martes, 23 de diciembre de 2008

Mochilazo de fin de año


El Darién, en el bosque de la palabra. Jean Marie Le Clézio


a Elvira, joven de la etnia Emberá del Darién, Panamá


"En esta región del istmo de Panamá el bosque tropical es extremadamente denso, y la única manera de viajar es en una balsa río arriba. En ese bosque vive una población indígena, dividida en dos grupos, los embera y los wounaans, ambos pertenecientes a la familia lingüística ge-pano-carib. Aterricé allí por casualidad, y quedé tan fascinado por esta gente que permanecí durante varios periodos a lo largo de 3 años. Durante todo ese tiempo no hice otra cosa que vagar sin rumbo fijo de casa en casa —en ese tiempo la población se negaba a vivir en villas— y aprendí a vivir de acuerdo a un ritmo que era completamente distinto a cualquiera que hubiera experimentado hasta ese momento. Como todos los bosques verdaderos, este era particularmente hostil. Tuve que hacer una lista de todos los peligros potenciales y de todos los correspondientes recursos de sobrevivencia. Debo decir que los embera fueron muy pacientes conmigo. Estaban muy divertidos con mi falta de elegancia, y creo que hasta cierto punto yo estaba dispuesto a pagarles con entretenimiento lo que ellos me compartían en sabiduría. No escribí un gran tratado.
El bosque tropical no es realmente un escenario ideal. Los papeles se reblandecen por la humedad, el calor seca las puntas de las plumas. Nada que funcione por medio de electricidad dura mucho. Arribé allí con la convicción de que la literatura era un privilegio, y que siempre me hospedaría en ella para resolver todos mis problemas existenciales. Una protección, de cierta manera; una suerte de ventana virtual que podía desenrollar cuando necesitara refugio de la tormenta."
La literatura oral existe antes que la palabra escrita y todo lenguaje quizás fue poesía original, memoria de una misma memoria, como una estrella contemplada por el brillo de los ojos del hombre primitivo y después el poeta que quedó encadenado a una palabra siempre nueva. Sólo especulo, trazo unas pobres coordenadas en un mundo donde todo es especulación y se eclipsa, no como el sol o la luna en el horizonte, sino las monedas falsas acuñadas por la usura dentro de un planeta de papel amurallado.
El discurso de un premio Nobel de Literatura siempre es noticia y el del francés Jean Marie Le Clézio doblemente para América latina, su literatura (Mèxico), Panamá y un mundo que se evapora en las alcancías de Wall Street. Es que la naturaleza humana devora a la propia naturaleza, que equivale a un perfecto acto de antropofagia sorda y estúpida, que no escucha a su propio ventrílocuo. El hombre silencia la voz, la palabra, la historia, su propia cultura y quiere desandar antiguos pasos, olvidar la sombra, el agua, el curso de los ríos. Colecciona el vacìo de su risa tonta frente a un video juego, se hipnotiza como una rata frente a la serpiente en el desierto que construye frente asì mismo. Las palabras tienen memoria, son un recurso insuparable frente a un aviso publicitario, esa luz de neòn que brilla para una pobre imaginaciòn. ¿Es tan torpe la ecuaciòn que nunca terminaremos de despejar nuestra propia X? No son tiempos para filosofar, ni tirar nùmeros al azar, ni oler las vacìas bòvedas del espanto bursàtil. La pirámide es el tercer ojo del engaño, la sabiduría faraónica del río Nilo que no alcanza a purificar la piedra ni el desierto, trabajo esclavo para los antiguos y nuevos rascacielos.
Le Clézio, dedicó su Nobel en primera instancia a la prodigiosa contadora de cuentos Emberá, Elvira, cuyo discurso tituló: En la selva de las paradojas. Conociò a la india panameña en el Darièn, donde Vasco Nuñez de Balboa fue guiado por los nativos para que conociera y descubriera el mar del Sur, es decir el futuro Ocèano Pacífico, el mar màs grande y rico del planeta. Los indios, que no lo eran, le habìan dado conocer al conquistador, un tercio de la tierra, ni màs ni menos. Allì fue tambièn decapitado Vasco Nùñez por Pedrarias Dávila, el designado Gobernador y Capitàn General de Castilla de Oro. Es historia vieja y ya Vasco Nùñez habìa sido nombrado Gobernador de Panamà y Coiba.
Volvamos al discurso de Le Clèzio que nos llega como astillas de una carpinterìa sin bosque, fragmentariamente, desde la gélida Suecia, pero pensando en el mexicano Juan Rulfo, el nigeriano Chinua Achebe, el mauritano Malcom de Chazal o el poeta británico Wilfrid Owen y en la selva panameña del Tapón del Darién, esa barrera natural que corta la carretera de Colombia con el Istmo, su antiguo departamento hoy república de Panamá. La hostil selva, dijo, le permitió comprender que "la literatura podía existir, pese a todo el desgaste de las convenciones y de los compromisos, pese a la incapacidad de cambiar el mundo en la que se encontraban los escritores". Lamentablemente no cuento con el discurso ìntegro de Le Clezio, para comprender toda su profundidad y matices. La selva, la naturaleza es la vida misma para los Emberà hasta nuestros dìas. es la herencia y allì està todo, dicen, para vivir: medicina, alimentos, techo. Son una etnia muy solidaria en el trabajo. Elvira debiò ser una poeta del cuento ancestral, de las historias que se conservan en la vasija profunda de los sueños y de la realidad cotidiana, donde llega la luz verdadera simplemente.
