lunes, 21 de mayo de 2012

Sudor - Pedro Mairal





Estuvimos cuatro años de novios con Valeria hasta que empezamos a buscar departamento para irnos a vivir juntos y en la búsqueda infinita me empecé a dar cuenta de que yo rechazaba todos los departamentos que veíamos porque en realidad no quería mudarme con ella. Pero todo lo demás fue felicidad. O casi todo.



Valeria era hija única, vivía con sus padres cerca del hipódromo de San Isidro en una casa con pileta, minijardín y hasta un cuarto de servicio que no se usaba, junto a la cocina en la planta baja. En ese cuarto dormía yo los fines de semana. Me llevaba bien con mis suegros, a mi suegro le celebraba los asados, a mi suegra los postres y así me hospedaban amablemente desde el viernes a la noche hasta el domingo a la tarde.



Habían tenido a su hija ya pasados los cuarenta y ahora eran un matrimonio mayor, ya entrados en una especie de plácida menopausia. Me trataban bien, algo distantes, cuidadosos, pero me querían. Si me mantenía durmiendo en ese cuarto en planta baja, más o menos lejos de su hija, me querían. Aunque supongo que sabían que su hija no era virgen, no sé hasta qué punto sospechaban de los cruces nocturnos. Lo cierto es que cuando ya todo estaba en calma y apenas se oía ladrar algún perro de la cuadra a las dos de la mañana, Valeria bajaba y se metía conmigo en la cama. Casi no tengo imágenes de esas noches porque cogíamos con la luz apagada, no por pudor sino para que no nos descubrieran. Pero sí me acuerdo de los sofocones, de los gritos mudos, del jadeo. Nos convertíamos en un monstruo empapado. Valeria fue la primera mujer que me hizo sudar, o la primera por la que estuve dispuesto a agotarme hasta el desmayo. Siempre me pedía más, me pedía que aguantara. A veces poníamos nuestros zapatos bajo las patas de la cama para evitar que la madera rechinara contra el piso de baldosas. Nos pasábamos casi toda la noche del viernes y del sábado chocando el uno contra el otro, estrellándonos. Porque eso era lo que hacíamos, nos estrellábamos. Yo era adicto a sus orgasmos, los necesitaba. Pero a ella le costaba alcanzarlos. Me hacía trabajar. Ella misma me compraba forros texturados y hasta unos que venían con tachas para provocar más fricción. Todos esos forros que se iban por el inodoro, usados y prolijamente anudados‚ al final de la noche.



A ella le gustaba estar encima mío, me cabalgaba con esa insistencia pélvica femenina de moverse no tanto de arriba a abajo sino de adelante a atrás, un movimiento que se iba perfeccionando a medida que crecía nuestra transpiración jabonosa porque su culo patinaba sobre mis muslos y la pija le entraba más hondo. A veces yo me incorporaba un poco en la cama, quedaba sentado, y ella me rodeaba la cintura con las piernas, todavía arriba mío, abrazándome, y yo le sentía con mi mejilla el pelo mojado pegado al cuello, y con las manos el canal de la espalda también mojado y tenso.



Creo que nuestro secreto era el sudor. Yo hasta entonces me había acostado primero con putas y después con dos novias sucesivas y discretas que no soltaban el tigre. Las putas no sudan en la cama, no pueden desvivirse furiosamente por cada cliente, no les daría el físico para estar así todo el día, o toda la noche; apenas con unos gemiditos profesionales les basta para alentar y abreviar el forcejeo del macho triste. Las novias discretas tampoco sudan, seguramente porque no es uno quien les despierta la fiebre necesaria sino algún otro novio o amante venidero. Es decir que Valeria fue la primera con quien me entregué al zarandeo olímpico. A veces me imaginaba que su viejo entraba de golpe prendiendo la luz y decía “¿Qué están haciendo?” y yo le contestaba “¡Suegrito, estamos rompiendo todos los récords”. Pero eso no pasó exactamente.



Nos partíamos el alma hasta que cantaba el primer pajarito del día (desde el último perro hasta el primer pajarito). Y creo que nos excitaba el sudor porque el forro era como una barrera seca entre los dos, casi como sexo virtual. En cambio el empape del sudor era real y animal. Era nuestro gran secreto, el estado casi acuático de nuestro abrazo. Un logro mutuo. Valeria me agarraba de la nuca, le gustaba sentirme la nuca mojada. Yo le mordía las tetas, le pasaba la lengua por su esternón salado, le subía la mano por la espalda, le juntaba el pelo largo en una coleta abundante y húmeda. Hay algo que pasa cuando se suda cogiendo (o se coge sudando), y es que todo se vuelve más fluido, las caricias ya no son sectorizadas, eso de te agarro el culo y después las tetas y después te acaricio los muslos, sino que el contacto se vuelve todo un continuo, una sola superficie de placer, las partes del cuerpo se difuminan, se estiran casi, se vuelven un todo escurridizo, sin límites ni nombres diferenciados, la piel se vuelve toda beso mojado, mordisco resbaloso, y se coge entre mechones empapados, gotas que caen por el torso en hilos y hay que despejarse la frente y seguir.



Valeria era incansable, guerrera. Me gusta esa palabra, guerrera, porque realmente la peleábamos juntos en la cama, cuerpo a cuerpo, en un combate oscuro y extenuante que nos aceleraba el corazón, con susurros violentos y tiernos dichos al oído, hasta que ella empezaba a desarmarse encima mío, como a caerse pero abrazándome fuerte, ahogando un gemido largo hasta que se quedaba quieta y volvía en sí, volvía como un animal jadeante después de una carrera, con la crin pegada sobre la cara, sobre los ojos. De a poco nos sosegábamos, recuperando el aire, buscando oxígeno en bocanadas asmáticas. Y en un momento ella me soplaba suavecito el pecho y me hacía sentir el sudor fresco aliviándome del calor, y yo se lo hacía a ella, le soplaba entre las tetas y hacia abajo hasta el ombligo. Nos alternábamos una vez cada uno y así nos quedábamos un rato dormidos. Después Valeria se volvía en puntas de pie hasta su cuarto.



Pero no podía durar tanta felicidad clandestina. Un sábado a la mañana vimos a mi suegro en el jardín con un tipo de overol azul. Miramos por la ventana de la cocina. El jardín estaba inundado y sobre el pasto se veían cositas de colores. Valeria se tapó la boca. Mirá, me dijo. Era el pozo séptico de la casa, que se había desbordado y habían salido a la superficie todos nuestros forros, los polvos de cuatro años decoraban el jardín. El tipo de overol sonreía, el padre de Valeria no. Y lo peor de todo fue que nunca nos dijo nada. Nosotros huímos como si tuviéramos algún programa imperdible y no supimos quién recogió nuestro inventario profiláctico. Pero esa tarde‚ dando vueltas por el barrio sin animarnos a volver‚ ella me dijo que quizá podíamos empezar a buscar un lugar donde irnos a vivir juntos. Tenía razón. Era el fin de los buenos tiempos y había que empezar a ganarse el pan con el sudor de la frente.


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