viernes, 11 de noviembre de 2011

Cartografía de las revelaciones - Alfredo Pérez Alencart




COMUNIÓN CON JUAN DE YEPES


Mío también es ese corazón
que una vez dijo: fuente, cielo,
pan, cántico, agua, amor, vida…

Recuerdo el verbo del génesis
y la ebriedad no llena mi alma
cuando digo oraciones sagradas
hasta hallar sobrevida en la fe
que nutre generación tras generación.

Y, aunque es de noche en Ávila,
recojo ese corazón
que no es para los ojos.

Por mi sangre gira la última cena.
Por mi pecho se posa la paloma
que pacifica a los recién llegados.
Por mi abierta piel entra la luz
para la ceremonia del domingo.

Y, aunque es de noche en Ávila,
guardo como sol de mediodía
este abrazo con mi hermano mayor.


Diálogo con Juan de la Cruz (Homenaje en Ávila, 2008)



LOS HUESOS DE ALREDEDOR


Estos huesos de la fosa descubierta
iban por el camino recto
de la vida.

Desde hoy cambiarán de postura: sólo de lugar,
nunca de destino, nunca como esos
cuya baba era de cal y de estólida locura
fusilante.

Hoy Pepe Mateos ha encontrado los huesos
de su padre (1936-2007): hoy lo he visto sudar
bajo un cielo de granizo.

Lo he visto en un pueblo de Castilla, escarbando
la tierra con sus uñas y con el ADN de su sangre.
Lo he visto exhumando 14 cadáveres hasta
ordenar sus huesos más queridos.

Hoy he visto llorar a Pepe Mateos,
llorar con ojos de huérfano, como niño todavía
con sus lagrimales resecos
soportando veintitrés mil días de duelo.

Lo he visto en Pelabravo
limpiando los huesos del padre para inhumarlos
como corresponde, para que la muerte
no siga amasando más tristezas.

Lo he visto conversando con Luis Calvo
mientras peinaba sus canas y guardaba las gafas,
porque desde hoy puede ver
cómo se alarga la sombra de su padre,
ya libremente
por la fría meseta castellana.


NUEVE


En Portugal también los vientos tienen códigos indescifrables,
genealogías volando en alas de la nostalgia,
prolijas costumbres de ataviarse conforme a las estaciones.
Yo tomé sus medidas más allá de la frontera,
arriba del castillo de Lisboa o en una solitaria playa
de la península de Troia.


EL CIRCO


Instalado el circo para la función incancelable
la multitud se inflama bajo una carpa en cuyo ruedo
el anfitrión anuncia el comienzo de las payasadas.

Me sobra dolor para reír felicidades inventadas.
Basta raspar el maquillaje para ver que los payasos
están a punto de llorar, que el griterío agota su paciencia,
que confluyen desastres vitalicios transitando
la humedad de sus miradas.

En las gradas galopa la desmesura
porque persisten olvidos de otras desesperaciones,
partes del mundo dando aletazos de despedida,
ejecuciones por partida triple… Hay una desmemoria
general que sale a relucir, exhalando el veneno
de sus propias leyes conculcantes.

Más allá de los aplausos, el anfitrión ansía coronarse
como el más visible de los cruzados,
como el más obsequioso de los parlanchines,
como el prócer que guiña a la masa creyéndose admirado.

Lanzo piedras contra la jaula y acallo el parloteo
inexplicable que sale de su boca. La culpa
no es de los payasos contratados para esta comedia
ofrecida a quienes nada importa el asco del trasfondo.

Hay grosera embriaguez ubicua, repentinos palos
de ciego: moho, mucho moho en la corona
y en la caperuza del anfitrión que ahora gesticula
como un orate, arañando el aire con negros dedales,
contaminándolo con sus gases.


LAS PÉRDIDAS


Estos años he perdido a tantos. Los heraldos
golpearon la puerta hasta abrirme de par en par con terribles
noticias. Orfebres del funeral fueron,
con taparrabos y vasos quebrados. Me acongojaron,
me trajeron neuralgias, dolores diferentes, aguas amargas,
huyentes narcóticos, timbales ensordeciéndome
los oídos.

Sé de besos desmayados, de fríos abrazos. Muertes con pies
sangrantes que no me dejan dormir. Muertes esquilando
con su inmensa rosa negra. Muertes
que simulan dar leche mientras preparan sus zarpas.
He perdido a tantos por destino o fatalidad. A veces la vida
era tan nueva que se iba en unos cuantos vagidos.
Otras ni mirto ni laurel: sólo coronas
de azafranes para quienes ya flotan por las noches
y vuelven hacia mí.

La muerte es adúltera y se calca en cualquier desolado carril.
No hay escapatoria a su escopeta, a su coscorrón
destructor remoloneando al margen de la ley. En los huesos
está el reloj, la carta de la muerte rutilante y agresiva.

Trueco algunas temporadas de fulgor. Alto precio a pagar
por yacer bajo otra luz del comienzo y del fin. La
muerte se carcajea de mí al tomarle por cierta
en vez de mandarle que salte al revés, quitándole su espinazo
infractor. Pongo el ojo abierto por los muertos
que me sostienen con su voz derramada en todas partes. He
sabido que sus huellas me pertenecen. Soy mitad de mí
mismo si no los pierdo para siempre.

Perder a tantos une simplemente, suma mundos
con todas sus sombras ya muy cerca de mí.

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