miércoles, 3 de septiembre de 2008

Una crónica de Carlos Sánchez Ocampo



MONÓLOGO DEL QUE MUERE EN LA CALLE

"¿Recuerdas las cosas con sentido?"
De la película Nacido el 4 de Julio

La calle ha ido perdiendo colores como cuando se aproxima la noche.
Estoy sentado en mi trozo de acera enfrentado a la muerte y a sus aterradores poderes, pero no tengo miedo.
Resisto solo, desgajado de todo afecto que no sea el ramalazo de compasión de algún transeúnte. Resisto agarrado a mi piel que es bandera contra el desahucio. Piel mía, girón de piel, hermanita…
¿Qué hora será? Es raro que me interese por el tiempo. No lo necesito para nada. Yo no vivo con los días jueves o viernes, ni sobre ellos, ni por ellos. El tiempo ya no me interesa para nada. Lo que siento importante para mí son estos dos palmos de acera donde defiendo mi vida.
No me interesan las promesas. ¿Qué sería de uno si le da por atender a todas las promesas? Pronto se quedaría sin propósitos. El más allá, cielo o infierno, tampoco me preocupan.
No puedo descuidarme un solo instante. Puede reventar mi piel hinchada, atosigada de líquidos. A veces siento que estoy quedando sin alma y sin piel. Sin embargo, piel mía, hermanita, ahí sigues defendiéndome, colgada a los huesos de mi voluntad.
Mi esqueleto visto desde afuera debe parecer un chamizo cargado de trapos… Un espinazo.
Como en una confesión definitiva me he despojado de todo deseo, de todo esfuerzo y de todo habito. Veo a la muerte apelmazada alrededor de mi cuerpo, cercándome como un animal de presa.
Muchas veces la muerte ha avanzado sobre mí. En su primer lance yo tenía trece años. Desde entonces, año por año, nos hemos enfrentado.
Escapé siempre. Para mí la brecha entre vivir y morir es demasiado grande. Nadie cree que pueda resultar difícil morir. Ni yo mismo que tengo muerte por dentro.
… Yo no tengo muerte por dentro, sólo tengo muerte por fuera y ya estoy acostumbrado a verla apelmazada junto a mí, haciendo grumos que sólo esperan borronarlo todo.
La vida la he ido perdiendo a manotazos. No lentamente por el hábito de los años, sino en trozos arrebatados al descuido de una puñalada, de un balazo o de un garrotazo.
Conozco gente que dice que estoy vivo de pura idea, de puras ganas, y es cierto. Otros no alcanzan a comprender si mi obstinación para seguir vivo es muestra de amor, de resignación o de ignorancia. Alguno ha recordado, viéndome, la historia, en un poema, de un hombre que estuvo trece veces por entrar a la muerte, pero volvía de puro acostumbrado.
Sobre la acera donde estoy tumbado, la acera que es mi línea de horizonte, todo se ha vuelto distante.
…¿Qué palabras mantienen interés para mí? Ninguna. He empezado a perder no sólo el habla, sino también sus palabras. Tengo la mirada recta, fundida, nadie entre en ella, nada la quiebra.
También he perdido la gracia de soñar como si toda mi vida fuera un paraíso y no esta obra enferma.
Mientras las moscas lamen mis llagas, saciándose, escucho las voces de mis amigos acompañando, azuzando la muerte contra mí…
He nacido en un lugar donde los hombres muy pronto, en la adolescencia, se hacen dueños de inmensas cicatrices que testifican su osadía. Allí mis muertes se convirtieron en espectáculo muchas veces.
Ahora vivo en lugares más duros. Entre grupos de hombres y mujeres donde saludar con ternura puede ser visto como una debilidad.
Aquí prolifera en los rostros un gesto cerril. Muchos tienen la cara cuadrada de tanta intolerancia que albergan. Una mirada errante, una palabra suelta pueden desviar toda una vida.
Entre gente así. Entre las hordas nómadas del centro de la ciudad, desposeídos de todo menos de sus cuerpos borrachos, como yo, oigo que dicen, apiadados, como solicitando una ambulancia "¡Quien fuera capaz de matarlo!"
… Otros, los más duros, hablan de los castigos de Dios o sugieren en una forma que yo comprendo meno, que me mate yo mismo. Nadie ha preguntado por mi deseo, que es único. Tengo mi cerebro enrojecido de tanto emitirlo: quiero vivir. Quiero vivir. No me interesa mi cuerpo lacerado, impedido.
… Mis ojos deben haberse secado porque sólo mirar por entre los parpados abotagados, recargados de vigilia, me cuesta un gran esfuerzo. Las cosas crecen mientras las estoy mirando, como si se me arrojaran encima, entonces no puedo verlas.
Pero no importa. No maldigo, tampoco odio. Sé que un porta ha dicho: "¿Será que el sentido de la vida está en buscarle sentido?" Y yo ya encontré el mío. ¿Por qué no voy a tener derecho a él?
Oigo que dicen que ya no tengo oportunidades. Miran mis miembros hinchados por la acumulación de líquidos en los tejidos de la piel. Intentan recoger las palabras que dejo caer pesadamente, entrecortadas por siseos y ronquidos que yo no logro manejar…
A veces creen que sufro mucho y me consideran un santo. Entonces hacen grandes esfuerzos por cosechar perdón de mis pústulas. Cuando se alejan siempre repiten, creyendo que no los escucho "Se va a morir, se va a morir"
Pero hace poco vino uno de aquí. Un gamín de veinticinco o treinta años, un atrevido de verdad que cree en el poder de los muertos y me dijo "Ñero, ñero, cuando se muera venga por mí". Intente míralo, reconocerlo, pero no con la intención de volver por él, sino porque jamás he compartido el suicidio y su petición me lo parecía.
…Le dije que sí para evitarle el dolor natural de sentirse olvidado también por los muertos, pero en realidad no tengo la mínima intención de llenar mi muerte con dolores ajenos.
Tal vez muera antes que yo. Tal vez algún muerto amigo esté ahora mismo obrando por él, juntándolo trozo a trozo ante Dios.
… Hace un momento sentí una respiración libre, vigorosa, junto a mí, entonces intenté recordar cuando era sano y descubrí que ya empecé a perder los recuerdos. No pude saber si fui feliz algún día. No sé si existí antes de ahora.

Diciembre de 1991.

El 3 de diciembre durmió en la acera de Amador con Díaz Granados. El 6, ayudado, se levantó. Gastó tres días cruzando Guayaquil hasta el sector de La Bayadera (ocho cuadras). Murió allí el 10 de diciembre en la acera, frente al bar Mexicano.

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