Recorrì la primera trocha en los 76 hacia el Darièn en un jeep, tierra dura, selva, selva y pude ver el monumental paisaje por donde los españoles atravesaban hacia el istmo con sus corazas, miedos, precipicios, tormentas, lluvias diluvianas, buscando oro para los Reyes catòlicos. El Atlàntico siempre ha estado incomunicado, abandonado, salvaje y eso tambièn tiene sus ventajas. En otro recorrido nos perdimos de noche en la selva darienita. Siempre como Corresponsal Extranjero, iba en el camiòn descapotado atràs. Y tuve el impacto de sentir como la selva me abrazaba y arrojaba hacia dentro de sus entrañas y los ruidos de los animales no eran meros fantasmas. La selva existe, me dije, yo que jugaba con las hormigas y cazaba moscas frente a un ventanal en Santiago. El tiempo no sobra en la selva, simplemente no pasa, sopla como el sueño de un duende desconocido y su misterio es la propia selva que se multiplica asimisma.
Un escritor que quiera cambiar el mundo, està fuera de època y tiempo, de la realidad. Los escritores no son dioses, ni de mentira. Al mundo puede cambiarlo una gran crisis como la que ya estamos viviendo. Una guerra mundial devastadora. Un cambio climàtico que convierta los pinguinos en lagartijas del desierto. Pero la misma piedra o palabra o voz, no cambia el tràfico del desierto. El espejo puede ser cuadrado pero repite la misma imagen. Vèanse y veràn.
Lo interesante en un mundo de consolas, imàgines y digital, es que un francès, años ha, mirò, viviò en esta parte del mundo marginado, aislado, despreciado, de Mèxico a Panamà y Colombia, y desde luego, el viejo y colonizado, casi extinguido continente negro: Àfrica. Escribiò y testimoniò, aunque dijo que le gustarìa actuar. "Lo que le gustaría al escritor por encima de todo es actuar. Actuar en lugar de testimoniar. Escribir, imaginar, soñar, para que sus palabras, sus invenciones y sus sueños intervengan en la realidad, cambien las mentalidades y los corazones, abran un mundo mejor".
Lo que està en juego no sòlo es la credibilidad, sino la eficacia, el significado, el poder de la palabra, pero mucho màs serio aùn es la pèrdida de la memoria ancestral de decenas de algunas lenguas y otros cientos que se ven amenazadas con su extinciòn. Algo de ello trasciende en el discurso del hombre blanco de Francia. La palabra siempre es y serà un compromiso, cada ser humano es la palabra. Los escritores y poetas hacen el trabajo de ordenarlas a su manera y ponerlas en rebeliòn con el abecedario de las grandes mayorìas, si es necesario, azuzarlas, mantenerlas siempre activas y encontrar las justas y necesarias en el eslabòn perdido de las palabras.
"En la actualidad, después de la descolonización, la literatura es uno de los medios para que hombres y mujeres de nuestro tiempo expresen su identidad y reivindiquen su derecho a la palabra y a ser escuchados en su diversidad". Son sus palabras traducidas. La literatura cada dìa està màs arrinconada por el mercado, la televisiòn, el entretenimiento banal, los gobiernos ciegos, corruptos y la idiotez colectiva que hace mucho tiempo tomò el micròfono y dispone de esos ruidos guturales que superan a las viejas tribus o al hombre de las cavernas. La literatura es de unos pocos, con la rara excepciòn de algunos best seller que terminan por ahondar este mundo de sordos y sumir a las personas no en aventuras màgicas como lo hicieron Julio Verne, Stevenson, Defoe, Fielding, Bradbury, Salgari, sino en acartonados esloganes de violencia, de escenarios mudos, inertes, de falsos idolos que comunican el vacìo y la superficie estèril, vacua del ser humano.
Tal vez no hay lugar, ni tiempo para hacer la literatura, construir, disparar la silenciosa bengala o quizas cada época organiza su propio vacío. Un libro puede ser definitivamente una ciudad sin palabras, el silencio de sus propios puntos cardinales.Le Clèzio reflexionò, "entendiò", aceptò en la selva darienita que "la literatura podía existir, pese a todo el desgaste de las convenciones y de los compromisos, pese a la incapacidad de cambiar el mundo en la que se encontraban los escritores". Los libros seguiràn recorriendo como fantasmas el mundo y si bien no tienen la capacidad de transformarlo por arte de magia o un golpe de dados, sus pàginas siempre encontraràn un par de ojos abiertos. La cultura a escala mundial es asunto de todos", sostuvo en Estocolmo el premio Nobel. Y subrayò que el libro, pese a sus