miércoles, 26 de octubre de 2011

Las Mil y una Noches




Historia de un pescador


Érase un pescador viejísimo y tan pobre que apenas ganaba para mantener a su esposa y a sus tres hijos.

Cierto día, después de haber echado sus redes inútilmente por dos veces, sintió gran placer al notar que, a la tercera, pesaba de tal modo la red que a duras penas podía tirar de ella hasta la orilla.

¡Pero cuál no sería su desencanto viendo que sólo había pescado cascajo, piedras y el esqueleto de un asno!

Rezó, empero, una fervorosa plegaria, echó las redes por cuarta vez y, cuando las hubo sacado a la playa, observó, con sorpresa, que contenían una copa de bronce cuidadosamente cerrada y con un sello.

-Bueno -se dijo-, la venderé al fundidor y con su producto compraré una medida de trigo.

Tomó su cuchillo y tras no poco trabajó logró romper el sello y destapar la copa. La volvió boca abajo, pero no salió nada. Entonces se la acercó a los ojos y, mientras miraba atentamente a su fondo, salió una columna de humo densísimo que se elevó hasta las nubes, y extendiéndose sobre el mar y las montañas formó un negro nubarrón.

Cuando todo el humo salió de la copa, apareció un Genio cuya estatura era dos o tres veces mayor que la de un gigante.

Al ver aquel monstruo, el pescador, horrorizado, quiso huir, pero el miedo le dejó como petrificado en la playa.

¡Salomón! Gran Profeta de Dios -exclamó el Genio-, perdóname; jamás me opondré a tu voluntad, y tus órdenes serán puntualmente obedecidas.

- ¿Qué es lo que decís, espíritu soberbio? -replicó el pescador con extrañeza-. Hace más de mil ochocientos años que murió Salomón.

-Háblame con más cortesía, o te arranco la existencia, repuso el Genio en tono de amenaza.

-¿Es decir, que me mataréis en pago de haberos puesto en libertad? ¡Pues vaya una recompensa! ¡Pronto lo habéis olvidado!

-Esto no se opone a que mueras a mis manos, y la única gracia que te concedo es que elijas la clase de muerte que va a poner fin a tus días.

-Pero, ¿en qué he podido ofenderos? -preguntó el infeliz pescador, lleno de angustia.

-En nada, pero es forzoso que te trate así, y como prueba de ello escucha mi historia:


«Yo soy uno de esos espíritus malignos que se han rebelado contra la voluntad de Dios. Todos los Genios, menos Sacar y yo, prestaron obediencia al gran profeta Salomón, y este rey, en venganza, me mandó aprisionar y conducir delante de su trono, como en efecto se verificó. A su intimación expresa para que le jurase fidelidad, le respondí con una altanera negativa, y Salomón, en castigo, me encerró dentro de esa copa de cobre, cerrada y sellada por el mismo monarca. Después fui arrojado al mar en mi estrecha cárcel. Durante el primer siglo de prisión juré hacer rico y feliz al hombre que me librase de tormento antes de transcurrir cien años. Pero nadie vino en mi auxilio. En el segundo siglo juré dar a mi libertador todos los tesoros de la tierra, y ninguno apareció. Al tercero, prometí convertir en rey al que me sacara de la copa y prolongar los días de su vida. Por último, desesperado ya, al cuarto siglo de cautiverio juré matar al hombre que me devolviese la libertad y la luz del sol. Ese hombre has sido tú, y, por consiguiente, prepárate a morir, y dime cómo quieres que te mate. Debo cumplir mi juramento.»

En vano le dijo el pescador que aquello era una injusticia, que iba a pagar el bien con un crimen, y a dejar huérfanos a sus tres inocentes hijos; el Genio se mostró iracundo e inexorable.

La necesidad aguza el ingenio, y al pobre pescador se le ocurrió una ingeniosa estratagema.

-Ya que no puedo evitar la muerte -dijo-, me someto a la voluntad de Dios, pero antes de morir quisiera que me dijeras la verdad sobre una duda que tengo.

-Pregunta lo que quieras y despacha pronto -repuso el Genio.

-¿Es verdad que estabas dentro de esa copa?

-Sí, lo juro.

-Pues no puedo creerte, porque es imposible que se encierre tu cuerpo en un sitio tan pequeño, que apenas es capaz de contener una de tus manos. No lo creeré sino viéndolo.

-Pues, para que te convenzas, lo vas a ver ahora mismo.

Entonces se disolvió el cuerpo del Genio, que, cambiado en humo, empezó a entrar poco a poco en la copa, hasta que no quedó fuera ni una sola partícula.

-Y bien: ¿me creerás ahora, incrédulo pescador? - exclamó la voz del Genio.

El pescador, en vez de responder, se apresuró a cerrar la copa con la tapadera. Al verse encerrado nuevamente, el Genio, se enfureció y se esforzó por salir de la copa; pero fue en vano, porque se lo impedía el sello de Salomón, que el pescador había vuelto a ajustar. Recurrió entonces a las súplicas y a los ofrecimientos, asegurando que cuanto había dicho hasta entonces fue chanza; mas el pescador, lejos de ablandarse, replicó:

-Me guardaré muy mucho de dejarte salir, maldito Genio, que pagas con la muerte los beneficios que se te hacen. Voy a arrojar la copa al mar y a avisar a todos mis compañeros que no vengan a echar sus redes en este sitio, y que si llegan a pescar algún día la copa, la vuelvan a arrojar enseguida, si no quieren morir. Y mientras la acabo de cerrar bien para que no puedas escaparte, voy a referirte la historia del Rey leproso y de su médico, para que te sirva de enseñanza...

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