Todo empezó el día en que Luigi me cortó el pelo. Parecía un profesor loco –específicamente Doc en Regreso al futuro–, así que Luigi tomó las tijeras y trató de recomponerme. Sin embargo –y eso fue exactamente lo que se me ocurrió cuando inspeccioné el corte al otro día en el espejo del baño– no acabó de cortar todo lo que había que cortar. El estilo había mejorado mucho, eso es innegable, pero quedaba un flequillo desordenado que empezaba a irritarme. Y afuera hacía calor. De modo que saqué el accesorio para cortar el pelo que viene con la maquinilla de afeitar y di unos cuantos hachazos aquí y allá. Cuando finalmente salí al mundo exterior parecía, y ése fue el consenso general, un espantapájaros de muy mala reputación. Al final fui a otra barbería (no me atreví a mostrarle a Luigi mi obra) e hice que lo esquilaran todo. Ahora parezco un cruce de Britney Spears con Michel Foucault.
En resumen, fue uno de esos días –todos los tenemos– en los que no hay manera de que el pelo se vea bien. No voy a extenderme en el estudio folicular de la filosofía occidental (el bigote de Nietzsche, tan voluntad-de-poder-eterno-retorno, las barbas de Marx, muy trabajadores del mundo uníos), pero es necesario decir que un corte de pelo puede tener importantes consecuencias filosóficas. Jean-Paul Sartre, el pensador existencialista francés, tuvo una experiencia con la tonsura particularmente traumática a los siete años de edad. Hasta ese momento su carrera como seductor de multitudes había sido deslumbrante. Todo el mundo se refería al joven Polou como “el ángel”. Su madre había cultivado con esmero un halo exuberante de rizos rubios. Pero al abuelo se le metió en la cabeza un día que Polou parecía una niña, así que esperó a que la madre saliera e invitó al niño a un paseo prometiéndole una sorpresa. La sorpresa resultó ser la barbería. Polou estaba ansioso por mostrarle a su madre su nueva apariencia, pero apenas ésta entró por la puerta y lo vio, salió corriendo escaleras arriba y se arrojó sobre la cama llorando histéricamente. El universo tan celosamente construido –celosamente acicalado, se podría decir– acababa de derrumbarse, como si se desmontara un decorado de Hollywood y se reconstruyera después para una película diferente, una más dura, más lúgubre, menos romántica y sin semidioses. Como en un cuento de hadas al revés, el joven Sartre se metamorfoseó de ángel en sapo. Por primera vez se dio cuenta de que era tan feo como pegarle a la mamá –en palabras de su amante norteamericana Sally Shelley–.
“La evidencia de mi fealdad” se convirtió en un leitmotiv a duras penas reprimido de su escritura. La llevaba como una medalla de honor. (Camus observa a Sartre diligentemente aplicado a la seducción en un bar de París y le pregunta por qué se esmera tanto. “¿Te has fijado en esta cara?”, le responde Sartre.) El novelista Michel Houellebecq escribió en alguna parte que cuando conoció a Sartre pensó que era casi discapacitado. No es un comentario agresivo. Está, por un lado, el estrabismo (su característico ojo perezoso que parece mirar en dos direcciones al mismo tiempo), y por otro la disfuncionalidad de diversas partes de su cuerpo, además de que su fealdad cuenta para él como una especie de discapacidad. No puedo evitar preguntarme cuán indispensable para la filosofía es la fealdad. Sartre parece sugerir que el pensamiento –el cuestionamiento serio e insistente– surge de (quizás surge con) la conciencia de la propia fealdad.
No quiero ponerme personal o pesado, pero está claro que un concurso de miss o míster universo con filósofos no tendría nada que envidiarle al partido de fútbol entre filósofos imaginado por Monty Python. Tendría, por así decirlo, una relación irónica con la belleza. La filosofía como sátira de la belleza.