elevados precios en los países pobres, sigue siendo el mejor vector para acceder a la cultura, comparado con internet o el cine. "El libro es, en todo su arcaìsmo, la herramienta ideal. Es pràctica, fàcil de manejar, econòmico, señalò. Advirtiò que los libros son un tesoro mayor que los bienes inmuebles o las cuentas bancarias. Casi una ironìa, despuès que las cuentas se vaciaron por arte y magia de la especulaciòn, el fraude, la avaricia, esa enfermedad tan humana. Por ahì algunos brokers señalan con el dedo el infinito de la nada y observan el agujero negro de la oscuridad. ¿Todas las chicharras mueren cantando?Le Clèzio, rindiò un homenaje a la lengua, principio de todo lo humano, pienso,“sin la lengua no habría ciencia, tecnología, leyes, arte, amor”, sentenciò.
Volvamos al discurso, a su naturaleza, a la fìsica, humana, a la del lenguaje y no olvidemos que hay paìses que ya han elaborado su mapa de muerte, tragedias naturales y fìscias, que saben dònde està su talon de Aquiles. Le Clézio define la naturaleza que le ha tocado vivir y hacer su palabra. No se trata de ver el cristal segùn sea su color. Primero, debemos verlo,saber que està ahì, convivir con cada una de sus miradas. La palabra es la primera en ver, habla, dice, opina, hace ver. Dice asì en una de sus partes leìdas en Estocolmo: "El bosque es un mundo sin fronteras. Puedes perderte en la espesura de los árboles y la oscuridad impenetrable. Lo mismo podría decirse del desierto, o el océano abierto, donde cada duna, cada pradera nos encamina a una pradera idéntica, cada ola nos lleva a otra perfectamente idéntica ola." Sè de que està hablando el francès porque conozco los tres escenarios y un bosque siempre escribe mis palabras y el rìo las modifica, transcribe una y otra vez, y ya no sè si son las mismas y si pudiera bañarme en sus lecturas no sòlo una vez. Es un acto muy personal, ìntimo, seguir arando en el desierto.
¿Quièn era Elvira? ¿Por què Le Clèzio le prestò tanta atenciòn en su discurso?"Pero una noche, una joven mujer vino. Su nombre era Elvira. Ella era conocida a lo largo de todo el bosque de los embera por sus habilidades para narrar. Era una aventurera y vivía sin un hombre, sin niños —la gente decía que era un poco borracha, un poco prostituta, pero yo no lo creí ni por un minuto—, e iba de casa en casa para cantar, a cambio de carne, una botella de alcohol o unas monedas.
Aunque no tuve otro acceso a sus historias más que por traducción —el lenguaje de los embera tiene variantes literarias que lo hacen mucho más complejo que su forma cotidiana—, rápidamente me di cuenta de que ella era una gran artista, en el mejor sentido del término. El timbre de su voz, el ritmo de sus manos golpeando contra su pecho, contra su collar de monedas plateadas, y encima de todo ese aire de posesión que iluminó su rostro y su mirada, una suerte de trance rítmico mesurado, ejercía un poder sobre todos aquellos que lo presenciaban. Al simple marco de sus mitos —la invención del tabaco, los gemelos primigenios, historias sobre dioses y humanos al amanecer del tiempo— ella añadía su propia historia, su vida de errancia, sus amores, las traiciones y el sufrimiento, la intensa alegría del amor carnal, el escozor de los celos, su miedo a envejecer, a morir.Ella era poesía en acción, teatro antiguo, y la más contemporánea de todas las novelas al mismo tiempo. Ella era todas esas cosas con fuego, con violencia; ella inventó, en la oscuridad del bosque, entre el envolvente sonido de insectos y ranas y el aleteo de los murciélagos, una sensación que no podía ser llamada de otra manera más que belleza. Como si en su canción ella cargara el auténtico poder de la naturaleza, y esto era seguramente la más grande paradoja: que este lugar aislado, este bosque, tan lejos como podía imaginarlo de la sofisticación de la literatura, era el sitio donde el arte había encontrado su más fuerte, su más auténtica expresión.
Después dejé la región y no volví a ver a Elvira, ni a ningún otro rapsoda del bosque de Darién. Me quedé con algo más que nostalgia —con la certeza de que la literatura podría existir, incluso si estaba revestida con la convención y compromiso, incluso si los escritores fueran incapaces de cambiar al mundo. Algo grande y poderoso, que los sobrepasaba, que en alguna ocasión podría animarlos y transfigurarlos, y restaurar el sentido de armonía con la naturaleza. Algo nuevo y muy antiguo al mismo tiempo, impalpable como el viento, etéreo como las nubes, infinito como el mar. Esto es algo que vibra en la poesía de Jalal ad-Din Rumi, por ejemplo, o en la arquitectura visionaria de Emanuel Swedenborg. El escalofrío que uno siente al leer los más bellos textos de la humanidad, como el discurso que Chief Stealth dio en la mitad del siglo XIX al presidente de los Estados Unidos cuando les concedió su tierra: “Podemos ser hermanos después de todo...”.




