ERA 24, Pedro caminaba por las calles, apabullado por la felicidad de la gente. Iba en busca de su ángel, para consultarle un dilema muy importante que tenía acerca de sus dos hijos que hoy regresaban a casa después de un largo año de ausencia. Sentía la necesidad de soltarse el taco. La ciudad se hallaba impregnada del espíritu navideño. Alces, renos, trineos, santaclauses. Palomas de icopor, campanas, ángeles. Abetos y pinos, coronas de muérdago, papanoeles, estrellas polares, osos, nieve. El colorido de bombillos. El río humano trasegaba por una alameda cuyo nombre Pedro desconocía. Se introdujo por el túnel de gente, colorido como por los Campos Elíseos. El amarillo lo obnubiló, el azul lo golpeó, el rojo lo encandelilló, el verde lo hirió. Tal sugestión sintió. Mucha gente con pitos pitaba. Barbas, gafas, sombreros. Algodones de azúcar y palomitas de maíz, qué nombres más bien puestos. Papas amarillas bajo el reflejo de los bombillos. Platanitos amarillos. Arepa de chócolo. Chuzos. Café. Cerveza en lata. Cigarrillos. Chicles. Confites. Un barrigón todo contento encabezaba familia. Llevaba sombrero, mulera y carriel. Una señora iba de su mano y dos niños no la soltaban. Un diablo pasó. Pedro vio florecillas y flores, floreros de sesenta años, como él. Calibró la palpitación de esos hígados, el estremecer de esos riñones, la sinuosidad bajo los velos transparentes. Estraples, una revolución. Cuerpos de oro. Infinitas por doquier prendas de color. Delgadeces y anchuras de cuyo bien y mal Pedro ya no estaba en edad de probar. La cultura rodaba a su lado. ¿Qué se habían hecho las costumbres de ayer? Un ciego rasgaba una guitarra. Pedro se revolvió por dentro, se volvió animal: llamó a su ángel y su ángel no llegó. El ángel venía cuando quería, pues era un ángel muy llevado de su parecer. Si te cojo y te pesco, no te suelto, Pedro empezó a torearlo. Aretes, collares, dijes. Jipis y artesanos. Juegue a la bolita. Un ratón busca la cueva y se mete por la puerta de una vasija azul que no tiene apuesta y el corro de gente ríe. Una rata sale de una alcantarilla y se escurre por otra. Un artista de cabello lacio hasta los hombros dibuja el retrato a lápiz de la última Monalisa criolla, el último grito del renacimiento tardío. Tiro al blanco. En Girardot -cuyo nombre Pedro desconoce-, se fija en una abuela. La rodean los nietos. Va feliz la abuela, al lado de la madre Francisca, la hermana Petrona, la tía Isabel. Vienen de Enciso de adorar al Niño Dios. La chiva pita, pita la chiva, cómo pita la chiva. Viva Antioquia. Viva Antioquia, responde una como secretaria de estrechos slacks negros y sombrero vaquero, con medio cuerpo afuera de la chiva. Pita la gente. Como grillos. Como chicharras. Como chibchas. Pedro busca los pitos. No los ve, pues van dentro de las bocas de los pitadores. El río humano no se detiene. Raudo por las orillas, lento por la mitad. Copitos de nieve. Perros calientes. Salchipapas. Baños públicos. Pedro debe hablarles esta noche a sus dos hijos. Ven ángel, lo llama. El ángel no aparece. La cruz roja. La defensa civil. Hombres y mujeres con celulares y walkie talkies. Policías. Vení, tomate éste, y Pedro sacó del bolsillo la botella de aguardiente de chirle de mil quinientos pesos que compró en Juanambú. Se tomó un trago, muriéndose de sed, y su ángel apareció, ahí mismo, y se tomó también un trago largo y sonoro. Casi que no, viejo rabón, le espetó Pedro. Guardó la botella en la hoja de periódico doblada. El metanol lo elevó. ¿Dónde estabas?, preguntó. El pitido intenso, inmenso de chibchas y caribes no le permite escuchar la respuesta del ángel. Tristes todo el año, hoy alegres. Borrachos a las seis. No me voy a emborrachar, se dice Pedro. Yo tampoco, cumplementa su ángel. Decime, ¿les digo o no les digo? Su ángel se quedó observando a un grupo de música del Perú. Visten de rojo, tocan quena y charango. Le ganan notas a las chivas. Los campesinos de ciudad pitan, pitan, pitan, pitan, pitan, pero no le impiden