro, los puestos bajaron sus toldos, cerraron con candados sus puertas, y el viento llegó y barrió la arena, borrando las millones de huellas de pisadas de julio y agosto. Así era en septiembre, no quedaba nada más que la señal de mis zapatillas de tenis, de goma, y los pies de Donald y Delaus Schabold y su padre bajaron por la curva del agua.
Cortinas de arena soplaban sobre las aceras, y el tiovivo estaba tapado con lonas, con todos los caballos paralizados entre el cielo y la tierra en sus barras de latón, mostrando los dientes, galopando. Con sólo la música del viento deslizándose a través de la lona.
Yo estaba allí. Todos los demás estaban en la escuela. Yo no. Mañana estaría de camino hacia el oeste, atravesando en un tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos llegado a la playa para pasar un último y breve momento.
Había algo en la soledad que me hizo desear alejarme.
-Mamá, quiero correr por la playa.
-De acuerdo, pero date prisa en volver, y no te acerques al agua.
Corrí. La arena giraba bajo mis pasos y el viento me levantaba. Ya se sabe cómo es eso al correr, los brazos extendidos mientras se siente como velas entre los dedos, causadas por el viento. Como alas.
Mamá apartada en la distancia, sentada. Pronto no fue más que una mota oscura y yo me encontraba completamente solo. Permanecer solo es una novedad para un niño de doce años. Está acostumbrado a verse siempre rodeado de gente. El único modo de estar solo está en su mente. Por eso es que los niños se imaginan cosas tan fantásticas. Hay tantas personas a su alrededor, diciéndoles lo que tienen que hacer y cómo, que los niños tienen necesidad de escaparse a correr por aunque sólo sea en su mente, para encontrarse en su propio mundo con sus propios valores diminutos.
De manera que yo estaba realmente solo.
Me metí en el agua y sentí el frío en el vientre. Antes, con la multitud, no me había atrevido a mirar. Pero ahora... un hombre serrado por la mitad. Un mago. El agua es así. Se siente como si uno estuviera serrado por la mitad, y que una parte se disuelve como si fuera azucar. Agua fría, y de vez en cuando una ola que rompe elegantemente, con una ostentación de encajes.
Pronuncié su nombre. La llamé una docena de veces:
-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!
Es curioso, pero uno espera respuestas a sus llamadas cuando es joven. Uno siente que lo que piensa tiene que ser real. Y, a veces, quizá eso no es tan erróneo. Pensé en Tally, nadando en el agua en el pasado mayo, con sus trenzas colgando, rubia. Se fue riéndose, y el sol caía sobre sus pequeños hombros de doce años. Pensé en el agua que permanecía quieta, en el salvavidas saltando al agua, en la madre de Tally gritando, y en que Tally nunca salió...
-El salvavidas intentó convencer a Tally de que saliera, pero no salió. El salvavidas regresó con sólo hebras de entre sus grandes dedos huesudos, y Tally desapareció. Ya no se sentaría más frente a mí en la escuela, ni perseguiría la pelota en las losas de la calle las noches de verano. Se había internado demasiado y el lago no le permitiría regresar.
Y ahora, en el solitario otoño, cuando el cielo era enorme y el agua era enorme y la playa tan larga, yo había bajado por última vez, solo.
Grité su nombre una y otra vez.
-¡Tally! ¡Oh, Tally!
El viento soplaba suavemente en mis oídos, como sopla en la boca de las conchas marinas, haciéndoles murmurar. El agua subió y se abrazó a mi pecho y luego a mis rodillas, y subió y bajó, absorbiendo la arena bajo mis talones.
-¡Tally! ¡Oh, Tally, vuelve!
Yo sólo tenía doce años. Pero sabía lo mucho que amaba a Tally. Era ese amor anterior a todo significado del cuerpo y de la moral. Era ese amor que estaba hecho de todos los días calurosos pasados en la playa y de los tranquilos días en la escuela. Todos los largos días de otoño de los pasados años, cuando yo le llevaba los libros a casa desde la escuela.
-¡Tally!
Grité su nombre por última vez. Tirité. Sentí el agua en la cara y no supe cómo había llegado allí. Las olas no habían subido a esa altura.
Volviéndome, me retiré a la arena y me quedé allí durante media hora, esperando un destello, una señal, un pequeño indicio que me recordara a Tally. Luego, como una especie de símbolo, me arrodillé e hice un castillo de arena, hermoso y alto, como los que Tally y yo habíamos hecho tantas veces. Pero esta vez sólo hice la mitad. Luego me levanté.
-Tally, si me oyes, ven y haz tú lo que falta.
Empecé a caminar hacia la lejana mota que era mamá. El agua avanzó en círculos sucesivos y se mezcló con la arena del castillo, desmoronándolo poco a poco en la uniformidad original.
No pude evitar pensar que no hay castillos que uno edifique en la vida que alguna ola no desmorone.
Subí silenciosamente por la playa.
Un tiovivo, a lo lejos, cascabeleaba débilmente, pero era sólo el viento.
Salí en el tren al día siguiente.
Atravesamos los campos de trigo de Illinois. El tren tiene escasa memoria. Pronto lo deja todo atrás. Olvida los ríos de la niñez, los puentes, los lagos, los valles, las casas de campo, los dolores y alegrías. Los va esparciendo detrás y se hunden en el horizonte.