Los dones de la espera

Siempre, adonde llego,
me dicen que espere.
Y espero.
A veces ni me escuchan.
Espero.

Nací en el campo. Tuve tierras.
Esperé las lluvias.
Esperé los soles.

21 días para los pollitos amarillos.
30 días para los paticos del lago.

Esperé a que crecieran los árboles,
durante años. Sépanlo ustedes que compran
en el mercado los frutos ya maduros.

Me resisto a considerar
que durante todo el tiempo que un árbol tarda en crecer
no tengas para mí una mirada amistosa.

Si no la tuvieres,
como no tuvo frutos alguno de aquellos árboles,
aún podré esperarlos de otro.

O del siguiente, si fuere necesario.
Yo sé esperar.


De la poesía

La poesía no te exige que seas grande
No te quiere mayor ni menor de lo que eres.

De nada le sirve que hables como los demás.
Repetir es detenerse donde otros llegaron.

La poesía quiere apenas
que detengas tu atención en lo que sólo tú puedes ver.


Sustos de niño

El susto de ver el primer mendigo.
Y el susto de ver que mi madre
pasaba sin asustarse.

Distancias

La mayor distancia de la tierra
bien puede estar entre las puertas
de dos apartamentos.

Geraldino Brasil. (Meceió). 1926.


Un buen maestro

Fui maestro de escuela rural.
Cuarenta alumnos y un loro de mascota.
Un día se acabó el presupuesto.
Se fueron todos y también el loro.
Cinco años
después,
trabajaba en las montañas como leñador.
En la copa
de un árbol
pude escuchar:
“Y uno y dos y tres.
A.B.C.
Sin presupuesto sabemos leer”.
Un loro le enseñaba a sus hijos.
Era un buen maestro.

Ángel Rosendo Álvarez (Montería). 1963.


Agujeros negros

miré el techo de mi habitación
que es como un mapa del universo
y vi dos agujeros

a uno lo llamé como tú
al otro le puse mi nombre

somos dos agujeros negros
en el universo
del techo de mi habitación


Ángel Gauche (España)