No es por azar que Sócrates, uno de nuestros padres fundadores, proclame ostentosamente su fealdad. Es el lado cómico del gran hombre. Sócrates es (a) un pensador que plantea interrogantes profundos y difíciles, y es (b) feo. En el neoplatonismo renacentista (recuérdese, por ejemplo, la descripción de los sabios tontos en El elogio de la locura de Erasmo) Sócrates, aun espectacularmente feo, aparece bajo una lógica explícitamente cristiana: la filosofía –como los rizos angélicos de Sartre– deberá salvarnos de nuestra fealdad (quizás más de la moral que de la física).
Tampoco puedo evitar la idea de que la fealdad infiltró las proposiciones originales de la filosofía precisamente desde esta perspectiva de la redención. La implicación se encuentra en obras como el Fedro de Platón. Si hemos de morir para llegar a lo cierto, lo bueno y lo bello (to kalon: ni masculino ni femenino sino neutro, como el ángel efímero de madame Sartre, de género indeterminado), ha de ser porque lo cierto, lo bueno y lo bello nos eluden tan radicalmente en vida. ¿Crees que eres bello?, parece decir Sócrates. ¡Fíjate bien! La idea de lo bello en este mundo es como una equivocación. Un error de pensamiento que debe ser repensado.
Quizás la misión de Sócrates sea hacer del mundo un lugar seguro para los feos. ¿Acaso no es todo el mundo un poco feo desde una u otra perspectiva en uno u otro momento? ¿Quién es verdaderamente bello todo el tiempo? Solo los arquetipos pueden ser verdaderamente bellos.
Avanzo rápidamente hasta llegar a Sartre y a mi propia crisis con el espejo del baño. Me da la sensación de que desde este punto podemos mirar el neoexistencialismo con nuevos ojos. Sartre (como Aristóteles, como el mismo Sócrates en ciertos momentos curiosos) intenta huir de los arquetipos. En particular, de un concepto trascendental de belleza que no deja de atormentarnos –y que a veces nos mutila–.
“No importa que seas un tipo horriblemente feo. Si eres existencialista, vas a lograrlo”. Hasta donde sé, Sartre nunca usó estas palabras exactas (aunque definitivamente sí se describió a sí mismo como “salaud”). Pero la idea surge en casi todo lo que escribió. Nuestro intento por alcanzar la belleza es un intento por convertirnos en Dios (el en-sí-para-sí, según la irritante expresión de Sartre). Queremos, en otras palabras, convertirnos en lo perfecto, en un ícono de perfección, y esto es imposible de lograr. Pero es buen negocio para los productores de cremas de belleza, para los cirujanos plásticos e incluso –¡claro que sí!– para los barberos.
Cambio de sexo por un momento –voy en la dirección que madame Sartre hubiera preferido– y empiezo a sospechar que Britney Spears se afeitó la cabeza en aras de un argumento sartreano o socrático (y no a causa, por ejemplo, de una crisis nerviosa). Buscaba, en efecto, recurrir a la apariencia para desmitificar lo bello. Perspicaz. El pelo está en el piso, inexplicablemente desdibujado (Sartre), y con él yace la idea convencional de lo femenino. Pienso en Marilyn Monroe y en Brigitte Bardot desde esa misma perspectiva: al decidir morir, la una, y vivir, la otra, pretenden dejar atrás su estatus de ícono, desmontarlo. Desde el punto de vista neoexistencialista, lo bello, to kalon, no es una abstracción trascendente que se ha popularizado. La belleza es una cosa (Durkheim afirmó que los hechos sociales son cosas). Yo soy una no-cosa. Es la razón por la cual nunca podré llegar a ser verdaderamente bello. Aunque ello no impida que desee ser lo uno o lo otro. Quizás eso explique la anotación en los cuadernos de Camus (el más osado contendor de Sartre): “La belleza es insoportable y nos conduce a la desesperación”.
