
viernes, 27 de marzo de 2009
Entrevista con el filósofo italiano Gianni Vattimo. "Europa está dormida y resignada". Por: Gustavo Santiago

miércoles, 25 de marzo de 2009
El Infierno. Por Virgilio Piñera

lunes, 23 de marzo de 2009
Una víctima de la publicidad. Por Émile Zola

viernes, 20 de marzo de 2009
El mendigo de almas. Por Giovanni Papini

Al primero que pasó bajo el farol -estaba solo y me pareció de mediana edad- no quise detenerlo porque su cara surcada por extrañas arrugas era demasiado interesante y yo quería realizar la experiencia en las condiciones menos favorables. Pasó también un jovencito envuelto en un gabán pero sus cabellos revoloteantes y sus ojos de mascador de hashish me detuvieron porque adiviné en él a un soñador, un fantasioso, un alma no suficientemente usual y común. El tercero que pasó, viejo y completamente lampiño, canturreaba para sí, con inflexiones melancólicas, un motivo popular español que debía recordarle toda una vida plena de sol y de amor, una vida dorada, báquica, meridional. Tampoco él me servía y no lo detuve.
Yo mismo no sé recordar con exactitud mi exasperación de esos momentos. Imaginen a este singular bandolero mendicante, hambriento, excitado, que espera en una encrucijada a un hombre que no conoce, que desea escuchar una vida que ignora, que arde en el deseo de arrojarse sobre una presa desconocida. Y como por un absurdo y despectivo azar los hombres que pasan no son los que él busca: son hombres que llevan en la cara los signos de su originalidad y de su vida fuera de lo ordinario. ¡Cuánto había dado en esos instantes para ver ante mí a uno de aquellos innumerables filisteos de rostros rosados y tranquilos como los de los cerdos jóvenes que me habían provocado náuseas o divertido tantas veces! En esa época yo era empecinado y animoso y esperé todavía bajo el farol que a ratos se oscurecía o resplandecía según los vaivenes del viento. Las calles estaban ya desiertas a esa hora y el viento había alejado a los noctámbulos. Sólo algunas sombras presurosas animaban la ciudad. Una de ellas pasó finalmente bajo el farol donde esperaba e inmediatamente vi que me servía. Era un hombre ni joven ni viejo, ni demasiado buen mozo ni desagradable de rostro, de ojos calmos, bigotes bien rizados y cubierto de un pesado gabán en buen estado.
No bien pasó a mi lado di algunos pasos y lo detuve. El hombre se echó hacia atrás del susto y levantó un brazo como para defenderse pero lo calmé en seguida:
-No tema usted nada, señor -le dije con mi voz más suave-; no soy ni un asesino ni un ladrón ni tampoco un mendigo. Un mendigo, en realidad, sí, pero no pido monedas. No le pediré más que una cosa, y una cosa que no le costará nada: el relato de su vida.
El hombre abrió desmesuradamente los ojos y nuevamente se echó hacia atrás. Advertí que me creía loco y por eso continué con la mayor calma:
-No soy lo que usted cree, no estoy loco. Soy solamente algo parecido, o sea un escritor. Debo escribir para mañana un cuento y este cuento me salvará del hambre y quiero que me diga quién es y cuál ha sido su vida hasta ahora para que con ella pueda tener el argumento de mi relato. Tengo una total necesidad de usted, de su confesión, de su vida. No me niegue esta gracia, no rehúse ayudar a un miserable. ¡Usted es lo que yo buscaba y con la materia que me dé quizás escriba mi obra maestra!
Al oír estas palabras el hombre pareció conmoverse y no me miró ya con miedo, sino más bien con piedad.