a Pedro escuchar ese no sé qué de cóndor que tiene la quena, que tiene la flauta, que tiene el raboepuerca. Escuchá la música, le dice el ángel, poné cuidado. Pedro siente la sacudida de ese no sé qué primitivo suyo, algo inca creyó sentir, pero no sabe quiénes fueron los incas. Creyó, por un instante, que no sería capaz de continuar viviendo igual después de oír esa música que no entendía y que era moral, buena y legal. Sintió que tenía raíces, no sabía dónde, ni que el bosque las cubría. El ángel le vació al oído: Sí, deciles esta noche a tus hijos eso que pensás decirles. Una pompa de jabón se posó en el pelo de Pedro, otra y otra, que se fueron deshaciendo, en mágicas implosiones. ¿Quién las tiraba? Quién sabe. Estalló una papeleta. Muchachos, mire usted. Gorritas de parce, niños. Marihuaneros. Gente bien. Dos niñas de quince pasan cogidas de la mano. Pedro siente que se está poniendo contento. No es sólo su ángel de la Guarda, es también el ángel de Navidad el que ahora va con él. Son tres, en la multitud. Vientres pulcros y tersos. Huesitos de la alegría. Lolitas. No, lo previene el ángel de Navidad. De acuerdo, cede Pedro fernandogonzaliano, pero no sabe quién fue Fernando González. ¿Trescientos pesos la empanada? El de bata blanca pregunta cuántas. Pedro come una, saca la botella de chirle de mil quinientos pesos y se toma un trago de sobremesa que chorrea por su rala barba, que parece de Pancho Villa. Sus ángeles le siguen transfiriendo seguridad, lo hacen ciudadano, con derecho a esta vía principal cuyo nombre Pedro ignora. Lo curten de sabio sus ángeles. Adiós, dice el de Navidad y se va. Adiós, se despide el de la Guarda y se queda con su amo: entre ángeles se entienden. El amarillo obnubila. El azul. El rojo. El verde. Pedro desemboca a una plaza de colores, el espejo en miniatura de una Florencia que no conoce ni se imagina. Está contento. Es su ángel de Navidad que lo dejó así, más el ángel de la Guarda que lo mantiene alegre. Va siendo hora de decirles a sus hijos lo que les va a decir. Las seis y quince ya, está listo, antes que no los vuelva a ver. ¿Qué hago? Voy a coger colectivo. Los ropavejeros ofrecen la última oportunidad: todo a mil, todo a mil. El espejo, la peineta, las tijeras, la pelota, el muñeco, la guitarra, el carro, el avión, el Niño Dios más barato del mundo, el verdadero Niño Dios. Pedro se siente de otra parte, no sabe qué es Otraparte. Las mujeres continúan desfilando casi desnudas delante de él, Pedro sabe que no va a pecar. Saca la botella de chirle de mil quinientos pesos y se toma otro trago que chorrea por su barba de cepillo. ¿Quién no pita en los bajos del metro? Pasa el metro emperifollado de colores. La gente se afana, es la oportunidad: todo a mil, todo a mil. Tocino, pescado, aguacates, plátanos, tomates, bananos. Barbacoas arde, el mundo se va a acabar, la sangre se calienta, sigue encendiéndose el espíritu navideño. El colectivo aparece. La pelea por montarse: uno y nada, dos y nada, tres y nada, cuatro y nada. Se monta. No sabe encima de quién, no sabe debajo de quién, la hoja de periódico desaparece de su bolsillo, la botella de aguardiente cae entre un mar de pies y no se quiebra. Pedro la recoge. Lovaina, calle de ollas, música de baile. Campo Valdés, fogones en la calle, música, baile. Aranjuez, equipos de sonido, música, baile. Arriba, más arriba, música, baile. Santa Cruz, música, baile. Popular, ya no cabe nadie más, música, baile. Santo Domingo, el mundo se va a acabar, música, baile. Arriba, más arriba, música, baile. Más. Más. Más. Derecho al cielo y a pie, por las escalas sube, por el sendero va trepando Pedro, tuerce a la derecha, tuerce a la izquierda. Retén, cucho. Segundo retén. Tercer retén, cucho. Cuarto retén. Otro retén. Don, mil pesos, le piden los últimos muchachos como si cayeran sobre Rico Mc Pato. Pedro sigue sin un peso. La caseta de teléfono. El poste de la luz. La cuadra. Los techos de cartón:
Qué triste se oye la lluvia
en los techos de cartón.
