domingo, 25 de julio de 2010
Cartas al muerto (poemas) - Alberto Vélez
II
Padecemos una guerra sin entusiasmo ni belleza.
Estarás bien donde estás.
Te ahorrarás los soles de sangre, el miedo.
Aquí venderían tu vida
Por un plato de lentejas.
Y a pesar de todo,
Cada día vemos nacer la luz
En los ojos de las muchachas.
VII
Nunca creí mucho. No creeré mucho.
Pero, con tozudez, insisto.
Tal vez crea algún día.
¿En qué creías tú?
¿Qué Dios te acompañó esos días casi procelosos
En que vivir no era una aventura
Sino la repetición de un cansancio inagotable?
Te veo a la sombra de los robles,
Un día lejano de la infancia,
Como el dios más grande.
Lo podías todo:
Nos protegías de vientos,
De sortilegios y mareas.
Hoy, cuando tengo más años de los que tú entonces,
Sé que un miedo brutal te impedía dormir.
Tantos hijos te sorbieron la fuerza.
También el amor agota y destaza.
VIII
Hoy he visto una foto en la que tienes
Sombrero, pantalón remangado y caña de pescar.
Estabas feliz, como si el mundo todavía
No existiera.
¿Qué pensabas esa tarde de risas?
Al verte en la fotografía,
Un puño se cerró sobre mi corazón.
A mí me alimenta la ocasional tristeza
De verte desde la perspectiva de los años
Como un hombre joven, inmune a las tormentas de la noche.
O como un anciano derrotado por la luz,
Con la fatiga de Dios sobre sus hombros.
¿Pensabas en qué esa tarde,
En quién?
XV
Háblame de Dios. ¿Qué ves en Él?
¿Si sabe tanto?, ¿si es tan bueno?
¿Oye?
¿O de tanto oír ya no oye nada?
A mí no me oye, en todo caso.
Pero lo intento, no creas.
Hay noches en que le grito tan alto que me escuchan
Los vecinos.
Me avergüenzo un poco,
Claro.
Porque esto de hablarle a Dios es muy privado.
Más que el sexo y sus placeres terribles.
Lo seguiré intentando. Tal vez sin gritos,
Tal vez con gritos muy agudos.
Ni Él ni yo nos cansaremos. Tenlo por cierto.
XXIII
Siempre amé los árboles.
Coleccioné sus nombres como luego coleccioné mis apetitos.
Cuando estoy sólo,
Recuerdo las formas de su sombra.
Desde allí me contemplas,
Como en esa lejana tarde de la infancia
En la que cambié mi herencia por un puñado de hojas.
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