-Si mi vida le es tan necesaria -dijo-, no tengo ninguna dificultad en contársela, tanto más que es de una simpleza absoluta. Nací hace treinta y cinco años de padres acomodados, honestos y bien pensantes. Mi padre era empleado, mi madre tenía una pequeña renta. Fui hijo único y a los seis años comencé a ir a la escuela. A los once completé los estudios primarios sin que hubiese estudiado mucho o poco. A esa edad ingresé en la escuela preparatoria, a los dieciséis en el liceo, a los diecinueve en la universidad, a los veinticuatro me gradué, siempre sin dar pruebas de inteligencia demasiado brillante o de necedad irremediable. Cuando obtuve el título mi padre me consiguió un empleo en el ferrocarril y me presentó a mi prometida. El empleo me absorbe ocho horas diarias y no requiere más que un poco de memoria y de paciencia. Cada seis años mi sueldo aumenta automáticamente en doscientas liras. Sé que a los 64 años tendré una jubilación de 3453 liras y 62 centavos. Mi prometida me convenía y me casé con ella al año. Nunca hubo entre nosotros inútiles sentimentalismos. Iba a visitarla tres veces por semana y dos veces al año -para su cumpleaños y en Navidad- le llevaba sendos regalos y le daba dos besos. De ella he tenido dos hijos: un varón y una niña. El varón tiene diez años y será ingeniero; la niña tiene nueve y será maestra. Vivo tranquilo, sin sobresaltos y sin mareos. Me levanto todas las mañanas a las ocho y a las nueve, por la noche, voy a un café donde hablo de la lluvia y de la nieve, de la guerra y del gobierno con cuatro compañeros de la oficina. Y ahora que le he contestado, déjeme irme porque han pasado diez minutos de la hora en que debo regresar a casa.
Y dicho esto, con gran calma el hombre hizo ademán de irse. Quedé por un momento perturbado por el miedo. Aquella vida monótona, común, regular, prevista, medida, vacía, me llenó de una tristeza tan aguda, de un temor tan intenso que casi estuve a punto de romper en llanto y escapar. Y sin embargo, me demoré todavía. "¡He aquí -me dije- el famoso hombre normal y común en nombre del cual los médicos austeros nos desprecian y nos condenan como dementes y degenerados! Aquí está el hombre modelo, el hombre tipo, el verdadero héroe de nuestros días, la pequeña rueda de la gran máquina, la piedrecita de la gran muralla; el hombre que no se nutre de sueños malsanos ni de locas fantasías. Este hombre que yo creía imposible, inexistente, imaginario, está ante mí, medroso y terrible en la inconsciencia de su incolora felicidad." Pero el hombre no esperó al término de mis pensamientos y se adelantó para irse. Todavía aterrorizado, pero con obstinación, lo seguí y le pregunté:
-En verdad, ¿no hay nada más en su vida? ¿Nunca le sucedió nada? ¿Ninguno ha tratado de matarlo? ¿Su mujer no lo ha traicionado? ¿Sus jefes no lo han perseguido?
-Nada de eso me ha ocurrido -respondió con una cortesía algo molesta-; nada de lo que me dice. Mi vida ha transcurrido en calma, igual, regular, sin demasiadas alegrías, sin grandes dolores, sin aventuras...
-¿Sin ninguna aventura, señor -lo interrumpí-; por lo menos una? Trate de recordar bien, busque en su memoria; no puedo creer que no le haya sucedido nada, nunca, siquiera una sola vez. ¡Su vida sería verdaderamente demasiado horrible!
-Le aseguro que no he tenido nunca ninguna aventura -respondió el Hombre Común con un esfuerzo extremo de gentileza-, por lo menos hasta esta noche. Mi encuentro con usted, señor novelista, ha sido mi primera aventura. Si tiene necesidad de ella, cuéntela.
Y sin darme tiempo para contestarle se fue tocándose ligeramente el ala del sombrero. Yo permanecí todavía algunos momentos parado en ese lugar como bajo la pesadilla de una cosa increíble. Volví por la mañana a mi cuarto y no escribí el cuento. Desde esa noche no logro más reírme de los hombres comunes.
miércoles, 18 de marzo de 2009
Cupido internauta. Poesía amorosa de la era nuclear

Escribiré las ideas que me provocas,
las cantaré para ahogarte
con la abundancia de los cristales
que flotan en mis palabras astilladas.
Quiero lamer tu salada envoltura antes de comerte a tirones;
secaré tu cuerpo al sol,
y tu piel será un edredón que me guardará como a una oruga
cuando te escriba de amor.
Voy a escribirte de amor mientras sueñe contigo,
te retenga en mi sonrisa
y no me tritures la cara
sólo para dominarme.
Escribiré si no te fanatizas con la idea de beber
de un trago
toda el agua de mi vientre.
