Al mediodía acostumbraba sentarme en un solitario café del centro de la ciudad donde jamás vi a nadie mientras tomaba mi tinto diario, a no ser alguna persona hablando en el teléfono público, quiero decir, la misma persona: un hombre calvo, de baja estatura y traje oliva gastado.
Yo me divertía mirando los gestos disparatados que hacía en el teléfono y solía pensar que fuera quien fuera su interlocutor, esa conversación debería dejarlo completamente extenuado.
¿Cómo se las arreglaba el propietario de aquel café con tan poca clientela? ¿Conseguiría cubrir el costo diario del mencionado local? No dejaba de hacerme esa clase de preguntas sin encontrarles respuesta. Aunque a decir verdad, lo que me sacaba de quicio era el hombre del teléfono público... ¿Qué hacía allí, a esa hora precisamente? ¿Con quién hablaba? Ya eran demasiadas preguntas.
Más adelante, sin embargo, tuve la ocurrencia de asomarme al café a una hora desacostumbrada: todo estaba como lo dejara al mediodía y exactamente allí frente a mis ojos tenía al hombre calvo hablando por teléfono.
Confieso que de vuelta a mi apartamento me hallaba realmente perplejo y me vino a la cabeza la mala idea de permanecer en el café durante todo el transcurso del día siguiente.
Apenas despuntó la mañana, me apresuré a tomar el autobús y en un dos por tres estuve plantado delante del establecimiento que a pesar de lo temprano de la hora tenía sus puertas abiertas al público... Como lo imaginé adentro se encontraba el hombre calvo hablando por teléfono.
Siguiendo al pie de la letra el plan que me trazara con anterioridad, permanecía sentado el resto del día. Nadie asomó las narices en el entreacto y el hombre calvo continuó hablando desesperadamente a lo largo del día.
Comprendí que debía hacer algo si deseaba aclarar aquella molesta situación y mirando mecánicamente el reloj me aproximé al hombre del teléfono.
—Escuche amigo ¿No cree que ya es bastante? Nunca he podido hacer una sola llamada porque usted está siempre pegado a la bocina. ¿Qué diablos se trae, eh? ...Permítame el teléfono.
El hombre calvo se volvió hacia mí enjugándose el sudor que le corría por la frente con la manga de su camisa y esbozando un gesto de profundo alivio me pasó el auricular que tenía en la mano.
—Es completamente suyo, completamente suyo- exclamó, echando a correr al fondo de la calle.
—Vaya la clase de chiflados que tenemos últimamente en la ciudad —murmuré entre dientes, marcando a continuación un número cualquiera, más por justificar mi acción que por necesidad real de hacer la llamada. Y aunque había marcado el número de mi propia oficina no pude identificar la voz chillona que me contestó al otro extremo de la línea.
Entonces, excusándome, traté de colgar el teléfono, pero no pude hacerlo. De pronto, todo fue para mí de una claridad aterradora. Al otro lado, la voz chillona me decía:
—Le ha tocado el turno, ahora debe esperar que alguien le pida el teléfono para llamar a su vez.
***
Tomado del libro: Párrafos de aire, Primera antología del poema en prosa colombiano, de Fredy Yezzed, Editorial Universidad de Antioquia, 2010
Yo me divertía mirando los gestos disparatados que hacía en el teléfono y solía pensar que fuera quien fuera su interlocutor, esa conversación debería dejarlo completamente extenuado.
¿Cómo se las arreglaba el propietario de aquel café con tan poca clientela? ¿Conseguiría cubrir el costo diario del mencionado local? No dejaba de hacerme esa clase de preguntas sin encontrarles respuesta. Aunque a decir verdad, lo que me sacaba de quicio era el hombre del teléfono público... ¿Qué hacía allí, a esa hora precisamente? ¿Con quién hablaba? Ya eran demasiadas preguntas.
Más adelante, sin embargo, tuve la ocurrencia de asomarme al café a una hora desacostumbrada: todo estaba como lo dejara al mediodía y exactamente allí frente a mis ojos tenía al hombre calvo hablando por teléfono.
Confieso que de vuelta a mi apartamento me hallaba realmente perplejo y me vino a la cabeza la mala idea de permanecer en el café durante todo el transcurso del día siguiente.
Apenas despuntó la mañana, me apresuré a tomar el autobús y en un dos por tres estuve plantado delante del establecimiento que a pesar de lo temprano de la hora tenía sus puertas abiertas al público... Como lo imaginé adentro se encontraba el hombre calvo hablando por teléfono.
Siguiendo al pie de la letra el plan que me trazara con anterioridad, permanecía sentado el resto del día. Nadie asomó las narices en el entreacto y el hombre calvo continuó hablando desesperadamente a lo largo del día.
Comprendí que debía hacer algo si deseaba aclarar aquella molesta situación y mirando mecánicamente el reloj me aproximé al hombre del teléfono.
—Escuche amigo ¿No cree que ya es bastante? Nunca he podido hacer una sola llamada porque usted está siempre pegado a la bocina. ¿Qué diablos se trae, eh? ...Permítame el teléfono.
El hombre calvo se volvió hacia mí enjugándose el sudor que le corría por la frente con la manga de su camisa y esbozando un gesto de profundo alivio me pasó el auricular que tenía en la mano.
—Es completamente suyo, completamente suyo- exclamó, echando a correr al fondo de la calle.
—Vaya la clase de chiflados que tenemos últimamente en la ciudad —murmuré entre dientes, marcando a continuación un número cualquiera, más por justificar mi acción que por necesidad real de hacer la llamada. Y aunque había marcado el número de mi propia oficina no pude identificar la voz chillona que me contestó al otro extremo de la línea.
Entonces, excusándome, traté de colgar el teléfono, pero no pude hacerlo. De pronto, todo fue para mí de una claridad aterradora. Al otro lado, la voz chillona me decía:
—Le ha tocado el turno, ahora debe esperar que alguien le pida el teléfono para llamar a su vez.
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Tomado del libro: Párrafos de aire, Primera antología del poema en prosa colombiano, de Fredy Yezzed, Editorial Universidad de Antioquia, 2010
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