El pantano de la luna. H.P. Lovecraft


Denys Barry se ha esfumado en alguna parte, en alguna región espantosa y remota de la que nada sé. Estaba con él la última noche que pasó entre los hombres, y escuché sus gritos cuando el ser lo atacó; pero, ni todos los campesinos y policías del condado de Meath pudieron encontrarlo, ni a él ni a los otros, aunque los buscaron por todas partes. Y ahora me estremezco cuando oigo croar a las ranas en los pantanos o veo la luna en lugares solitarios.
Había intimado con Denys Barry en Estados Unidos, donde éste se había hecho rico, y lo felicité cuando recompró el viejo castillo junto al pantano, en el somnoliento Kilderry. De Kilderry procedía su padre, y allí era donde quería disfrutar de su riqueza, entre parajes ancestrales. Los de su estirpe antaño se enseñoreaban sobre Kilderry, y habían construido y habitado el castillo; pero aquellos días ya resultaban remotos, así que durante generaciones el castillo había permanecido vacío y arruinado. Tras volver a Irlanda, Barry me escribía a menudo contándome cómo, mediante sus cuidados, el castillo gris veía alzarse una torre tras otra sobre sus restaurados muros, tal como se alzaran ya tantos siglos antes, y cómo los campesinos lo bendecían por devolver los antiguos días con su oro de ultramar. Pero después surgieron problemas y los campesinos dejaron de bendecirlo y lo rehuyeron como a una maldición. Y entonces me envió una carta pidiéndome que lo visitase, ya que se había quedado solo en el castillo, sin nadie con quien hablar fuera de los nuevos criados y peones contratados en el norte.
La fuente de todos los problemas era la ciénaga, según me contó Barry la noche de mi llegada al castillo. Alcancé Kilderry en el ocaso veraniego, mientras el oro de los cielos iluminaba el verde de las colinas y arboledas y el azul de la ciénaga, donde, sobre un lejano islote, unas extrañas ruinas antiguas resplandecían de forma espectral. El crepúsculo resultaba verdaderamente grato, pero los campesinos de Ballylough me habían puesto en guardia y decían que Kilderry estaba maldita, por lo que casi me estremecí al ver los altos torreones dorados por el resplandor. El coche de Barry me había recogido en la estación de Ballylough, ya que el tren no pasa por Kilderry. Los aldeanos habían esquivado al coche y su conductor, que procedía del norte, pero a mí me habían susurrado cosas, empalideciendo al saber que iba a Kilderry. Y esa noche, tras nuestro encuentro, Barry me contó por qué.
Los campesinos habían abandonado Kilderry porque Denys Barry iba a desecar la gran ciénaga. A pesar de su gran amor por Irlanda, Estados Unidos no lo había dejado intacto y odiaba ver abandonada la amplia y hermosa extensión de la que podía extraer turba y desecar las tierras. Las leyendas y supersticiones de Kilderry no lograron conmoverlo y se burló cuando los aldeanos primero rehusaron ayudarle y más tarde, viéndolo decidido, lo maldijeron marchándose a Ballylough con sus escasas pertenencias. En su lugar contrató trabajadores del norte y cuando los criados lo abandonaron también los reemplazó. Pero Barry se encontraba solo entre forasteros, así que me pidió que lo visitara.
Cuando supe qué temores habían expulsado a la gente de Kilderry, me reí tanto como mi amigo, ya que tales miedos eran de la clase más indeterminada, estrafalaria y absurda. Tenían que ver con alguna absurda leyenda tocante a la ciénaga, y con un espantoso espíritu guardián que habitaba las extrañas ruinas antiguas del lejano islote que divisara al ocaso. Cuentos de luces danzantes en la penumbra lunar y vientos helados que soplaban cuando la noche era cálida; de fantasmas blancos merodeando sobre las aguas y de una supuesta ciudad de piedra sumergida bajo la superficie pantanosa. Pero descollando sobre todas esas locas fantasías, única en ser unánimemente repetida, estaba el que la maldición caería sobre quien osase tocar o drenar el inmenso pantano rojizo. Había secretos, decían los campesinos, que no debían desvelarse; secretos que permanecían ocultos desde que la plaga exterminase a los hijos de Partholan, en los fabulosos años previos a la historia. En el Libro de los invasores se cuenta que esos retoños de los griegos fueron todos enterrados en Tallaght, pero los viejos de Kilderry hablan de una ciudad protegida por su diosa de la luna tutelar, así como de los montes boscosos que la ampararon cuando los hombres de Nemed llegaron de Escitia con sus treinta barcos.
Tales eran los absurdos cuentos que habían conducido a los aldeanos al abandono de Kilderry, y al oírlos no me resultó extraño que Denys Barry no hubiera querido prestarles atención. Sentía, no obstante, gran interés por las antigüedades, y estaba dispuesto a explorar a fondo el pantano en cuanto lo desecasen. Había ido con frecuencia a las ruinas blancas del islote pero, aunque evidentemente muy antiguas y su estilo guardaba muy poca relación con la mayoría de las ruinas irlandesas, se encontraba demasiado deteriorado para ofrecer una idea de su época de gloria. Ahora se estaba a punto de comenzar los trabajos de drenaje, y los trabajadores del norte pronto despojarían a la ciénaga prohibida del musgo verde y del brezo rojo, y aniquilarían los pequeños regatos sembrados de conchas y los tranquilos estanques azules bordeados de juncos.