Mis huesos se alargaron y se cubrieron de carne; mi mente se cambió en otra más vieja; me despojé de lo que ya no era apropiado; cambié la escuela primaria por el instituto, y los libros del colegio por los libros de Derecho. Y entonces hubo una joven en Sacramento y hubo palabras y besos.
Continué con mis estudios de Derecho. Tenía a la sazón veintidós años y casi había olvidado cómo era el Este.
Margaret sugirió que nuestro aplazado viaje de luna de miel fuera en esa dirección.
El tren actúa en dos sentidos, como la memoria. Devuelve rápidamente todas aquellas cosas que uno dejó atrás hace muchos años.
Lake Bluff, una ciudad de diez mil habitantes, surgió perfilada contra el cielo. Margaret estaba encantadora con su precioso vestido nuevo. Se dedicó a observarme al tiempo que yo miraba mi viejo mundo. Sus fuertes y blancas manos sujetaron las mías mientras el tren se deslizaba en la estación de Bluff y sacaban nuestro equipaje.
¡Hay que ver lo que cambian los años los rostros y cuerpos de las personas! Cuando paseamos por la ciudad, cogidos del brazo, no reconocí a nadie. Había rostros que traían recuerdos. Recuerdos de excursiones por barrancos. Rostros con pequeñas risas, procedentes de escuelas primarias ya cerradas, y columpiándose en balancines, y subiendo y bajando en subibajas. Pero no hablé. Me limité a pasear y mirar y llenarme de aquellos recuerdos, como hojas amontonadas en otoño para ser quemadas.
Pasamos allí días felices. Dos semanas en total, volviendo a visitar juntos todos los lugares. Pensé que amaba mucho a Margaret. Por lo menos pensé que la amaba.
Era uno de los últimos días y habíamos bajado a pasear por la costa. El año no estaba tan avanzado como aquel de hacía muchos años, pero en la playa se advertían las primeras señales de abandono. La gente se dispersaba, varios de los puestos de perritos calientes habían cerrado y el viento, como siempre, zumbaba.
Casi vi a mamá sentada en la arena tal como solía sentarse. De nuevo tenía el sentimiento de querer estar solo. Pero no podía decidirme a decírselo a Margaret. Me limité a cogerme a ella y esperé.
Era tarde. La mayor parte de los niños se había ido a casa, Y sólo unos pocos hombres y mujeres permanecían tomando el sol, acariciados por el viento.
La barca del salvavidas subió a la orilla. El salvavidas salió de ella con algo en los brazos.
Me estremecí. Contuve la respiración y me sentí pequeño, sólo con doce años, muy pequeño, muy infinitesimal. y asustado. El viento aullaba. No veía a Margaret. Sólo podía ver la playa, al salvavidas emergiendo lentamente de su barca con un saco gris en las manos, no muy pesado, y su cara, casi tan gris y arrugada.
-Quédate aquí, Margaret -dije, sin saber por qué lo decía.
-Pero ¿por qué?
-Quédate aquí, eso es todo...
Bajé lentamente por la arena hacia donde estaba el salvavidas. El hombre me miró.
-¿Qué es eso? -le pregunté.
El salvavidas se quedó mirándome durante un largo rato, sin poder hablar. Dejó el saco gris en la arena -el agua murmuró a su alrededor- y retrocedió.
-¿Qué es? -insistí.
-Está muerta -dijo el salvavidas tranquilamente.
Esperé.
-Raro -dijo él en voz baja-. La cosa más rara que he visto jamás. Lleva muerta... mucho tiempo.
Repetí sus palabras.
-¿Mucho tiempo?
-Diez años, diría yo-. Este año no se ha ahogado ningún niño. Desde 1933 se han ahogado aquí doce niños, pero recuperamos los cuerpos de todos ellos a las pocas horas. De todos menos de uno, que yo recuerde. Este cuerpo, que debe de llevar diez años en el agua. No es... agradable.
-Abra el saco -dije, sin saber por qué.
El viento era más fuere. El salvavidas toqueteó el saco torpemente.
-Me parece que es una niña pequeña, porque todavía lleva trenzas. No hay mucho más que decir.
-¡Vamos, ábralo! -grité.
-Es mejor que no lo haga -dijo, y quizá vio el aspecto de mi rostro-. Era una niña pequeña...
Abrió el saco lo justo.
La playa estaba desierta. Solamente el cielo y el viento y el agua y el otoño. La miré.
Dije algo, una y otra vez. El salvavidas me miró.
-¿Dónde la encontró? -pregunté.
-Abajo, en la playa, en agua profunda. Es mucho, mucho tiempo para ella, ¿verdad?
Sacudí la cabeza.
-Sí, lo es. Oh, Dios, sí lo es.
Las personas crecen, pensé. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Ella es todavía pequeña. Ella es todavía joven. La muerte no permite crecer ni cambiar. Ella es todavía joven. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la amaré siempre, oh Dios, la amaré siempre.
El salvavidas ató el saco de nuevo.
Pocos minutos después, yo paseaba solo por la playa. Encontré algo que verdaderamente no esperaba.
-Este es el lugar donde el salvavidas descubrió su cuerpo -me dije a mí mismo.
Allí, al borde del agua, permanecía el castillo de arena, sólo a medio construir. Tally y yo solíamos hacer castillos. Ella, medio. Y yo, medio.
Lo miré. Allí era donde habían encontrado a Tally. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las pequeñas huellas de pies que procedían del lago y que volvían al lago de nuevo... y no retornaban nunca.
Entonces... me di cuenta.
-Te ayudaré a acabarlo -dije.
Así lo hice. Construí el resto del castillo muy lentamente y luego, levantándome, me di la vuelta y me alejé para no ver cómo se desmoronaba en las olas, como todas las cosas se desmoronan.
Volví por la playa hacia donde una mujer extraña llamada Margaret me esperaba, sonriendo...

