viernes, 10 de junio de 2016

Tomás González



Era en julio, creo, época de lluvias.
Los caños, repletos, se habían derramado,
llenando el mar de lodo.
Las olas derrumbaban en la arena
su barro estrepitoso.
El barro corría por las calles
y subía a los ijares de cebúes que mugían,
arreados en la lluvia,
al frente de jinetes ululantes.
Como hiedras cafés, enredaderas turbias,
el barro se trepaba por la lluvia al aire.
Había barcos anclados frente al pueblo.
Y los barcos anclados frente al pueblo
que mecían su sombra en las tinieblas
por momentos perdían sus fronteras
y se unían sin remedio al lodazal eterno.


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