jueves, 13 de agosto de 2009

Antología de Spoon River: EDGAR LEE MASTERS



Chase Henry


En vida yo era el borracho del pueblo;
cuando morí, el cura me negó
cristiana sepultura.
Lo que redundó en mi buena fortuna,
ya que los protestantes compraron este lote
y enterraron mi cuerpo aquí,
cerca a la tumba del banquero Nicholas
y de su esposa, Priscilla.
Tomad nota, ánimas prudentes y pías,
de las vueltas y revueltas de la vida
que honra a los muertos que vivieron en la vergüenza.



El juez Somers


¿Cómo es posible, decidme,
que yo, que fui el más erudito de los abogados;
que me sabía a Blackstone y a Coke
casi de memoria; que pronuncié el mejor discurso
que una corte haya jamás oído y escribí
un memorial que mereció elogios del magistrado Breese —
cómo es posible, decidme,
que yo yazga aquí, sin nombre, olvidado,
mientras que Chase Henry, el borracho del pueblo,
tiene lápida de mármol coronada por una urna
en la que Madre Natura, en forma irónica,
ha plantado una maleza en flor?



Penniwit, el artista


Me quedé sin clientela en Spoon River
tratando de meterle espíritu a la cámara
para captar el alma de la gente.
La mejor de todas mis fotos
fue la que le tomé al juez Somers, doctor en leyes.
Se sentó erguido y me hizo esperar
hasta que pudo enderezar sus ojos bizcos.
Cuando estuvieron rectos me dijo: «Listo.»
Le contesté: «deniego» y se volvió a embizcar.
Lo agarré como solía ser
cuando decía: «Me opongo.»



Julia Miller


Nos peleamos esa mañana
porque él tenía sesenta y cinco años y yo treinta,
me sentía nerviosa y pesada con el niño
cuyo nacimiento me atemorizaba.
Recordaba la última carta
que aquella joven alma alienada
me había escrito
y cuyo abandono escondí
casándome con el viejo.
Luego tomé morfina y me senté a leer.
A través de la oscuridad que invadió mis ojos
sigo viendo la luz parpadeante de estas palabras:
«Y Jesús le dijo: —En verdad, en verdad
os digo: hoy estarás conmigo en el paraíso.»



Margaret Fuller Slack


Podría haber sido tan grande como George Eliot
pero el destino no quiso.
Miren la foto que me hizo Penniwit,
con el mentón apoyado en la mano y los ojos profundos,
grises también y penetrantes.
Pero existía el viejo, viejo problema:
¿Celibato, matrimonio o libertinaje?
Luego John Slack, el rico farmacista, apareció tentándome
con la promesa de libertad para mi novela,
y me casé, trayendo al mundo ocho hijos.
Y ya no tuve tiempo de escribir.
De todas maneras, para mí todo estaba acabado
cuando la aguja me atravesó la mano
lavando los pañales del bebé,
y morí de tétano, una irónica muerte.
Escuchadme, ánimas ambiciosas:
¡El sexo es la maldición de la vida!

1 comentario:

CLARA dijo...

Frio como espíritus el día del velorio, real como el día que llega y se va... nostalgico como el recuerdo de quien se ha adelantado en el camino.