Me río cada vez que alguien me dice que debo dejar de juzgarlo todo. Juzgar es justamente lo que hacemos. No hacerlo sería como estar muerto. Tipificar es el comportamiento normal. Esa mirada original en el espejo, ligeramente desesperanzada y tan consciente de lo que ve (y usualmente acompañada de la expresión “¿No es más?” o “¿Así están las cosas?”), es una herramienta poderosa porque nos impulsa a mejorar. La trascendencia es en el aquí y el ahora. Debemos trascendernos a nosotros mismos. Y podemos (y aquí cito a Sartre) tras-ascender o trasdescender. La inevitable insatisfacción con nuestra propia apariencia es el motor no solo de la filosofía sino de toda la sociedad civil. Esto, suponiendo que no nos arranquemos los pelos de raíz.
En resumen, fue uno de esos días –todos los tenemos– en los que no hay manera de que el pelo se vea bien. No voy a extenderme en el estudio folicular de la filosofía occidental (el bigote de Nietzsche, tan voluntad-de-poder-eterno-retorno, las barbas de Marx, muy trabajadores del mundo uníos), pero es necesario decir que un corte de pelo puede tener importantes consecuencias filosóficas. Jean-Paul Sartre, el pensador existencialista francés, tuvo una experiencia con la tonsura particularmente traumática a los siete años de edad. Hasta ese momento su carrera como seductor de multitudes había sido deslumbrante. Todo el mundo se refería al joven Polou como “el ángel”. Su madre había cultivado con esmero un halo exuberante de rizos rubios. Pero al abuelo se le metió en la cabeza un día que Polou parecía una niña, así que esperó a que la madre saliera e invitó al niño a un paseo prometiéndole una sorpresa. La sorpresa resultó ser la barbería. Polou estaba ansioso por mostrarle a su madre su nueva apariencia, pero apenas ésta entró por la puerta y lo vio, salió corriendo escaleras arriba y se arrojó sobre la cama llorando histéricamente. El universo tan celosamente construido –celosamente acicalado, se podría decir– acababa de derrumbarse, como si se desmontara un decorado de Hollywood y se reconstruyera después para una película diferente, una más dura, más lúgubre, menos romántica y sin semidioses. Como en un cuento de hadas al revés, el joven Sartre se metamorfoseó de ángel en sapo. Por primera vez se dio cuenta de que era tan feo como pegarle a la mamá –en palabras de su amante norteamericana Sally Shelley–.
“La evidencia de mi fealdad” se convirtió en un leitmotiv a duras penas reprimido de su escritura. La llevaba como una medalla de honor. (Camus observa a Sartre diligentemente aplicado a la seducción en un bar de París y le pregunta por qué se esmera tanto. “¿Te has fijado en esta cara?”, le responde Sartre.) El novelista Michel Houellebecq escribió en alguna parte que cuando conoció a Sartre pensó que era casi discapacitado. No es un comentario agresivo. Está, por un lado, el estrabismo (su característico ojo perezoso que parece mirar en dos direcciones al mismo tiempo), y por otro la disfuncionalidad de diversas partes de su cuerpo, además de que su fealdad cuenta para él como una especie de discapacidad. No puedo evitar preguntarme cuán indispensable para la filosofía es la fealdad. Sartre parece sugerir que el pensamiento –el cuestionamiento serio e insistente– surge de (quizás surge con) la conciencia de la propia fealdad.
No quiero ponerme personal o pesado, pero está claro que un concurso de miss o míster universo con filósofos no tendría nada que envidiarle al partido de fútbol entre filósofos imaginado por Monty Python. Tendría, por así decirlo, una relación irónica con la belleza. La filosofía como sátira de la belleza.
No es por azar que Sócrates, uno de nuestros padres fundadores, proclame ostentosamente su fealdad. Es el lado cómico del gran hombre. Sócrates es (a) un pensador que plantea interrogantes profundos y difíciles, y es (b) feo. En el neoplatonismo renacentista (recuérdese, por ejemplo, la descripción de los sabios tontos en El elogio de la locura de Erasmo) Sócrates, aun espectacularmente feo, aparece bajo una lógica explícitamente cristiana: la filosofía –como los rizos angélicos de Sartre– deberá salvarnos de nuestra fealdad (quizás más de la moral que de la física).