…el pesebre afuera, de palo y de papel. María, mi Dios me la ampare, los pies se me caen. Dos helicópteros de guerra vuelan por los riscos de los tubos en la noche más pacífica. Ya van a ver ese par. Se sienta en la tienda y su ángel a su lado, entutumados por el chirle de mil quinientos pesos. Ahora sí está bueno para decirles a sus hijos lo que les va a decir. Oí te cuento el cuento -comenzó a decirle todo lúcido el ángel-. Cuando Miguel, el hijo de vos, venga ahora, la felicidad va a llegar con él y vos vas a descansar por saber que está vivo. ¿Sabés qué es el gato? Un rencor. ¿Sabés qué es el ratón? Lo mismo. El gato es un hermano y el otro el ratón. -El ángel toma compostura, pronuncia reflexiones al oído de su amo-. Más allá de Santuario, van los bombarderos a matar. Ya sé, angelín, responde Pedro, decepcionado por la repetidera del ángel, que se la sabe de memoria. ¿Quién guarda el secreto? Todos y nadie, vos también. El árbol de Navidad es para Miguel, fabricado con pino de Piedras Blancas y musgo de la cañada. Bluyín, camisa blanca, zapatos lustrosos, cabello engomado, peinado atrás de golpe, todo gomoso en Navidad Miguel se parece a Eduardo. Cero botas, cero fusil por este barrio. Miguel, viviendo en el monte, está muy mayorcito, y Eduardo persiguiéndolo. No faltarán hoy aquí para ver a su padre. Los niños van a armar una algarabía la macha cuando los vean subir con los costales al hombro. Les dije a los niños en noviembre que los tíos iban a venir en diciembre y cada día me preguntaban si faltaba mucho para que llegara diciembre y los tíos vinieran. Son ellos dos, los tíos de la cuadra, con tantos sobrinos como San Nicolás. Callados, introvertidos, tímidos. Los niños los añoran. Las mamás los adoran. Sus presencias laten todo el año en el barrio. La junta, cuando comenzó diciembre, sabía que iban a venir y prendieron los alumbrados del poste para esperarlos, y la calle la adornaron con guirnaldas de periódico y hojas de cuaderno. Son Miguel y Eduardo un pedazo de todos nosotros, como los Villegas, los Pérez, esos Gómez de Sonsón. Lo curioso es que cuando jóvenes, le ayudaron juntos al cura a fundar el barrio de abajo. Con cadenas se ataban a los troncos, invocando la caridad de Dios, para que la policía no los desalojara. Ya me vas a sacar en cara Pedrín cómo es la selva, pero deje esa bobada, que por aquí no hay quién no lo sepa. Uno de noche cazaba guagua ayudado de la luna, que cuando llena, haga de cuenta angelín el día. Era la liga del otro día: si no había guagua, no había liga. Aquí del barrio todos cazaban guatinaja, y también ñeque y mico. Los echaron a todos. Sólo quedaron solos allá Miguel y Eduardo, y el monte abandonado. Ya verán ese par. ¿Grande el barrio me dice? Como esas cuadritas del frente: ésa y ésa, y ésa y ésa, y aquella otra roja del picacho también. Esta cuadra y nada más, madera y lata. Hasta allá, derecho hasta el poste del cable. Ahí en la esquina donde están encendiendo el fogón, donde comienzan