Me sentí muy somnoliento cuando Barry me hubo contado todo aquello, ya que el viaje durante el día había resultado fatigoso y mi anfitrión había estado hablando hasta bien entrada la noche. Un criado me condujo a mi alcoba, que se hallaba en una torre lejana, dominando la aldea y la llanura que había al pie del pantano, así como la propia ciénaga, por lo que, a la luz lunar, pude ver desde la ventana las silenciosas moradas abandonadas por los campesinos, y que ahora alojaban a los trabajadores del norte, y también columbré la iglesia parroquial con su antiguo capitel, y a lo lejos, en la ciénaga que parecía al acecho, las remotas' ruinas antiguas, resplandeciendo de forma blanca y espectral sobre el islote. Al tumbarme, creí escuchar débiles sonidos en la distancia, sones extraños y medio musicales que me provocaron una rara excitación que tiñeron mis sueños. Pero la mañana siguiente, al despertar, sentí que todo había sido un sueño, ya que las visiones que tuve resultaban más maravillosas que cualquier sonido de flautas salvajes en la noche. Influida por la leyenda que me había contado Barry, mi mente había merodeado en sueños en torno a una imponente ciudad, ubicada en un valle verde cuyas calles y estatuas de mármol, villas y templos, frisos e inscripciones, evocaban de diversas maneras la gloria de Grecia. Cuando compartí ese sueño con Barry, nos echamos a reír juntos; pero yo me reía más, porque él se sentía perplejo ante la actitud de sus trabajadores norteños. Por sexta vez se habían quedado dormidos, despertando de una forma muy lenta y aturdidos, actuando como si no hubieran descansado, aun cuando se habían acostado temprano la noche antes.
Esa mañana y tarde deambulé a solas por la aldea bañada por el sol, hablando aquí y allá con los fatigados trabajadores, ya que Barry estaba ocupado con los planes finales para comenzar su trabajo de desecación. Los peones no estaban tan contentos como debieran, ya que la mayoría parecía desasosegada por culpa de algún sueño, aunque intentaban en vano recordarlo. Les conté el mío, pero no se interesaron por él hasta que no mencioné los extraños sonidos que creí oír. Entonces me miraron de forma rara y dijeron que ellos también creían recordar sonidos extraños.
Al anochecer, Barry cenó conmigo y me comunicó que comenzaría el drenaje en dos días. Me alegré, ya que aunque me disgustaba ver el musgo y el brezo y los pequeños regatos y lagos desaparecer, sentía un creciente deseo de posar los ojos sobre los arcaicos secretos que la prieta turba pudiera ocultar. Y esa noche el sonido de resonantes flautas y peristilos de mármol tuvo un final brusco e inquietante, ya que vi caer sobre la ciudad del valle una pestilencia, y luego la espantosa avalancha de las laderas boscosas que cubrieron los cuerpos muertos en las calles y dejaron expuesto tan sólo el templo de Artemisa en lo alto, donde Cleis, la anciana sacerdotisa de la luna, yacía fría y silenciosa con una corona de marfil sobre sus sienes de plata.
He dicho que desperté de repente y alarmado. Por un instante no fui capaz de determinar si me encontraba despierto o dormido; pero cuando vi sobre el suelo el helado resplandor lunar y los perfiles de una ventana gótica enrejada, decidí que debía estar despierto y en el castillo de Kilderry. Entonces escuché un reloj en algún lejano descansillo de abajo tocando las dos y supe que estaba despierto. Pero aún me llegaba el monótono toque de flauta a lo lejos; aires extraños, salvajes, que me hacían pensar en alguna danza de faunos en el remoto Menalo. No me dejaba dormir y me levanté impaciente, recorriendo la estancia. Sólo por casualidad llegué a la ventana norte y oteé la silenciosa aldea, así como la llanura al pie de la ciénaga. No quería mirar, ya que lo que deseaba era dormir; pero las flautas me atormentaban y tenía que hacer o mirar algo. ¿Cómo sospechar lo que estaba a punto de contemplar?
Allí, a la luz de la luna que fluía sobre el espacioso llano, se desarrollaba un espectáculo que ningún mortal, habiéndolo presenciado, podría nunca olvidar. Al son de flautas de caña que despertaban ecos sobre la ciénaga, se deslizaba silenciosa y espeluznantemente una multitud entremezclada de oscilantes figuras, acometiendo una danza circular como las que los sicilianos debían ejecutar en honor a Deméter en los viejos días, bajo la luna de cosecha, junto a Ciane. La amplia llanura, la dorada luz lunar, las siluetas bailando entre las sombras y, ante todo, el estridente y monótono son de flautas producían un efecto que casi me paralizó, aunque a pesar de mi miedo noté que la mitad de aquellos danzarines incansables y maquinales eran los peones que yo había creído dormidos, mientras que la otra mitad eran extraños seres blancos y aéreos, de naturaleza medio indeterminada, que sin embargo sugerían meditabundas y pálidas náyades de las amenazadas fuentes de la ciénaga. No sé cuánto estuve contemplando esa visión desde la ventana del solitario torreón antes de derrumbarme bruscamente en un desmayo sin sueños del que me sacó el sol de la mañana, ya alto.