martes, 19 de mayo de 2009

José Watanabe


Poema trágico con dudosos logros cómicos


Mi familia no tiene médico
ni sacerdote ni visitas
y todos se tienden en la playa
saludables bajo el sol del verano.

Algunas yerbas nos curan los males del estómago
y la religión sólo entra con las campanas alborotando los
canarios.

Aquí todos se han muerto con una modestia conmovedora,
mi padre, por ejemplo, el lamentable Prometeo
silenciosamente picado por el cáncer más bravo que las
águilas.

Ahora nosotros
ninguno doctor o notable
en el corazón de modestas tribus,
la tribu de los relojeros
la más triste de los empleados públicos
la de los taxistas
la de los dueños de fonda
de vez en cuando nos ponemos trágicos y nos preguntamos
por la muerte.

Pero hoy estamos aquí escuchando el murmullo de la mar
que es el morir.

Y este murmullo nos reconcilia con el otro murmullo del río
por cuya ribera anduvimos matando sapos sin misericordia,
reventándolos con un palo sobre las piedras del río tan
metafórico
que da risa.

Y nadie había en la ribera contemplando nuestras vidas hace
años
sino solamente nosotros
los que ahora descansamos colorados bajo el verano
como esperando el vuelo del garrote
sobre nuestra barriga
sobre nuestra cabeza
nada notable
nada notable.