Tampoco puedo evitar la idea de que la fealdad infiltró las proposiciones originales de la filosofía precisamente desde esta perspectiva de la redención. La implicación se encuentra en obras como el Fedro de Platón. Si hemos de morir para llegar a lo cierto, lo bueno y lo bello (to kalon: ni masculino ni femenino sino neutro, como el ángel efímero de madame Sartre, de género indeterminado), ha de ser porque lo cierto, lo bueno y lo bello nos eluden tan radicalmente en vida. ¿Crees que eres bello?, parece decir Sócrates. ¡Fíjate bien! La idea de lo bello en este mundo es como una equivocación. Un error de pensamiento que debe ser repensado.
Quizás la misión de Sócrates sea hacer del mundo un lugar seguro para los feos. ¿Acaso no es todo el mundo un poco feo desde una u otra perspectiva en uno u otro momento? ¿Quién es verdaderamente bello todo el tiempo? Solo los arquetipos pueden ser verdaderamente bellos.
Avanzo rápidamente hasta llegar a Sartre y a mi propia crisis con el espejo del baño. Me da la sensación de que desde este punto podemos mirar el neoexistencialismo con nuevos ojos. Sartre (como Aristóteles, como el mismo Sócrates en ciertos momentos curiosos) intenta huir de los arquetipos. En particular, de un concepto trascendental de belleza que no deja de atormentarnos –y que a veces nos mutila–.
“No importa que seas un tipo horriblemente feo. Si eres existencialista, vas a lograrlo”. Hasta donde sé, Sartre nunca usó estas palabras exactas (aunque definitivamente sí se describió a sí mismo como “salaud”). Pero la idea surge en casi todo lo que escribió. Nuestro intento por alcanzar la belleza es un intento por convertirnos en Dios (el en-sí-para-sí, según la irritante expresión de Sartre). Queremos, en otras palabras, convertirnos en lo perfecto, en un ícono de perfección, y esto es imposible de lograr. Pero es buen negocio para los productores de cremas de belleza, para los cirujanos plásticos e incluso –¡claro que sí!– para los barberos.
Cambio de sexo por un momento –voy en la dirección que madame Sartre hubiera preferido– y empiezo a sospechar que Britney Spears se afeitó la cabeza en aras de un argumento sartreano o socrático (y no a causa, por ejemplo, de una crisis nerviosa). Buscaba, en efecto, recurrir a la apariencia para desmitificar lo bello. Perspicaz. El pelo está en el piso, inexplicablemente desdibujado (Sartre), y con él yace la idea convencional de lo femenino. Pienso en Marilyn Monroe y en Brigitte Bardot desde esa misma perspectiva: al decidir morir, la una, y vivir, la otra, pretenden dejar atrás su estatus de ícono, desmontarlo. Desde el punto de vista neoexistencialista, lo bello, to kalon, no es una abstracción trascendente que se ha popularizado. La belleza es una cosa (Durkheim afirmó que los hechos sociales son cosas). Yo soy una no-cosa. Es la razón por la cual nunca podré llegar a ser verdaderamente bello. Aunque ello no impida que desee ser lo uno o lo otro. Quizás eso explique la anotación en los cuadernos de Camus (el más osado contendor de Sartre): “La belleza es insoportable y nos conduce a la desesperación”.
Me río cada vez que alguien me dice que debo dejar de juzgarlo todo. Juzgar es justamente lo que hacemos. No hacerlo sería como estar muerto. Tipificar es el comportamiento normal. Esa mirada original en el espejo, ligeramente desesperanzada y tan consciente de lo que ve (y usualmente acompañada de la expresión “¿No es más?” o “¿Así están las cosas?”), es una herramienta poderosa porque nos impulsa a mejorar. La trascendencia es en el aquí y el ahora. Debemos trascendernos a nosotros mismos. Y podemos (y aquí cito a Sartre) tras-ascender o trasdescender. La inevitable insatisfacción con nuestra propia apariencia es el motor no solo de la filosofía sino de toda la sociedad civil. Esto, suponiendo que no nos arranquemos los pelos de raíz.
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