Mi primera intención al despertar fue comunicar a Denys Barry todos mis temores y observaciones, pero en cuanto vi el resplandor del sol a través de la enrejada ventana oriental me convencí de que lo que creía haber visto no era algo real. Soy propenso a extrañas fantasías, aunque no lo bastante débil como para creérmelas, por lo que en esta ocasión me limité a preguntar a los peones, que habían dormido hasta muy tarde y no recordaban nada de la noche anterior salvo brumosos sueños de sones estridentes. Este asunto del espectral toque de flauta me atormentaba de veras y me pregunté si los grillos de otoño habrían llegado antes de tiempo para fastidiar las noches y acosar las visiones de los hombres. Más tarde encontré a Barry en la librería, absorto en los planos para la gran faena que iba a acometer al día siguiente, y por primera vez sentí el roce del mismo miedo que había ahuyentado a los campesinos. Por alguna desconocida razón sentía miedo ante la idea de turbar la antigua ciénaga y sus tenebrosos secretos, e imaginé terribles visiones yaciendo en la negrura bajo las insondables profundidades de la vieja turba. Me parecía locura que se sacase tales secretos a la luz y comencé a desear tener una excusa para abandonar el castillo y la aldea. Fui tan lejos como para mencionar de pasada el tema a Barry, pero no me atreví a proseguir cuando soltó una de sus resonantes risotadas. Así que guardé silencio cuando el sol se hundió llameante sobre las lejanas colinas y Kilderry se cubrió de rojo y oro en medio de un resplandor semejante a un prodigio.
Nunca sabré a ciencia cierta si los sucesos de esa noche fueron realidad o ilusión. En verdad trascienden a cualquier cosa que podamos suponer obra de la naturaleza o el universo, aunque no es posible dar una explicación natural a esas desapariciones que fueron conocidas tras su consumación. Me retiré temprano y lleno de temores, y durante largo tiempo me fue imposible conciliar el sueño en el extraordinario silencio de la noche. Estaba verdaderamente oscuro, ya que a pesar de que el cielo estaba despejado, la luna estaba casi en fase de nueva y no saldría hasta la madrugada. Mientras estaba tumbado pensé en Denys Barry, y en lo que podía ocurrir en esa ciénaga al llegar el alba, y me descubrí casi frenético por el impulso de correr en la oscuridad, coger el coche de Barry y conducir enloquecido hacia Ballylough, fuera de las tierras amenazadas. Pero antes de que mis temores pudieran concretarse en acciones, me había dormido y atisbaba sueños sobre la ciudad del valle, fría y muerta bajo un sudario de sombras espantosas.
Probablemente fue el agudo son de flautas el que me despertó, aunque no fue eso lo primero que noté al abrir los ojos. Me encontraba tumbado de espaldas a la ventana este, desde la que se divisaba la ciénaga y por donde la luna menguante se alzaría, y por tanto yo esperaba ver incidir la luz sobre el muro opuesto, frente a mí; pero no había esperado ver lo que apareció. La luz, efectivamente, iluminaba los cristales del frente, pero no se trataba del resplandor que da la luna. Terrible y penetrante resultaba el raudal de roja refulgencia que fluía a través de la ventana gótica, y la estancia entera brillaba envuelta en un fulgor intenso y ultraterreno. Mis acciones inmediatas resultan peculiares para tal situación, pero tan sólo en las fábulas los hombres hacen las cosas de forma dramática y previsible. En vez de mirar hacia la ciénaga, en busca de la fuente de esa nueva luz, aparté los ojos de la ventana, lleno de terror, y me vestí desmañadamente con la aturdida idea de huir. Me recuerdo tomando sombrero y revólver, pero antes de acabar había perdido ambos sin disparar el uno ni calarme el otro. Pasado un tiempo, la fascinación de la roja radiación venció en mí el miedo y me arrastré hasta la ventana oeste, mirando mientras el incesante y enloquecedor toque de flauta gemía y reverberaba a través del castillo y sobre la aldea.
Sobre la ciénaga caía un diluvio de luz ardiente, escarlata y siniestra, que surgía de la extraña y arcaica ruina del lejano islote. No puedo describir el aspecto de esas ruinas... debí estar loco, ya que parecía alzarse majestuosa y pletórica, espléndida y circundada de columnas, y el reflejo de llamas sobre el mármol de la construcción hendía el cielo como la cúspide de un templo en la cima de una montaña. Las flautas chirriaban y los tambores comenzaron a doblar, y mientras yo observaba lleno de espanto y terror creí ver oscuras formas saltarinas que se silueteaban grotescamente contra esa visión de mármol y resplandores. El efecto resultaba titánico -completamente inimaginable- y podría haber estado mirando eternamente de no ser que el sonido de flautas parecía crecer hacia la izquierda. Trémulo por un terror que se entremezclaba de forma extraña con el éxtasis, crucé la sala circular hacia la ventana norte, desde la que podía verse la aldea y el llano que se abría al pie de la ciénaga. Entonces mis ojos se desorbitaron ante un extraordinario prodigio aún más grande, como si no acabase de dar la espalda a una escena que desbordaba la naturaleza, ya que por la llanura espectralmente iluminada de rojo se desplazaba una procesión de seres con formas tales que no podían proceder sino de pesadillas.