los ranchos, termina el barrio y comienza el otro. Unas cuadras no más. Del terraplén para arriba hay más lotes, a la vuelta de la quebrada. Angelito, ¿para qué sirve la Navidad me dice? Para vivir. Uno, aunque pobre, aguarda regalo. Navidad es la inocencia de los niños, lo demás es cruz. El mismo hombre, el hijo de Dios que nació en un pesebre, es un alemán, un chino o un japonés -Pedro se alzó hasta cumbres insospechadas, como muchas veces les pasa a los campesinos inspirados-. La hermandad duele. ¿No ha peleado usted nunca ángel con otro angelito? Bueno, eso es la hermandad. La hermandad es lo único que uno puede regalar, porque uno nunca se pelea con el que está lejos, sino con el que tiene cerca. Aquel joven vigoroso que viene ahí subiendo las escalas todo contento con gorrito rojo de Santa Claus es Eduardo, el hijo de yo, y no le pasa nada malo por aquí y viene del cuartel, y el otro es Miguel, que viene del monte. Esta cuadra, es cuadra de amor. El amor une, ángel, que me pongo contento de saber que están vivos los dos. La vida -dijo Dios metiéndose en la conversación de Pedro y el ángel- no cabe en esquemas, la vida no la entiendo ni yo. Eduardo por aquí donde su papá respeta a Miguel y Miguel por aquí donde su papá respeta a Eduardo. ¿Qué me dice usted, ángel sabio? -le dijo Pedrín al ángel, todo animado por haber oído la voz de Dios-. Los sentimientos que produce la Navidad -respondió el ángel habiendo también oído el vozarrón de su patrón cometiendo herejía-, no tienen dueño. Nadie es dueño de lo que vos Pedrín sentís. Este cuento que te cuento -lo interrumpió Pedro-, fijate el desorden que tiene y verás, es entre tú y yo, y nadie más. Esta cuadra vive Noche de Paz. La hermandad no es delito. Viejo rabón -le respondió el ángel-, quitate la venda de los ojos, vení miralos subir: tiene piernas Miguel, como Eduardo, tienen manos, tienen cabeza los dos. Miralo como viene Miguel del monte con ese sentimiento de felicidad en la cara. Vé, ángel, allá sube Eduardo del cuartel, que parece Miguel con el gorrito. ¿Qué hora es? Las seis y cuarenta y seis. Vé ese balón que asoma del costal, mirá ese carrito del otro, esa muñeca. Y el ángel, que aunque tomado no olvidaba su deber, le dice a Pedro: -Hablales ya, viejo, ahora o nunca -y lo codeó-: Ve, vaca, deciles ya.
-¡Eduardo, venga acá donde su papá! -dijo el viejo Pedro decidido a hacer valer lo que iba a hacer valer. Se tomó un trago-. Le presento a mi ángel. ¿No lo ve? No importa. Sí, es su hermano Miguel el que sube allá. ¡Ey, Miguel, hijo, venga acá donde su papá!, descanse, que debe estar cansado, tómese un fresco y reconcíliese con su hermano. Vé, Eduardo, no seás cobarde y mirá a Miguel. Y vos, Miguelón, mirá como varón a tu hermano.
El mundo tembló.
-Hola, hermano -le dijo a Eduardo Miguel, el heredero más antiguo del cura Camilo en toda la redonda. Dejó el costal de regalos en el suelo.
-Hola, hermano -respondió Eduardo, el soldado, y dejó su costal de regalos en el piso.
