miércoles, 30 de septiembre de 2009

MATILDE ESPINOSA, UN CANTO DE AMOR AL DOLOR HUMANO - Milcíades Arévalo


Matilde Espinosa vivía en lo alto de una montaña desde la cual se podía ver a Bogotá en todo su esplendor, especialmente los días de sol. Muchas veces subí hasta su casa no sólo para hablar con ella de las cosas simples de la vida, sino también de la poesía y los poetas. Me gustaba oírla hablar, porque tenía una voz como de campana de aldea, nítida, clara, cristalina. Y porque además, tenía una sabiduría especial para hablar de las cosas elementales como si fuera Dios.


JAMÁS VI TANTA PRIMAVERA

Jamás vi tanta primavera
sacudiendo las ramas.
Recién amanecido
el pétalo callado
también tendía su vuelo
y renacía el amor.

Vi de nuevo
vestirse cada árbol
con su aire verde y puro
y era la tierra
estrenando su aroma
regada por el mundo.


(De Señales en la sombra, 1996)


En una de esas tardes soleadas de Bogotá, subí por el sendero de eucaliptus hasta su casa. El cielo era más azul que otras veces. El sol entraba a raudales por los ventanales. La ciudad al fondo crepitaba y sus hornos industriales gemían las bielas de la industria. Alrededor, óleos, recuerdos, libros de sus amigos entrañables. Muy cerca de mí, a mis pies, un perrito que parecía de crispetas me miraba con ganas de quererme hablar de la melancolía del paisaje.
Matilde entró a la sala, se sentó de espaldas al sol, y me dijo a manera de excusa: “Ya casi no veo”. Me acordé de los muchos libros que había escrito, no por ciega sino sabia, sabedora de todas las cosas, del dolor humano, de sus grandezas y miserias, y naturalmente de la poesía.
Había nacido en una región indígena de los indios paeces, al pie del Nevado del Huila, muy cerca por donde pasaba un rio que en noches oscuras ahuyentaba a los ángeles. Como para que no quedara duda de sus orígenes, en un conversatorio publicado en el año 2002, Matilde nos explica sus orígenes en el que prueba una vez más que quien conoce su aldea conoce mejor el mundo:
“--Nací en un lugar lindo, un caserío llamado Huila, en el Departamento del Cauca, rodeada de paisajes asombrosos, y a veces temibles, porque está ese enorme volcán, el Nevado del Huila, casi al pie. Y por toda esa región nunca está muy lejos el Río Páez, que cuando se encoleriza infunde pavor. El caserío consistía en una iglesia, una escuela, una casa cural y unas pocas casas de los indios regadas por las montañas. Nací junto a un río que se llama San Vicente, lleno de sustancias minerales que trae del interior del volcán. El caserío está rodeado por un cerco de aguas oscuras que se desatan en espuma blanca. Yo, muy pequeñita, me divertía mirando el río, viendo cómo se formaban esas guirnaldas, esas espumas que bailaban alrededor de un valle de un verde esmeralda, junto a la imponencia del Nevado del Huila. Siempre me encantó la naturaleza; la montaña, el río, el bosque. Oía los mensajes del monte, y me encantaba toda la geografía de esa región. Había flores que inclusive pertenecían a especies desconocidas, además de bromélidas, orquídeas, catleyas” (1).
Matilde fue una niña mística, señalada por esos códigos, por esas leyes de la vida que a lo mejor todavía no tienen nombre y que tal vez no lo tendrá nunca. Tal vez por eso cuando le pregunté qué dios la había iluminado al escribir su primer poema y ella me respondió con la misma dulzura de quien ama el mundo: “No fue otro dios que el mismo que me enseñaron desde niña, el amor. El primer poema que escribí a los 13 años, no fue exactamente para mí, sino para una prima que estaba conmigo y quería que yo le escribiera un poema de amor para enseñárselo a un enamorado que ella tenía. En ese poema yo hablaba de algo remoto, de un amante perdido, de un llanto y de un poco de cosas muy curiosas a esa edad”.
Gran parte de cuanto escribió regresa a su infancia, a la escuela rural dirigida por su madre, a los indígenas que eran sus alumnos, a la abrupta naturaleza de la región que va de las altas cimas rocosas a las profundidades de los ríos, especialmente el río Páez que levanta sus espumas en la temporada invernal y se enlaza con la niebla para formar muros interminables de oscuridad y fragor. Todo ese espacio campestre, oloroso a fragancias que brotaban de la tierra, y también a esa innata predisposición para capturar el paisaje, los parlamentos de la gente, el dolor humano, los ecos ancestrales de las tribus ignoradas, fueron alimentando su predisposición a la poesía, a la que llegó sin darse cuenta. En una entrevista reafirmó lo anterior de manera más contundente: “En realidad hay una predisposición, una tendencia a admirar las cosas desde la infancia; algo que a uno lo golpeó, una noche con estrellas... Yo pienso que uno de los contactos más maravillosos que tuve de niña fue el paisaje, digamos, lo que yo veía durante el día y la noche. La noche siempre, siempre me golpeó. Por eso en las cosas que yo escribo siempre está la sombra. Utilizo mucho la palabra sombra; en eso soy muy repetitiva. Así que no te podría decir exactamente, cómo llegué a la poesía. Siempre me sedujo la naturaleza, el río, los pájaros, porque yo vivía realmente en una región, no enteramente salvaje pero si muy agreste, muy llena de montañas y lo más inmediato al caserío, porque no era pueblo, era un río, entonces yo siempre hablo del río, de los pájaros” (2).