Escribiré si puedo sostenerme de tus pupilas,
si me columpio con tu lengua sobre la orilla del mundo,
al borde del infinito abismo,
en esa orilla donde me congelé contigo,
te dibujé la luna
y sollozaste hasta inundarnos.
Te escribiré de amor con la tinta de la lluvia
que escurre de las grietas de mi soledad en ruinas.
Una vez terminados los dibujos de mis palabras,
los dejaré en tu ventana
y te veré leer sin sorpresa…
Estoy segura de que, palabra a palabra,
incendiaré la póliza de tu seguro de vida contra la desdicha
y borraré de la historia,
el seguro que tienes contra el Tsunami de mi nostalgia.
Estoy segura que seguirás leyendo
sin darte cuenta de lo que en mí incendias con tu caos,
con tu miseria,
con tu convulsa locura.
Te escribiré amor, en tanto el loquero no te declare sano
y en tu sonrisa persista la mueca sádica.
Seguiré con mis escritos si desgarras la ventisca
en que se ha convertido mi alma.
Pondré una veladora al pie de tu foto;
en ella, esparciré sal sobre tu mirada
y dejaré el retrato flotar sobre el mar de mi sangre.
Luego de filtrar tus ojos,
mezclaré todo con la sangre que extraje de tu aorta
mientras susurrabas a mi oído
las palabras que escuché la última noche
que sobre ti desperté.
Vos escribirás tus lienzos,
yo dibujaré música en tus suspiros.
Se vieron Se palparon
se fueron arrimando los muebles
las telarañas
Colgar de las paredes el nido
Hacerse los idiotas en el baño
Comerse hasta la marca taciturna
Huir de las ventanas hacia adentro
Con el corazón entre las piernas
El hado les ha reunido el picotazo
Se tienen Se alimentan
se han arrinconado las sombras en el pozo
Cuánta cobardía los impulsa a pertenecerse
a darse las gracias en el odio
a darse las banderas y saltar las camas una a otra a una a otra
y nada que la luz ya los persigue
Como la mañana de los pájaros se han alumbrado
Se han arrancado la costra de otros nombres
Se han pertenecido en la sombra de otros dientes
han envejecido de reclamos
de ropas deslavadas y pocos platos en la cocina
Sólo hay dos tenedores
una cuchara y un disco para cada fiesta
Solo quedan las manchas en la alfombra y moho en el lavabo
Ellos y su musgo de siempre
de todos los días construyendo
padeciendo el tradicional festejo de la carne
Se vieron
se tomaron fotos en cada pared vacía
Como vacío era el vientre antes de jugarse las amígdalas
Como vacío estaba el piso y la ruleta en que tiraron los dados
Ahí queda un poco de equilibrio para sus propios miedos
queda la soltura de una carabina dos milímetros y medio
El azul del barco
El azul de cada mantel los reconoce
Ahí los condones y la dinamita en medio de la sala
Ahí en el techo crían los calores su propio armazón de calenturas
su desvestir la mirada en cada gesto
Se tienen Se complementan
en el ardiente pasaje del camino que anuncia madrugadas
El sol los contempla renunciando
los encadena a decirse hola en cada desayuno
Pan tostado y la caminata para salir del cobertor
para separarse en la orilla del metro
El camino abierto que siempre se recorre
Tardes de plomo y llovizna de murciélagos
La noche los espera sobre el sofá
Con su cansancio detrás de la puerta
He ahí el humo sobre el maquillaje
Lavarse la cara la carne los besos caen como niebla
Fundirse en la luz que los contempla
Ahí el café que no se compromete a mirarles las pestañas
Leer el periódico sobre las piernas hinchadas
Hinchadas las ganas de sentarse en el retrete a fumar la vida
El cepillo de dientes el cepillo y el cabello y la caricia sobre la nuca
Hay un brillo tenue cerca de la cerradura
una idea fija colgada en el teléfono
La corbata el saco el pantalón vaquero
la ropa de dormir y los restos de comida en el lavabo
se adentran las miradas
se palpan sudorosos y agitados esperando que les crezca el vientre
que la noche los circunde y les sonría
ahí se miran entre las almohadas y la piel desnuda
juntos como los relámpagos y las nubes
Las nubes que van arropando los futuros
Se tienen Se merecen Se completan uno al otro
Al modo de un poema de Cavafis,
hoy escribo su cuerpo y lo recuerdo.