Los niños los rodearon. El mundo continuó suspenso.
-Vamos, seguiles diciendo -le dijo el ángel a Pedro, codeándolo.
-Vós -le dijo Pedro a su hijo Miguel-, vós, si querés, seguí haciendo tu bendita revolución, pero dejate de andar por ahí haciéndole pendejadas a los ricos, que ellos te pagan el doble.
El mundo en su temblor hizo una pausa.
-Y vos, cara de bueno -le dijo a Eduardo-, dejate de andar por ahí pelando pobres, que te van a odiar, para toda la vida.
A lo hecho, pecho.
-María, traé cerveza para estos dos, y le decís a Belmiro que yo le pago después. ¿Oyeron, cagones? Les voy a dar fuete si no se portan bien. Ay, angelito -le dijo al ángel-, reconciliémonos usted y yo también, que estamos en Navidad. Niños, vayan jueguen por allá, que acá estamos los mayores. ¿Para qué sirve la Navidad, me dice? Para vivir -y diciendo esto, Pedro suspiró, como que había botado el taco lejos.
Y los cuatro: Pedro y su ángel bebetas, y los dos hijos calavera, Miguel y Eduardo, se sentaron en silencio, pensativos, en la banca de la ventana con vista a la ciudad, para empezar a vivir juntos la más universal noche: la Noche de Paz. La calle empinada se llenó de gente. Donde había cincuenta aparecieron cien. Papeletas estallaron. Una papa de pólvora reventó en la esquina como una bomba. Un hormiguero de muchachos corrió preso de la risa. Una niña con lazo de Jerusalén en el pelo y manto azul pasó anunciando a voz de cuello con un megáfono que la Novena con el padre Nicolás empezaba a las siete. Un volador se elevó silbando y reventó de colores el cielo. Un globo de papel de viva llama pasó volando de Bello a Envigado. Medellín, en la montaña, se pobló de diamantes, oros y rubíes. El aire lo llenaba un confuso bum bum bum de porros, música parrandera, vallenatos y villancicos. El aire se impregnó de olor a comida. Las cabinas del cable subían y bajaban. Pedro, el día más importante de su vida en que se portó a la altura de las circunstancias, sacó la botella del pantalón y se tomó el último trago de aguardiente de chirle de mil quinientos pesos y, extendido sobre la mesa, se quedó dormido. ¡Ey, dame otro, no seás amarrado!, protestó su ángel, cabeceando también. En la montaña, todos eran hermanos.
Qué triste se oye la lluvia
en los techos de cartón.
…el pesebre afuera, de palo y de papel. María, mi Dios me la ampare, los pies se me caen. Dos helicópteros de guerra vuelan por los riscos de los tubos en la noche más pacífica. Ya van a ver ese par. Se sienta en la tienda y su ángel a su lado, entutumados por el chirle de mil quinientos pesos. Ahora sí está bueno para decirles a sus hijos lo que les va a decir. Oí te cuento el cuento -comenzó a decirle todo lúcido el ángel-. Cuando Miguel, el hijo de vos, venga ahora, la felicidad va a llegar con él y vos vas a descansar por saber que está vivo. ¿Sabés qué es el gato? Un rencor. ¿Sabés qué es el ratón? Lo mismo. El gato es un hermano y el otro el ratón. -El ángel toma compostura, pronuncia reflexiones al oído de su amo-. Más allá de Santuario, van los bombarderos a matar. Ya sé, angelín, responde Pedro, decepcionado por la repetidera del ángel, que se la sabe de memoria. ¿Quién guarda el secreto? Todos y nadie, vos también. El árbol de Navidad es para Miguel, fabricado con pino de Piedras Blancas y musgo de la cañada. Bluyín, camisa blanca, zapatos lustrosos, cabello engomado, peinado atrás de golpe, todo gomoso en Navidad Miguel se parece a Eduardo. Cero botas, cero fusil por este barrio. Miguel, viviendo en el monte, está muy mayorcito, y Eduardo persiguiéndolo. No faltarán hoy aquí para ver a su padre. Los niños van a armar una algarabía la macha cuando los vean subir con los costales al hombro. Les dije a los niños en noviembre que los tíos iban a venir en diciembre y cada día me