(de Albúm de familia, 1971)



ANIMAL DE INVIERNO


Otra vez es tiempo de ir a la montaña
a buscar una cueva para hibernar.

Voy sin mentirme: la montaña no es madre, sus cuevas
son como huevos vacíos donde recojo mi carne
y olvido.
Nuevamente veré en las faldas del macizo
vetas minerales como nervios petrificados, tal vez
en tiempos remotos fueron recorridos
por escalofríos de criatura viva.
Hoy, después de millones de años, la montaña
está fuera del tiempo, y no sabe
cómo es nuestra vida
ni cómo acaba.

Allí está, hermosa e inocente entre la neblina, y yo entro
en su perfecta indiferencia
y me ovillo entregado a la idea de ser de otra sustancia.

He venido por enésima vez a fingir mi resurrección.
En este mundo pétreo
nadie se alegrará con mi despertar. Estaré yo solo
y me tocaré
y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña
sabré
que aún no soy la montaña.


LA ORUGA


Te he visto ondulando bajo las cucardas, penosamente,
trabajosamente,
pero sé que mañana serás del aire.


Hace mucho supe que no eras un animal terminado
y como entonces
arrodillado y trémulo
te pregunto:
¿sabes que mañana serás del aire?
¿te han advertido que esas dos molestias aún invisibles
serán tus alas?
¿te han dicho cuánto duelen al abrirse
o sólo sentirás de pronto una levedad, una turbación
y un infinito escalofrío subiéndote desde el culo?

Tú ignoras el gran prestigio que tienen los seres del aire
y tal vez mirándote las alas no te reconozcas
y quieras renunciar,
pero ya no: debes ir al aire y no con nosotros.


Mañana miraré sobre las cucardas, o más arriba.
Haz que te vea,
quiero saber si es muy doloroso el aligerarse para volar.
Hazme saber
si acaso es mejor no despejar nunca la barriga de la tierra.



LA MANTIS RELIGIOSA


Mi mirada cansada retrocedió desde el bosque azulado por el sol
hasta la mantis religiosa que permanecía inmóvil a 50 cm. de
mis ojos.
Yo estaba tendido sobre las piedras calientes de la orilla del
Chanchamayo
y ella seguía allí, inclinada, las manos contritas,
confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.

Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre,
pero se desintegró entre mis dedos como una fina y quebradiza
cáscara.

Una enciclopedia casual me explica ahora que yo había destruido
a un macho
vacío.
La enciclopedia refiere sin asombro que la historia fue así:
el macho, en su pequeña piedra, cantando y meneándose, llamando
hembra
y la hembra ya estaba aparecida a su lado,
acaso demasiado presta
Y dispuesta.

Duradero es el coito de las mantis.
En el beso
ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de ély por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido,
que va licuándole los órganos
y el tejido del más distante vericueto interno, mientras le hace gozo,
y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe, repasando
la extrema gota de sustancia del pie o del seso, y el macho
se continúa así de la suprema esquizofrenia de la cópula
a la muerte.
Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su lengua otra vez lengüita.

Las enciclopedias no conjeturan. Ésta tampoco supone qué última palabra
queda fijada para siempre en la boca abierta y muerta
del macho.
Nosotros no debemos negar la posibilidad de una palabra
de agradecimiento.




SALA DE DISECCIÓN


Un cadáver puede provocar una filosofía del ensimismamiento,
sin embargo los estudiantes admirablemente
estaban entusiasmados con su muerto,
lo rodeaban
y discutían con fervor la anatomía de ese cuerpo de piel coriácea.
Yo aprendía otra lección:
la vida y la muerte no se meditan en una mesa de disección.
Los estudiantes me previnieron
que iban a extraer el cerebro. Permanecí con ellos:
a veces soporto lo siniestro sin perturbarme demasiado.
No hay sofisticación instrumental para retirar un cerebro,
una modesta sierra de carpintero
cortó el cráneo a la altura de las sienes,
luego sumergieron el órgano mítico en un frasco lleno de formol.