El pecho, la piel húmeda, los labios,
sus ojos… eran, me parece, azules…
sí, azules: como el zafiro mismo.
Como los amantes de Cavafis, yo
no pregunté su nombre, ni recuerdo
haber, para él, pronunciado el mío.
Nos dimos a la prisa y al deseo
en aquel cuarto incómodo y angosto
bajo un ruido ronco de motores
y después, sigilosos como gatos,
volvimos cada uno a nuestro asiento
cuando ya la voz neutra del piloto
ordenaba abrochar los cinturones
y anunciaba el inminente aterrizaje.
La ducha te queda grande,
demasiada agua para ti solo.
Hoy no te froto la espalda
ni deslizo mis dedos
peligrosamente,
para darte jabón entre las piernas.
Pero piensas en mí y te duchas solo,
te enjabonas solo, no te acaricio,
y las gotas resbalan por tu cuerpo
como aletas de peces fugitivos.
Tus cabellos se arremolinan
sobre la frente contraída. Sudas.
Un oleaje te arrastra a ojos cerrados
y los labios, amoratados,
reciben a golpes los besos del agua.
Te ahogas.
La espuma muere desagüe abajo.
Deja un rastro húmedo y lento,
como la huella de un caracol.
*
Poemail
Amor mío, para asimilar la fuerte dosis de cafeína que me causa tu amor,
debería estar en otro planeta.
Me explico, trataré al menos, (y por favor no me mal entiendas):
Un beso de tus labios se parece al roce del ala del Pegaso,
un guiño de tus ojos es la consabida y única explicación de mi deseo,
un toque de tus manos la razón de mi existencia corpórea,
una sola de tus palabras el inicio de cualquier buena novela,
el sexo contigo la única posible razón con la que yo entendería el paraíso,
y me explico:
cuando me tocan tus dedos y tu lengua , al mismo tiempo,
(que puede ser imperdonable) y comienzas a lamerme el sexo
me siento como la única gran posibilidad del universo.
Nuevamente yo y mis letras en esta noche que no se estira para alcanzarte.
Te amo, más que las mordidas de la noche,
más que las vueltas posibles al infinito,
más que a la imagen de los soles que renacen,
te amo más de lo que te imaginas,
De nuevo besos hasta el último rincón de tu corazón
y hasta donde te imagines que mis labios alcanzarían.
Jocelyn Pantoja (México)
*
Beso digital
Con la cima del puntero
acaricio tus labios
que sonríen a la cámara.
Con el filo digital
de una flecha intangible
dibujo la línea perfecta
de tu boca.
Pixeléticos dedos
rozando la carne impersuasible
que cede al movimiento de mi mano
sobre un control remoto.
Negro sobre rojo;
mi penumbra acechando tu eros.
En el deslumbrante plano de la pantalla
revolotean mis pupilas aturdidas
por el magnético hechizo de tu imagen.
Deslizo el mouse sobre las estrellas de Van Gogh
que me guiñan el ojo desde el pad
como si el pequeño aditamento plástico
fuera la mágica varita de un hada cenicienta;
empoderada de virtual omnipotencia
arrojo tus nos a la papelera de reciclaje
y deposito un beso sobre las desnudas
valvas abiertas a mi antojo.
Un beso por cada diente
y dos más para que no se te olvide
que en el delgado sitio de las nanoposibilidades
la que manda soy yo.
Angélica Santa Olaya (México)
*
Café San Martín
¿Te acuerdas del Café San Martín?
Yo sí, a veces,
cuando llueve de tarde y es verano.
Nos gustaba ir ahí y tomar café
y fumar mientras mirábamos la lluvia.
El Café San Martín era pequeño,
tibio, y tenía ventanas grandes
que daban a un camellón de junio.
Pero ya no existe.
Ahora venden computadoras
en la esquina donde antes estaba.
¿Has intentado regresar?
¿Has caminado bajo la lluvia, sola,
recordando la muchacha que fuiste
y preguntándote a dónde se mudaría esa gente,
con sus cortinas rosas y sus cucharas viejas
y su Café San Martín?
