Aire del
fuego, no supiste jugar.
Arrojaste
sobre mi casa una tela negra. ¿Qué es esta opacidad en todas partes? Es la
opacidad que cubrió mi cielo. ¿Qué es este silencio en todas partes? Es el
silencio que hizo callar mi canto.
Para
esperar me hubiera bastado con un hilo de agua. Pero te lo llevaste todo. El
sonido que vibra me fue quitado.
No
supiste jugar. Atrapaste las cuerdas. Pero no supiste jugar. Tapiaste todo en
seguida. Rompiste el violín. Arrojaste una llama sobre la piel de seda para
hacer un horrible pantano de sangre.
El
bienestar reía en su alma. Pero era todo mentira. No fue largo el reír.
Ella
estaba en un tren que rodaba hacia el mar. Estaba en un huso que hilaba sobre
la roca. Se abalanzaba, aunque inmóvil, hacia la serpiente de fuego que iba a
consumirla. Y fue allí, de pronto, cuando sorprendió a la confiada, mientras
peinaba sus cabellos, contemplando, en el espejo, su felicidad.
Y cuando
vio subir esa llama sobre ella, oh...
Al
instante, la copa le fue arrancada. Sus manos ya no han sido nada más. Vio como
se la apretaba en un rincón. Se detuvo allí arriba como un enorme tema de
meditación por resolver antes que nada. Dos segundos más tarde, dos segundos
demasiado tarde, huía hacia la ventana, pidiendo socorro.
Toda la
llama entonces la rodeó.
Ella se
encuentra ahora en una cama, y su sufrimiento sube hasta el cielo, sin
encontrar a Dios... y su sufrimiento desciende hasta el fondo del infierno sin
hallar al demonio.
El
hospital duerme. La quemadura despierta. Su cuerpo, como un parque
abandonado...
Defenestrada
de sí misma, busca cómo volver a entrar. El vacío por donde deriva no responde
a sus movimientos.
Lentamente,
en la granja, su trigo arde.
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