Yo me dedique a observarlo, solo, en otra mesa
mientras los estudiantes seguían cotejando su denso libro con el
muerto.
Sorpresivamente
una bruja brillante brotó del interior del cerebro
como un mensaje venido de la otra margen,
y no había boca que lo pronunciaría.
No había boca.
La burbuja, muda, se deshizo en ese aire levemente podrido.

martes, 12 de mayo de 2009

domingo, 10 de mayo de 2009

Cartas inéditas a su madre. Por Manuel Puig


En 1964, Manuel Puig vivía en New York y trabajaba en el aeropuerto, en las oficinas de Air France, mientras avanzaba en la escritura de su primera novela. Hacia el mes de agosto había invitado a su madre, María Elena Delledonne, para un viaje a Europa al que iría acompañada de su hermana Carmen, aquella tía cuya voz había inspirado las primeras páginas de La traición de Rita Hayworth. En estas cartas, los últimos preparativos del viaje, y un relato del encuentro entre madre e hijo (que firma sus cartas como Coco).

Nueva York, viernes 14 de agosto de 1964
Querida mamá:
Furioso acabo de recibir carta reconfirmando el vuelo del sábado. ¿Por qué razón quieren el sábado? Las reservaciones se cambian con una simple llamada telefónica. El vuelo que les digo yo, saliendo jueves, tarda lo mismo que el vuelo del sábado.
Mamá: no seas tan abatatada y hablá por teléfono a Pan American. NO ME HAGAN ESO, me muero si pierdo un día. De verdad mamá me va a dar mucha rabia que te dejes llevar por Carmen y su reservación. Una reservación no es nada, se cambia, te lo requetedije. Agarrá el teléfono y llama a Pan American, no te van a morder. El chal te va a servir, creo. POR LO MENOS DAME UNA RAZON VALEDERA QUE LAS OBLIGA A VIAJAR EL SABADO.
Besos,
Coco.


Nueva York, lunes 17 de agosto
Querida mamá:
Acabo de recibir carta resplandeciente con todo arreglado. ¡Qué regio! Perdonen por la insistencia para que vinieran sábado y no domingo, no me resignaba a perder ese día. Ojo a no strapassarse (1) los últimos días, nada de llegar straccas mortas (2). Ya el gran calor está aflojando. Está muy agradable. ¿Qué veremos en la Opera de París? Me imagino papá y el Chino con la ansiedad que esperan el regreso, con todas las novedades. La verdad es que la alegría me consume, tendré que tomar algún calmante.
Bueno, Bette (3), hacete sacar el bigote por la Mary.
Mil besos,
Coco.
(1) strapassare (dialecto parmesano): hacer un esfuerzo exagerado.
(2) estrac mort (dialecto parmesano): muerto de cansancio. (Puig solía incluir expresiones en dialecto parmesano en sus cartas familiares).
(3) Bette, por Bette Davis. Entre los apodos a su madre, Puig oscilaba entre Buschiazzo, por María Esther Buschiazzo, actriz argentina que actuó de madre en La casa grande, con Luis Sandrini.



Nueva York, domingo 13 de septiembre
Queridos papá y Chino:
Recién encuentro un minuto para escribirles. Por suerte no tengo más que buenas noticias, no se imaginan lo bien que se va desarrollando el viaje, están aprovechando muchísimo el tiempo. Aquí en Nueva York no pasaron quietas un minuto. Mamá está increíble, entendía todo lo escrito en inglés y se desbrataba (1) perfectamente.
Dejó con la boca abierta a todos mis amigos, sabía todo de todo, de antemano, los monumentos, las obras de arte, así que todo lo que se le va presentando lo aprecia doblemente. El domingo pasado a las 20 salimos para París. Llegamos con media hora de diferencia, yo antes. Fuimos a un hotel regio situado en un punto de lo más estratégico y los tres días que estuve yo le sacamos el jugo al tiempo de una manera increíble. Desde el primer día se nos unió mi amigo cubano Néstor Almendros que se quedó sonso con mamá, por su juventud de espíritu, además la encontró magníficamente conservada.
Yo desde que las dejé el jueves vivo pensando minuto a minuto en lo que están haciendo, tengo unas ganas terribles de saber cómo les está yendo en Roma, mis amigos las esperaban ansiosos. Mañana lunes espero tener carta, no doy más de la impaciencia. Aquí el departamento está de una tristeza insoportable, lo tomé y lo amueblé con mucho entusiasmo pero ahora me estoy dando cuenta de que era sólo por el afán de recibir bien a mamá, ahora me queda grande tanta casa.
Escríbanme pronto y estén contentos que no creo que nadie nunca haya gozado y aprovechado tanto de un viaje como la Buschiazzo.
Muchos besos,
Coco.
(1) desbratarse (dialecto parmesano): resolver una situación. En este caso, desenvolverse en el idioma.