preguntaban si faltaba mucho para que llegara diciembre y los tíos vinieran. Son ellos dos, los tíos de la cuadra, con tantos sobrinos como San Nicolás. Callados, introvertidos, tímidos. Los niños los añoran. Las mamás los adoran. Sus presencias laten todo el año en el barrio. La junta, cuando comenzó diciembre, sabía que iban a venir y prendieron los alumbrados del poste para esperarlos, y la calle la adornaron con guirnaldas de periódico y hojas de cuaderno. Son Miguel y Eduardo un pedazo de todos nosotros, como los Villegas, los Pérez, esos Gómez de Sonsón. Lo curioso es que cuando jóvenes, le ayudaron juntos al cura a fundar el barrio de abajo. Con cadenas se ataban a los troncos, invocando la caridad de Dios, para que la policía no los desalojara. Ya me vas a sacar en cara Pedrín cómo es la selva, pero deje esa bobada, que por aquí no hay quién no lo sepa. Uno de noche cazaba guagua ayudado de la luna, que cuando llena, haga de cuenta angelín el día. Era la liga del otro día: si no había guagua, no había liga. Aquí del barrio todos cazaban guatinaja, y también ñeque y mico. Los echaron a todos. Sólo quedaron solos allá Miguel y Eduardo, y el monte abandonado. Ya verán ese par. ¿Grande el barrio me dice? Como esas cuadritas del frente: ésa y ésa, y ésa y ésa, y aquella otra roja del picacho también. Esta cuadra y nada más, madera y lata. Hasta allá, derecho hasta el poste del cable. Ahí en la esquina donde están encendiendo el fogón, donde comienzan los ranchos, termina el barrio y comienza el otro. Unas cuadras no más. Del terraplén para arriba hay más lotes, a la vuelta de la quebrada. Angelito, ¿para qué sirve la Navidad me dice? Para vivir. Uno, aunque pobre, aguarda regalo. Navidad es la inocencia de los niños, lo demás es cruz. El mismo hombre, el hijo de Dios que nació en un pesebre, es un alemán, un chino o un japonés -Pedro se alzó hasta cumbres insospechadas, como muchas veces les pasa a los campesinos inspirados-. La hermandad duele. ¿No ha peleado usted nunca ángel con otro angelito? Bueno, eso es la hermandad. La hermandad es lo único que uno puede regalar, porque uno nunca se pelea con el que está lejos, sino con el que tiene cerca. Aquel joven vigoroso que viene ahí subiendo las escalas todo contento con gorrito rojo de Santa Claus es Eduardo, el hijo de yo, y no le pasa nada malo por aquí y viene del cuartel, y el otro es Miguel, que viene del monte. Esta cuadra, es cuadra de amor. El amor une, ángel, que me pongo contento de saber que están vivos los dos. La vida -dijo Dios metiéndose en la conversación de Pedro y el ángel- no cabe en esquemas, la vida no la entiendo ni yo. Eduardo por aquí donde su papá respeta a Miguel y Miguel por aquí donde su papá respeta a Eduardo. ¿Qué me dice usted, ángel sabio? -le dijo Pedrín al ángel, todo animado por haber oído la voz de Dios-. Los sentimientos que produce la Navidad -respondió el ángel habiendo también oído el vozarrón de su patrón cometiendo herejía-, no tienen dueño. Nadie es dueño de lo que vos Pedrín sentís. Este cuento que te cuento -lo interrumpió Pedro-, fijate el desorden que tiene y verás, es entre tú y yo, y nadie más. Esta cuadra vive Noche de Paz. La hermandad no es delito. Viejo rabón -le respondió el ángel-, quitate la venda de los ojos, vení miralos subir: tiene piernas Miguel, como Eduardo, tienen manos, tienen cabeza los dos. Miralo como viene Miguel del monte con ese sentimiento de felicidad en la cara. Vé, ángel, allá sube Eduardo del cuartel, que parece Miguel con el gorrito. ¿Qué hora es? Las seis y cuarenta y seis. Vé ese balón que asoma del costal, mirá ese carrito del otro, esa muñeca. Y el ángel, que aunque tomado no olvidaba su deber, le dice a Pedro: -Hablales ya, viejo, ahora o nunca -y lo codeó-: Ve, vaca, deciles ya.
