domingo, 28 de septiembre de 2008

Colombia e Italia




Carta de consuelo del padre a su hijo recién casado

Toma a tu mujer ahora que su carne se abre a ti, temblorosa
y hambrienta,
y su corazón truena como los carros cargados de azúcar
cuando dejan el valle y trepan la cordillera
y su piel arde con la violencia de un alto horno recién
encendido.

Consúmela sin freno. Sin cálculo.
Ya tendrás tiempo de sobra para dedicarte al negocio,
para gastar tu cuerpo deleznable dando cuerda a tus estériles
sueños de perfecto marido.

Ahora que ella ansía el roce de tus manos y la humedad tibia
de tu lengua para incendiarse por dentro, ponle dinamita en su torre de energía y déjala sin energía, a oscuras, ciega de gozo.

No te des tregua.
Después hasta tu sombra le estorbará como estorba al cazador
el sol en el cielo
como al fugitivo estorba un camarada enfermo,
como estorba en el andén un mendigo que exhibe su llaga.
Después ni siquiera soportará tu bronca respiración de viejo.

Éste es el tiempo.
Enloquécete lamiendo sus humores de hembra, sus
enamoradas sales, hasta desfallecer.
Con los años verás que nada era tan importante.
Con los años tendrás el recuerdo de un olor y un sabor a
almidón y sudor y sangre mezclados, semejante al vaho
que exhalan las cantinas al alba, y de un grito de mujer
como de bestia herida.

Será algo, al menos, para moverte en el cenagal de tus días.


José Libardo Porras (Colombia)


Moscas

Cómo revolotean las moscas sobre la comida
Tan sinceras en sus apetitos
No admiten los estorbos de la urbanidad
Qué sería de nosotros sin las moscas
No comeríamos sus larvas en las carnes descompuestas
Ni beberíamos los efluvios de sus lenguas
Cuando nos acompañan a tomar la sopa
Somos tan parecidos a las moscas
Cenamos en el mismo plato
A la misma hora
Nos gustan las mismas viandas
Son bonitas las moscas
Siempre vestidas de negro
Me recuerdan los matrimonios elegantes
Las ceremonias fúnebres

Federico Cóndor (Colombia)



Lugar querido


Toda la tarde erramos en busca de un lugar
para hacer de dos vidas una.

Rumorosa la vida, adulta, hostil,
amenazaba nuestra juventud.

Mas aquí juntos donde aún cantan los grillos,
cuánto silencio bajo esta luna.


Umberto Saba (Italia)



Manía de soledad


Ceno algo de la cena al lado de la clara ventana.
Ya está a oscuras la pieza y se ve en el cielo.
Al salir, los caminos tranquilos conducen
poco después al campo abierto.
Ceno y miro en el cielo -quién sabe cuántas mujeres
están comiendo ahora-, mi cuerpo está tranquilo;
el trabajo aturde mi cuerpo así como toda mujer.

Afuera, después de la cena, vendrán las estrellas a tocar
en la vasta llanura la tierra. Las estrellas están vivas,
pero no valen estas cerezas que como a solas.
Veo el cielo, pero sé que entre los techos herrumbrosos
brilla alguna luz y que, abajo, brotan rumores.
Una buena bocanada y mi cuerpo saborea la vida
de las plantas y los ríos, y se siente de todo desatado.
Basta un poco de silencio y cada cosa se detiene
en su sitio real tal como mi cuerpo se halla inmóvil.

Cada cosa se aísla frente a mis sentidos,
que la aceptan sin turbarse: un susurro de silencio.
A cada cosa en lo oscuro la puedo conocer
como sé que la sangre me corre por las venas.
La llanura es un gran discurrir de agua entre las yerbas,
una cena de todas las cosas. Cada planta y cada piedra
vive inmóvil. Escucho mis alimentos nutrir las venas
de todo cuanto vive en esta llanura.

No importa la noche. El cuadrado del cielo
me susurra de todos los fragores, y una estrella menuda
se agita en el vacío, lejos de las comidas,
de las casas, diversa. No se basta a sí misma,
y requiere demasiadas compañeras. Aquí a oscuras, a solas,
mi cuerpo está tranquilo y se siente el amo.


Cesare Pavese (Italia)



Drowning by numbers


A Peter Greenaway, por el préstamo


Primero fue él y después de él vinieron muchos...

Vinieron los que todo lo sabían y lo escribían en las sábanas
los que salieron de permiso y nunca volvieron
los que cantaban amores corteses
los del látigo y la soga
los descuidados con tufo de alcanfor en las axilas
los recién venidos
los que despertaron con el olor de una mujer y la siguen buscando
los que la encontraron
los que iban de morral y se sabían el nombre de las estrellas
los que conocían los números y con ello el alfabeto de las horas
los que se reconocían y seguían de largo
los que gritaban mamá y luego se salían
los que se desvestían detrás del ropero y apagaban la luz
los que solo querían luz y ventanas
los que repetían el rosario y daban vueltas
los que nunca dijeron nada ni en las bolsas de los ojos
los que masticaban hasta el aire
los que cargaban encajes y vendían relojes
los que se enjuagaban la boca con isodine y sentían a almizcle de abuela
los que cerraban los ojos
los que vieron hurgaron y se fueron
los que se confesaban y siempre regresaban
los que nunca querían nada
los que inventaron nombre
los vestidos
los de prisa
los que se abrían el abrigo en las esquinas
los que se quedaron en la piel y les pareció seca
los del nombre que no se dijo
los del nunca jamás
los que se recordaban y se quedaron
los que creyeron amor pasión verdad
los que se masturbaban en el descanso de las escaleras
los que lloraban y tenían camisas planchadas
los de cuero negro
(los del perfecto negro)
los que se embarraron y llevaban la luz puesta
los que ni sospecharon y ahí estaban
los que sí pero se hacían que no
los del regalo de soltero
los de todos los días
los voyeristas
los del motel a la salida
los del fin de fiesta
los que se humedecían los labios
los que nunca supieron por qué
los de la primera vez
los de la última vez
los que se vistieron luego de café hasta los pies
los de muchas veces en los oídos
los de sólo ver
y los que no quise ver

así mientras la niña de los ojos claros salta la cuerda....
y repite el nombre de las estrellas

y uno... Orión
y dos... Artoris
... me ahogo en sus nombres


Patricia Aguirre Gutiérrez (Colombia)



A un poeta enemigo


En la arena de Gela del color de la paja
me tendía de niño junto al mar
antiguo de Grecia con muchos sueños en los puños
apretados y en el pecho. Allí Esquilo exiliado
midió versos y pasos sin consuelo,
en aquel golfo abrasado el águila lo vio
y fue el último día. Hombre del Norte, que me quieres
mínimo o muerto para tu paz, espera:
la madre de mi padre tendrá cien años
la primavera próxima. Espera: que yo mañana
no juegue con tu cráneo amarillo por las lluvias.


Salvatore Quasimodo (Italia)

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