Manuel Puig nació en General Villegas, provincia de Buenos Aires, en 1932, y murió en Cuernavaca, México en 1990. Viajero incansable, dramaturgo, guionista y cinéfilo, su primera novela La traición de Rita Hayworth, fue proclamada como la mejor novela 1968-1969 por el periódico francés Le Monde. Después de repetidas amenazas telefónicas, Puig abandonó la Argentina en 1973 para establecerse en México, donde terminó El beso de la mujer araña, su más famoso libro, luego estrenado en Broadway como comedia musical, dirigida por Harold Pinetr. Es también autor de Boquitas pintadas, The Buenos Aires Affair y Cae la noche tropical. Las presente cartas son inéditas y forman parte de un libro de próxima aparición.

jueves, 7 de mayo de 2009

Gripe porcina y narcos (ucronia). Por: Rodrigo Ramos




Mi primer contacto con la gripe porcina fue en Bagdad, el año 1985, cuando a un grupo de ingenieros del instituto de pesquisas atómicas de la Universidad de Sao Paulo, USP, nos contrató el gobierno de Sadam Hussein por tres meses con el objetivo de apoyar la investigación militar. Al mes de trabajo y por un asunto de idioma nos comenzamos a relacionar con un grupo de latinoamericanos que alojaba en el mismo hotel. Eran médicos y químicos, la mayoría; también había siquiatras y otros profesionales, todos científicos. Pasábamos la mayor parte del tiempo encerrados, es decir del instituto militar al hotel y así sucesivamente. La ciudad ofrecía poco o casi nada a la hora de la entretención. Había guerra, además. En algún fin de semana fuimos a alguna zona arquelógica por afanes turísticos. El diálogo fluía especialmente después de las 19 horas cuando nos juntábamos en los sectores aledaños al bar, a la piscina o en la cena. Hablábamos de fútbol, la mayor parte del tiempo, y después de nuestras familias. La mayoría eran hombres, aunque había un par de gays asumidos. El contrato negaba la posibilidad de hablar de los proyectos propios con el gobierno iraquí. El inglés era el idioma oficial de trabajo. El personal del hotel entendía poco y nada de inglés, menos portugués o español. Tampoco teníamos guardias. Sólo en el instituto militar había algún traductor para nuestro trabajo.
Con las confianzas abiertas, al final di a conocer mi proyecto y me enteré de los otros. Nada para enorgullecerse. Todos proyectos relacionados con la guerra. En todo caso ninguno entregó detalles. A grandes rasgos, dijimos que desarrollábamos.Había un dilema ético en todos nosotros -repito, la mayoría latino de formación cristiana-, pero éste se nos esfumaba cuando pensábamos en el dinero que recibiríamos. Después volví a Bagdad, pero aquella es otra historia.Del grupo entablé una amistad más fuerte y duradera –después por misivas hasta reducirse a tarjetas navideñas- con Iván Fuentes y María Concepción Benítez, un matrimonio de médicos, él chileno y ella mexicana. Ambos representaban una edad sobre los 45 años y estaban preocupados por su hijo que se llamaba Iván. Al chico lo cuidaban unas nanas y los abuelos maternos. El había trabajado para el gobierno de Pinochet, a finales de los años 70, asunto que lo marcaba –decía-. En un viaje a México conoció a María Concepción Benítez -quien ponía cara de aburrida cuando su marido contaba la historia de ambos-. Se quedaron viviendo en el DF. En ese entonces no me confensó de su lazo con el gobierno de Pinochet. De aquello me enteré en un reportaje de la revista Gatopardo, donde se hablaba del vínculo de los dictadores, en alusión a Pinochet y Hussein. También fui nombrado en ese reportaje; aquello me costó desprestigio profesional y una serie de problemas que no viene al caso nombrar. Pasado.Por Iván Fuentes oí por primera vez el nombre de la Gripe Porcina o Gripe de los cerdos -como le llamaba-. Su objetivo era claro: desarrollar esta enfermedad como arma contra los soldados iraníes. Me explicó que este tipo de gripe ya se había utilizado como arma bacteriológica en Viet Nam, por parte de los estadounidenses. Hussein era seguidor de la guerra de Viet Nam, de ahí su interés por saberlo todo y reciclar ideas para combatir a sus enemigos. Ignoro porque y cómo los iraquíes llegaron a Fuentes. Por lo nebuloso de la época, imagino un enlace con Chile, después México y así sucesivamente. El reportaje de Gatopardo sólo dio el nombre de Fuentes, más contó sobre mi caso. En una carta posterior, Fuentes confirmó que todo lo del proyecto en Irak había resultado bien, además con su mujer me invitaron junto a mi familia a su casa de veraneo. Entiendo que era una casa de veraneo espectacular. Nunca la conocí.Como la mayoría, la última semana volví a escuchar sobre la Gripe Porcina por los hechos consabidos en México. Googleé a Fuentes y encontré un par de noticias referidas al contexto universitario; sin embargo al hilar más fino en Google hallé a su hijo Iván Fuentes Benítez. El tipo estaba vinculado al cartel narco mexicano de Sinaola. Según la prensa que revisé de 2007, era el tercero de la organización o algo por el estilo. El reportaje hacía énfasis que era hijo de dos científicos ligados a las dictaduras latinoamericanas, ambos mexicanos -supongo que Fuentes quiso borrarse de Chile, como tantos otros-. Por esto creo que el cartel de Sinaloa tiene relación con la expansión de la gripe porcina en México. En estos momentos toda la atención mediática y militar pasó del narco a la Gripe Porcina.
Ahora lo narcos deben estar nadando felices en el barro como cerdos.