-¡Eduardo, venga acá donde su papá! -dijo el viejo Pedro decidido a hacer valer lo que iba a hacer valer. Se tomó un trago-. Le presento a mi ángel. ¿No lo ve? No importa. Sí, es su hermano Miguel el que sube allá. ¡Ey, Miguel, hijo, venga acá donde su papá!, descanse, que debe estar cansado, tómese un fresco y reconcíliese con su hermano. Vé, Eduardo, no seás cobarde y mirá a Miguel. Y vos, Miguelón, mirá como varón a tu hermano.
El mundo tembló.
-Hola, hermano -le dijo a Eduardo Miguel, el heredero más antiguo del cura Camilo en toda la redonda. Dejó el costal de regalos en el suelo.
-Hola, hermano -respondió Eduardo, el soldado, y dejó su costal de regalos en el piso.
Los niños los rodearon. El mundo continuó suspenso.
-Vamos, seguiles diciendo -le dijo el ángel a Pedro, codeándolo.
-Vós -le dijo Pedro a su hijo Miguel-, vós, si querés, seguí haciendo tu bendita revolución, pero dejate de andar por ahí haciéndole pendejadas a los ricos, que ellos te pagan el doble.
El mundo en su temblor hizo una pausa.
-Y vos, cara de bueno -le dijo a Eduardo-, dejate de andar por ahí pelando pobres, que te van a odiar, para toda la vida.
A lo hecho, pecho.
-María, traé cerveza para estos dos, y le decís a Belmiro que yo le pago después. ¿Oyeron, cagones? Les voy a dar fuete si no se portan bien. Ay, angelito -le dijo al ángel-, reconciliémonos usted y yo también, que estamos en Navidad. Niños, vayan jueguen por allá, que acá estamos los mayores. ¿Para qué sirve la Navidad, me dice? Para vivir -y diciendo esto, Pedro suspiró, como que había botado el taco lejos.
Y los cuatro: Pedro y su ángel bebetas, y los dos hijos calavera, Miguel y Eduardo, se sentaron en silencio, pensativos, en la banca de la ventana con vista a la ciudad, para empezar a vivir juntos la más universal noche: la Noche de Paz. La calle empinada se llenó de gente. Donde había cincuenta aparecieron cien. Papeletas estallaron. Una papa de pólvora reventó en la esquina como una bomba. Un hormiguero de muchachos corrió preso de la risa. Una niña con lazo de Jerusalén en el pelo y manto azul pasó anunciando a voz de cuello con un megáfono que la Novena con el padre Nicolás empezaba a las siete. Un volador se elevó silbando y reventó de colores el cielo. Un globo de papel de viva llama pasó volando de Bello a Envigado. Medellín, en la montaña, se pobló de diamantes, oros y rubíes. El aire lo llenaba un confuso bum bum bum de porros, música parrandera, vallenatos y villancicos. El aire se impregnó de olor a comida. Las cabinas del cable subían y bajaban. Pedro, el día más importante de su vida en que se portó a la altura de las circunstancias, sacó la botella del pantalón y se tomó el último trago de aguardiente de chirle de mil quinientos pesos y, extendido sobre la mesa, se quedó dormido. ¡Ey, dame otro, no seás amarrado!, protestó su ángel, cabeceando también. En la montaña, todos eran hermanos.
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