Medio deslizándose, medio flotando por los aires, los fantasmas de la ciénaga, ataviados de blanco, iban retirándose lentamente hacia las aguas tranquilas y las ruinas de la isla en fantásticas formaciones que sugerían alguna danza ceremonial y antigua. Sus brazos ondeantes y traslúcidos, al son de los detestables toques de aquellas flautas invisibles, reclamaban con extraordinario ritmo a una multitud de tambaleantes trabajadores que les seguían perrunamente con pasos ciegos e involuntarios, trastabillando como arrastrados por una voluntad demoníaca, torpe pero irresistible. Cuando las náyades llegaban a la ciénaga sin desviarse, una nueva fila de rezagados zigzagueaba tropezando como borrachos, abandonando el castillo por alguna puerta apartada de mi ventana; fueron dando tumbos de ciego por el patio y a través de la parte interpuesta de aldea, y se unieron a la titubeante columna de peones en la llanura. A pesar de la altura, pude reconocerlos como los criados traídos del norte, ya que reconocí la silueta fea y gruesa del cocinero, cuyo absurdo aspecto ahora resultaba sumamente trágico. Las flautas sonaban de forma horrible y volví a escuchar el batir de tambores procedente de las ruinas de la isla. Entonces, silenciosa y graciosamente, las náyades llegaron al agua y se fundieron una tras otra con la antigua ciénaga, mientras la línea de seguidores, sin medir sus pasos, chapoteaba desmañadamente tras ellas para acabar desapareciendo en un leve remolino de insalubres burbujas que apenas pude distinguir en la luz escarlata. Y mientras el último y patético rezagado, el obeso cocinero, desaparecía pesadamente de la vista en el sombrío estanque, las flautas y tambores enmudecieron, y los cegadores rayos de las ruinas se esfumaron al instante, dejando la aldea de la maldición desolada y solitaria bajo los tenues rayos de una luna recién acabada de salir.
Mi estado era ahora el de un indescriptible caos. No sabiendo si estaba loco o cuerdo, dormido o despierto, me salvé sólo merced a un piadoso embotamiento. Creo haber hecho cosas tan ridículas como rezar a Artemisa, Latona, Deméter, Perséfona y Plutón. Todo cuando podía recordar de mis días de estudios clásicos de juventud me acudió a los labios mientras los horrores de la situación despertaban mis supersticiones más arraigadas. Sentía que había presenciado la muerte de toda una aldea y sabía que estaba a solas en el castillo con Denys Barry, cuya audacia había desatado la maldición. Al pensar en él me acometieron nuevos terrores y me desplomé en el suelo, no inconsciente, pero sí físicamente incapacitado. Entonces sentí el helado soplo desde la ventana este, por donde se había alzado la luna, y comencé a escuchar los gritos en el castillo, abajo. Pronto tales gritos habían alcanzado una magnitud y cualidad que no quiero transcribir, y que me hacen enfermar al recordarlos. Todo cuanto puedo decir es que provenían de algo que yo conocí como amigo mío.
En cierto instante, durante ese periodo estremecedor, el viento frío y los gritos debieron hacerme levantar, ya que mi siguiente impresión es la de una enloquecida carrera por la estancia y a través de corredores negros como la tinta y, fuera, cruzando el patio para sumergirme en la espantosa noche. Al alba me descubrieron errando trastornado cerca de Ballylough, pero lo que me enloqueció por completo no fue ninguno de los terrores vistos u oídos antes. Lo que yo musitaba cuando volví lentamente de las sombras eran un par de incidentes acaecidos durante mi huida, incidente de poca monta, pero que me recomen sin cesar cuando estoy solo en ciertos lugares pantanosos o a la luz de la luna.
Mientras huía de ese castillo maldito por el borde de la ciénaga, escuché un nuevo sonido; algo común, aunque no lo había oído antes en Kilderry. Las aguas estancadas, últimamente bastante despobladas de vida animal, ahora hervían de enormes ranas viscosas que croaban aguda e incesantemente en tonos que desentonaban de forma extraña con su tamaño. Relucían verdes e hinchadas bajo los rayos de luna, y parecían contemplar fijamente la fuente de luz. Yo seguí la mirada de una rana muy gorda y fea, y vi la segunda de las cosas que me hizo perder el tino.
Tendido entre las extrañas ruinas antiguas y la luna menguante, mis ojos creyeron descubrir un rayo de débil y trémulo resplandor que no se reflejaba en las aguas de la ciénaga. Y ascendiendo por ese pálido camino mi mente febril imaginó una sombra leve que se debatía lentamente; una sombra vagamente perfilada que se retorcía como arrastrada por monstruos invisibles. Enloquecido como estaba, encontré en esa espantosa sombra un monstruoso parecido, una caricatura nauseabunda e increíble, una imagen blasfema del que fuera Denys Barry.



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