Yo sí he querido volver,
muchas veces,
cuando me da por pensar en ti,
cuando los zapatos se me llenan de agua
y quisiera tener otra vez esa edad
y no ser tan tonto,
no soltarte la mano aquella tarde.
De nuevo es junio y llueve.
Por todas partes hay cafés
en ciertos barrios.
El presente borra todas las huellas.
Agustín Cadena (México)
*
Por la benevolencia del Diablo
Quisiera escribir un libro con todos los nombres
De las cosas que jamás amé.
Quisiera en una sola línea
Por ejemplo
Saludar a la saudade de mis padres
Esa que les impidió mirar hacia donde yo
Me encontraba
Pequeño
Confundido
Solitario.
Quisiera escribir por ejemplo
Que nunca amé el piso rugoso y limpio
De mi niñez, ni sus olores a comida y cloro
Pegaditos a su conformación de mineral
Deslustrado.
Quisiera escribir que nunca amé las escasas
Caricias de mi madre, los apodos cariñosos de mi padre, ese
Silencio que se construía tras la cena y la televisión.
Quisiera decir que nunca amé esas eternas
Noches con el ojo fijo en la testuz del demonio. Que sus palabras
Seductoras jamás hirieron la fuente de mi alma.
Quisiera decir que nunca amé nada de eso pero no puedo. Porque mi cuerpo lleva todavía finos trazos de losa, de mis cabellos húmedos recién se despegaron los dedos maternos,
Mi padre llega de la esclavitud militar y me saluda muy contento
Por traer dinero para comer. Es por la benevolencia del diablo
Que aún sigo aquí.
Escribiendo palabras podridas de raíz.
Intuyendo que la muerte se me acerca a mil kilómetros por segundo.
Llorando en los suaves hombros de María Fernanda.
Es de verdad que quisiera escribir un libro con todos los nombres
De las cosas que jamás amé.
Pero si tal libro existiera sería de una sola página. Vacía.
Tal como mi alma
En esta noche cansada de agosto.
Eduardo Olivares (México)
*
Hoy recibo el sol con humildad
como los menesterosos reciben
el albergue de los parques
el alcohol y el azúcar para seguir mintiéndose la vida
porque el cuerpo no entiende
no se degrada ni en la prostitución
y en la decrepitud ante la muerte
libra su batalla más intensa
El cuerpo huele a espadas victoriosas
Su ponzoña es letal en ciertas noches
cuando el sexo es beber tantas edades
tanto sudor y tanto sobre camas ajenas
donde la perfección es solo el grito
que irrumpe en el silencio
y regresa al vacío miserable
de los cuartos de hotel.
Iliana Godoy (México)
viernes, 6 de marzo de 2009
La poeta que quedó bajo los árboles de invierno. Por Wilfredo Carrizales

Sylvia había nacido en Boston el 27 de octubre de 1932. Su padre, Otto Plath, era profesor de la universidad de esa ciudad y su madre enseñaba inglés y alemán. Cuando su padre murió en noviembre de 1940, Sylvia declaró que “...nunca le hablaría a Dios de nuevo”. La pérdida de su padre la afectaría por el resto de su vida.
Sylvia publicó su primer poema en 1941. Un corto poema “acerca de lo que yo veo y escucho en las calientes noches de verano”. Durante todo el periodo de sus estudios en la escuela secundaria no dejó de escribir y publicar poemas y dibujos. En 1950 vio uno de sus poemas, “Bitter Strawberries” (“Fresas amargas”) publicado a nivel nacional, después de persistentes envíos a diferentes periódicos. Por esa época ya había desarrollado un patrón psíquico que la acompañaría toda la vida y donde el estrés frecuentemente la atacaba, causándole depresión y más estrés.
En 1952 ganó un premio por su cuento “Sunday at the Mintons” y tuvo su primera relación amorosa seria. Pero, la depresión, el insomnio y también pensamientos de suicidio, se evidenciaron en su diario:
“Aniquilar el mundo por aniquilación de uno mismo es el engañado colmo del egoísmo desesperado... Yo deseo matarme para escapar de la responsabilidad, para arrastrarme abyectamente dentro del útero...”.
