‘Esos
gustos secretos, derrotados en otro tiempo por las naranjas con ruibarbo,
estallaron en un anhelo irreprimible cuando empezó a llorar. Volvió a comer
tierra. La primera vez lo hizo casi por curiosidad, segura de que el mal sabor
sería el mejor remedio contra la tentación. Y en efecto no pudo soportar la
tierra en la boca. Pero insistió, vencida por el ansia creciente, y poco a poco
fue rescatando el apetito ancestral, el gusto de los minerales primarios, la
satisfacción sin resquicios del alimento original. Se echaba puñados de tierra
en los bolsillos, y los comía a granitos sin ser vista, con un confuso
sentimiento de dicha y de rabia, mientras adiestraba a sus amigas en las
puntadas más difíciles y conversaba de otros hombres que no merecían el sacrificio
de que se comiera por ellos la cal de las paredes. Los puñados de tierra hacían
menos remoto y más cierto al único hombre que merecía aquella degradación, como
si el suelo que él pisaba con sus finas botas de charol en otro lugar del
mundo, le transmitiera a ella el peso y la temperatura de su sangre en un sabor
mineral que dejaba un rescoldo áspero en la boca y un sedimento de paz en el
corazón.’
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