Miguel Hernández es un caso muy singular en la poesía contemporánea mundial.
Prisionero político del franquismo, en su celda, aislado del mundo, tenía, aparte de su amor por la libertad, un amor mayor: la poesía. Careciendo de papel y pluma, se rompió las venas y en las paredes de su celda escribió sus versos. En ese lugar murió este bardo que es –injustamente- como una sombra de los otros grandes poetas de la España del siglo veinte.
Cuando yo recuerdo a Miguel Hernández me duele el cuerpo entero. Ese campesino joven, valiente, inteligente y talentoso fue el sino de la poética, el amante de ella que podía no separarse un instante de su quehacer cuando éste le decía: Miguel venid a mí…
Miguel –como los obedientes hijos de los grandes aedas griegos- hacía de la palabra un instrumento de denuncia sin rencor alguno: sólo mostraba al hombre el dolor de otros hombres.
En las fotografías que hay de él se ve el gesto adusto de tan enorme y valeroso caballero de la justicia, la paz y la libertad, cosas que lo llevaron a ponerse al lado de los que estaban contra el franquismo en la Guerra Civil que devastó a España.
En el tejido social que se oponía a las pretensiones del militar fascista estaban no sólo los republicanos. Estaban también los socialistas, los comunistas y, en especial, los anarquistas.
Miguel no podía estar aparte de aquella batalla enorme en que un pueblo –victimizado por odios diversos- se trenzó entre amigos y familiares incluso. De allí el famoso breve e imaginario diálogo que se produce entre una persona viva y un caído en el campo de batalla y que una revista publicó hace décadas:
-¿Quién te mató?
-Me mató mi hermano.
Porque la Guerra Civil de España –como todas las confrontaciones entre connacionales- lleva a eso: a no mirar si el “enemigo” era tu “enemigo” o era “tu hermano”, “tu padre”, “tu primo”.
A Miguel Hernández, el poeta, el enorme poeta, lo mató el franquismo. Encarcelado se fue muriendo como un árbol al que quitaron el sol, poco a poco, pero en su encierro el poeta sintió el llamado de su musa y careciendo de papel miró la pared de su celda y viendo que carecía de pluma, miró sus venas. Se las cortó y usó esa, su sangre, para escribir en el muro de su celda un poema. ¿El último? Es casi seguro. Miguel Hernández murió en ella, como un niño solo, como su niño yuntero. Además la enfermedad provocada a causa de la prisión y las tantas condenas a muerte que no se realizaron, ayudaron a ese fin prematuro. En efecto vivió sólo 32 años (1910-1942).
No es justo en la gran poesía española del siglo veinte colocar en un plano menor a este aeda. Su voz será eterna. Bastarán unos pocos poemas para que siga vivo. Y uno de ellos es éste:
SENTADO SOBRE LOS MUERTOS
Sentado sobre los muertos
que se han callado en dos meses,
beso zapatos vacíos
y empuño rabiosamente
la mano del corazón
y el alma que lo mantiene.
Que mi voz suba a los montes
y baje a la tierra y truene,
eso pide mi garganta
desde ahora y desde siempre.
Acércate a mi clamor,
pueblo de mi misma leche,
árbol que con tus raíces
encarcelado me tienes,
que aquí estoy yo para amarte
y estoy para defenderte
con la sangre y con la boca
como dos fusiles fieles.
FUENTES:
1.- “Mil años de poesía española”, antología de Francisco Rico. Editorial Planeta. Barcelona, España, 2000.
Prisionero político del franquismo, en su celda, aislado del mundo, tenía, aparte de su amor por la libertad, un amor mayor: la poesía. Careciendo de papel y pluma, se rompió las venas y en las paredes de su celda escribió sus versos. En ese lugar murió este bardo que es –injustamente- como una sombra de los otros grandes poetas de la España del siglo veinte.
Cuando yo recuerdo a Miguel Hernández me duele el cuerpo entero. Ese campesino joven, valiente, inteligente y talentoso fue el sino de la poética, el amante de ella que podía no separarse un instante de su quehacer cuando éste le decía: Miguel venid a mí…
Miguel –como los obedientes hijos de los grandes aedas griegos- hacía de la palabra un instrumento de denuncia sin rencor alguno: sólo mostraba al hombre el dolor de otros hombres.
En las fotografías que hay de él se ve el gesto adusto de tan enorme y valeroso caballero de la justicia, la paz y la libertad, cosas que lo llevaron a ponerse al lado de los que estaban contra el franquismo en la Guerra Civil que devastó a España.
En el tejido social que se oponía a las pretensiones del militar fascista estaban no sólo los republicanos. Estaban también los socialistas, los comunistas y, en especial, los anarquistas.
Miguel no podía estar aparte de aquella batalla enorme en que un pueblo –victimizado por odios diversos- se trenzó entre amigos y familiares incluso. De allí el famoso breve e imaginario diálogo que se produce entre una persona viva y un caído en el campo de batalla y que una revista publicó hace décadas:
-¿Quién te mató?
-Me mató mi hermano.
Porque la Guerra Civil de España –como todas las confrontaciones entre connacionales- lleva a eso: a no mirar si el “enemigo” era tu “enemigo” o era “tu hermano”, “tu padre”, “tu primo”.
A Miguel Hernández, el poeta, el enorme poeta, lo mató el franquismo. Encarcelado se fue muriendo como un árbol al que quitaron el sol, poco a poco, pero en su encierro el poeta sintió el llamado de su musa y careciendo de papel miró la pared de su celda y viendo que carecía de pluma, miró sus venas. Se las cortó y usó esa, su sangre, para escribir en el muro de su celda un poema. ¿El último? Es casi seguro. Miguel Hernández murió en ella, como un niño solo, como su niño yuntero. Además la enfermedad provocada a causa de la prisión y las tantas condenas a muerte que no se realizaron, ayudaron a ese fin prematuro. En efecto vivió sólo 32 años (1910-1942).
No es justo en la gran poesía española del siglo veinte colocar en un plano menor a este aeda. Su voz será eterna. Bastarán unos pocos poemas para que siga vivo. Y uno de ellos es éste:
SENTADO SOBRE LOS MUERTOS
Sentado sobre los muertos
que se han callado en dos meses,
beso zapatos vacíos
y empuño rabiosamente
la mano del corazón
y el alma que lo mantiene.
Que mi voz suba a los montes
y baje a la tierra y truene,
eso pide mi garganta
desde ahora y desde siempre.
Acércate a mi clamor,
pueblo de mi misma leche,
árbol que con tus raíces
encarcelado me tienes,
que aquí estoy yo para amarte
y estoy para defenderte
con la sangre y con la boca
como dos fusiles fieles.
FUENTES:
1.- “Mil años de poesía española”, antología de Francisco Rico. Editorial Planeta. Barcelona, España, 2000.
1 comentario:
Pues te dejo un saludo... ah que esto del infernet verdad?
saludos!
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