sábado, 2 de mayo de 2009

Intervalo de cinco minutos. Por Francis Picabia


Yo tenía un amigo suizo llamado Jacques Dingue que vivía en el Perú, a cuatro mil metros de altitud. Partió hace algunos años para explorar aquellas regiones, y allá sufrió el hechizo de una extraña india que lo enloqueció por completo y que se negó a él. Poco a poco fue debilitándose, y no salía siquiera de la cabaña en que se instalara. Un doctor peruano que lo había acompañado hasta allí le procuraba cuidados a fin de sanarlo de una demencia precoz que parecía incurable.
Una noche, la gripe se abatió sobre la pequeña tribu de indios que habían acogido a Jacques Dingue. Todos, sin excepción, fueron alcanzados por la epidemia, y ciento setenta y ocho indígenas, de doscientos que eran, murieron al cabo de pocos días. El médico peruano, desolado, rápidamente había regresado a Lima... También mi amigo fue alcanzado por el terrible mal, y la fiebre lo inmovilizó.
Ahora bien, todos los indios tenían uno o varios perros, y éstos muy pronto no encontraron otro recurso para vivir que comerse a sus amos: desmenuzaron los cadáveres, y uno de ellos llevó a la choza de Dingue la cabeza de la india de la que éste se había enamorado... Instantáneamente la reconoció y sin duda experimentó una conmoción intensa, pues de súbito se curó de su locura y de su fiebre. Ya recuperadas sus fuerzas, tomó del hocico del perro la cabeza de la mujer y se entretuvo arrojándola contra las paredes de su cuarto y ordenándole al animal que se la llevase de vuelta. Tres veces recomenzó el juego, y el perro le acercaba la cabeza sosteniéndola por la nariz; pero a la tercera vez, Jacques Dingue la lanzó con demasiada fuerza, y la cabeza se rompió contra el muro. El jugador de bolos pudo comprobar, con gran alegría, que el cerebro que brotaba de aquélla no presentaba más que una sola circunvolución y parecía afectar la forma de un par de nalgas...