Hacia julio de 1953 fue sometida a su primera sesión de terapia con electroshock, ya que padecía de agudos insomnios que no la dejaban dormir y llegó a ser inmune a las píldoras para dormir. A finales del mes siguiente intentó suicidarse ingiriendo gran cantidad de somníferos. Permaneció recluida en un hospital psiquiátrico hasta enero de 1954. En abril del mismo año, Sylvia intentó escribir poemas de nuevo y comenzó a descolorarse el pelo para ser “una nueva persona”.
Durante los años de 1954 y 1955, publicó poemas en importantes medios y obtuvo reconocimientos y premios. Sylvia se graduó summa cum laude en la Universidad de Harvard y logró una beca para estudiar literatura en la Universidad de Cambridge, Inglaterra. Escribió en su diario que sentía que los hombres británicos eran “pálidos, neuróticos homosexuales”, en quienes no encontraba ningún atractivo.
Una noche de 1956, participó en una fiesta para celebrar el lanzamiento de una nueva revista literaria de Cambridge. Entre la poesía que admiraba estaba la de un poeta llamado Ted Hughes, quien al poco tiempo se convertiría en su marido. Durante su luna de miel en España, Sylvia escribió algunos de sus excelentes poemas.
A fines de junio de 1957, Sylvia y su marido llegan a Estados Unidos. Traen con ellos a su hija. Sylvia comienza a dar clases en el Smith College, pero pronto siente el trabajo tedioso. Bajo el incremento de un estrés emocional, pierde el interés por la escritura.
Por ese entonces, Ted recibe aclamación de la crítica por sus escritos y, por primera vez, Sylvia siente envidia de su esposo. Ella enferma y contrae pulmonía.
Durante las vacaciones de primavera de 1958 Sylvia escribe ocho poemas en ocho días. Las fricciones y desavenencias entre la pareja crecen hasta llegar a la mutua agresión física. En el verano se mudan a un apartamento en Boston. En el otoño trabaja a medio tiempo en el mismo hospital psiquiátrico donde estuvo recluida.
A principios de 1959, Sylvia intenta escribir en un estilo más “interior”, buscando dentro de sí misma y encarando los asuntos encontrados allí. Visita por vez primera la tumba de su padre y ello le inspira el poema “Electra on azalea path”. Conoce por ese entonces, mientras tomaba clases con el poeta Robert Lowell, a una joven empedernida fumadora llamada Anne Sexton, quien llegaría a ser una famosa poeta ganadora del Premio Pulitzer en 1967 y se suicidaría en 1974.
En diciembre del mismo año 1959, Sylvia y Ted vuelven a Inglaterra. Para febrero de 1960, la pareja se encuentra instalada en un pequeño apartamento de Londres. Sylvia firma un contrato para publicar su primer libro de poemas, The Colossus and other poems. En abril nace su segunda hija. Sylvia está asombrada del porqué no logra éxito de publicación en su propio país, aunque su marido inglés sí.
En enero de 1961, Sylvia se entera de que está preñada de nuevo, pero aborta en febrero y el suceso la deja devastada. Escribe algunos poemas con la mujer como tema. En septiembre, justo antes de mudarse de Londres a Devon, Sylvia descubre que está embarazada una vez más. En octubre presenta su novela The belljar a un editor inglés.
El 17 de enero de 1962 Sylvia da a luz a un niño y su marido siente alguna frustración. Ella se estresa y desarrolla el hábito de escribir en las quietas horas de la mañana.
The Colossus and other poems fue finalmente publicado en Estados Unidos en mayo de 1962, pero obtuvo una pobre aceptación. Las riñas y las peleas de Sylvia y Ted se hicieron más frecuentes y él encontraba repetidos pretextos para permanecer fuera del hogar.
En una ocasión Sylvia encendió una fogata en el patio, destrozó el único manuscrito de la novela en la cual estaba trabajando y lanzó los pedazos a las llamas. Posteriormente también quemaría más de mil cartas de su madre que mantenía guardadas, cajas llenas de epístolas de Ted y bosquejos de poemas.
En septiembre, Sylvia y Ted fueron a Irlanda e intentaron reconciliar el matrimonio, pero todo resultó vano esfuerzo. En la primera semana de octubre, Sylvia comenzó a escribir. En una semana compuso una serie de poemas colectivamente llamados Bees.
A pesar de un severo caso de gripe a mediados de octubre, Sylvia parecía luchar contra el inmenso estrés producto del hundimiento de su matrimonio. Del 11 de octubre al 4 de noviembre creó más de veinticinco poemas, la mayor parte de los cuales son lo mejor de su producción. El día de su cumpleaños escribió “Poppies in october” y “Ariel”, uno de sus más conocidos poemas que la identifican.
En diciembre, Sylvia se trasladó con sus niños a Londres, a un apartamento habitado por el poeta W. B. Yeats, a quien ella admiraba. Encaró su primera Navidad sin su marido. Sus amigos y familiares empezaron a sentir que a pesar del desafiante semblante de Sylvia y de sus expresiones de felicidad por estar separada de Ted, ella secretamente deseaba la reunión con él. Todos temían que ella cayera en una severa crisis emocional como la que padeció cuando falleció su padre.
El tiempo fue terrible en Londres al llegar enero de 1963 y logró empeorar la depresión de Sylvia, tal como sus amigos y médicos previeron. Su doctor intentó conseguirle una cama en los atestados hospitales psiquiátricos.
La mañana del 11 de febrero Sylvia desayunó pan y leche en el cuarto de los niños. Entonces rompió la ventana y selló la puerta con una cinta. Bajó las escalinatas y después de encerrarse en la cocina, se arrodilló frente al horno abierto y abrió la llave del gas. Su cuerpo fue descubierto esa mañana por una enfermera quien la tenía en su lista de visitas y un obrero que la ayudó a ingresar en la casa.
Seis meses antes de su muerte, Sylvia había escrito con sentimiento:
“...exiliada en una fría estrella, incapaz de sentir nada, excepto un horrendo torpor irremediable. Yo busco dentro del cálido, terreno mundo. Dentro de un nido de las camas de los amantes, de las camitas de niños, de las mesas de comida, de todo el sólido comercio de la vida en esta tierra, y me siento aparte, encerrada en una pared de cristal”.
Sylvia Plath fue enterrada el 16 de febrero en el cementerio de la familia de su esposo. Póstumamente llegó a ser más famosa que cuando estaba viva. Las circunstancias de su vida y de su muerte ayudaron a crear el “mito” de la historia de Sylvia Plath.
Después de poner en orden sus poemas provenientes de los manuscritos y agregarles otros escritos en los últimos días, en 1965 fue finalmente publicada la colección titulada Ariel y otros poemas.
La colección de Poemas escogidos de Sylvia Plath fue preparada por Ted Hughes en 1981 y en 1982 ganó, póstumamente, el Premio Pulitzer, del cual, sin duda, la propia Sylvia habría estado sumamente orgullosa.
Lo que Ted Hughes llamó su “energía verbal crepitante” es obvio que aparece en los poemas con ritmo demoníaco, contrastes tonales rápidos y mordaz precisión de palabra e imagen. Los marchitos poemas que Sylvia Plath escribió compulsivamente en los meses previos al suicidio —acerca de sus niños y su fallido matrimonio; acerca de la muerte y su imaginación— fueron considerados en una ocasión por Robert Lowell su “espantosa y triunfante realización”.
Los poemas de Sylvia Plath han sido traducidos, total o parcialmente, a varias lenguas: albanés, chino, checo, alemán, francés, holandés, griego, húngaro, italiano, macedonio, polaco, portugués, español, sueco...
Para el momento de su muerte, Sylvia Plath había escrito un gran volumen de poemas. Ella nunca desechaba ninguno de sus esfuerzos poéticos. Su actitud para con los versos era la de un artesano: si ella no podía lograr hacer una mesa, era completamente feliz si lograba una silla o, aun, un juguete. El producto final para ella no era tanto un poema exitoso, sino algo que había extenuado temporalmente su ingenuidad.
Su evolución como poeta sucedió rápidamente a través de una sucesión de mudanzas de estilo hasta que ella alcanzó su verdadero cuerpo y voz. Cada fresca fase tendía a darle a un grupo de poemas el valor de una expresión a una familia general de semejanzas y, usualmente, se asociaban con un particular tiempo y lugar.