Si fuera posible
(Fragmento)


Si fuera posible regresar
a mirarse en el agua y jugar
con la sombra en las paredes blancas
delante de las lunas calientes
volvería a encontrarte
así furtivamente desafiando el espectro
que posa en el fondo
de ese mismo trasluz
que me ciega y confunde.

(De La ciudad entra en la noche, Bogotá, 2001).


Cuando yo la conocí ya había viajado por distintos países y conocido a muchos pintores, magistrados, escritores y poetas, cuyos poemarios guardaba como sus tesoros más preciados. Y por si fuera poco, ya había publicado casi toda su obra y aparecía en varias antologías de poesía femenina, aunque para ella no había ninguna diferencia entre los poetas y las poetisas a las que reconoció que las había excelentes, así los poetas las ignoraban olímpicamente, porque “si no son mejores que ellos, tampoco son peores que ellos”. De los 14 y tantos libros publicados por Matilde, el que más le gustaba era Pasa el Viento, porque estaba más cerca de su manera de escribir poéticamente.
Con los poetas tuvo grandes admiraciones y tratos. Nunca creyó tener ninguna cercanía con ningún poeta colombiano. En su juventud, siendo muy joven todavía, Porfirio Barba Jacob la golpeó muchísimo, especialmente por uno de sus poemas más hermosos y que perdurará por siempre, La Canción de la Vida Profunda. Consideraba a Carlos Castro Saavedra, como un ser magnífico “que sintió tanto la tragedia del pueblo colombiano con estas violencias y con estas guerras que no son de ahora”. A otro poeta que amó permanente y que quiso fuera de admirarlo y de saber que estaba más próximo a nosotros, fue a César Vallejo, indudablemente el más grande de nuestra América, “porque supo interpretar hondamente nuestro mestizaje, porque llegó a lo hondo de nuestra cuestión aborigen, a nuestras raíces profundas, porque escribió cinco libros nomás, pero ¡qué libros!” (3). Vallejo le gustaba por su musicalidad; por el dolor, porque era el poeta de la angustia, de las premoniciones, porque era un poeta completamente primario que de pronto decía cosas por puro instinto, porque era creativo, porque sus poemas son eternos como ese soneto tan maravilloso de Piedras Negras sobre Piedras Blancas: Son testigos los días jueves, los húmeros...
Entre los poetas norteamericanos al que más admiraba era a Whitman: “--El más grande, el más independiente, que llegó con la revolución industrial... Todos esos grandes, a veces no son tan grandes porque de puro grandes limitan a todos los demás, como pasó con Pablo Neruda. Esas grandezas son limitantes, lo digo sin pretender ser importante ni mucho menos”. Tal vez por eso en uno de sus poemas, frente a la grandeza de Paul Eluard lo trata de tú a tú, como al amigo, al compañero de viaje:


A Paul Eluard
(Fragmento)

Oigo subir por cada tallo tierno
el fluir implacable de tu sangre,
y te veo como eras, alto y grande,
entre los niños de los barrios pobres.
(De Los ríos han crecido, Bogotá, 1955).


A muchos críticos les gusta encasillar a Matilde Espinosa como la única autora de la poesía social en Colombia, debido tal vez a que la mayoría de sus poemas contienen un tinte social. Nicolás Suescún dijo al respecto: “Con frecuencia encontramos en su poesía un contraste terrible entre un estado interior de limpia inocencia, y otro, el nuestro, asolado por la violencia y degradado por la injusticia. La naturaleza será el vehículo para expresar su solidaridad con los humillados y ofendidos de la tierra”. (4).
Mario Rivero por su parte dijo: “Desde el horizonte colectivo de su primer libro, de frente al duro espejo de la realidad -con la pena de la primera Violencia colombiana al fondo (enfermedad de la cual aún no hemos podido curarnos)- su palabra se alza como la forma más acabada y limpia de protesta. No de modo programático sino desde la emotividad más profunda: convocando imágenes con sabor a sangre, en aquellos perdidos caseríos, cuando los ríos de la Patria acrecían su caudal por las masacres, y el aullido de la tragedia era una tenaz sirena que alertaba el aguijón de las venganzas” (5).
Y Guillermo Martínez concluye esta breve muestra diciendo: “Precursora de una tendencia, que a riesgo de las clasificaciones, podríamos llamar comprometida, Matilde Espinosa, siempre ha querido registrar a través de su obra, es decir desde lo más profundamente humano y sensible, las voces de la opresión y la injusticia. La violencia, el odio, el hambre y el desamparo de los seres humildes de la ciudad y el campo, son algunos de los temas constantes de una poesía que no obstante su conciencia crítica no ha dejado de atender a la raíz oculta del poema, o sea a las transmutaciones interiores que exige toda verdadera creación estética cualesquiera que sean sus motivos” (6).
Esta tendencia social que Matilde imprime en sus poemas, se debió en parte al contexto social en que vivía en su tierra natal y en el que vivió años después. La preocupación por los temas sociales no ha faltado en la poesía de todos los tiempos, porque el poeta es sensible al infortunio de los marginados y los desposeídos. Los poetas latinoamericanos que escribían hacia mediados del siglo XX habían recibido la lección de Pablo Neruda, en el sentido de que lo mismo podían expresar sentimientos individuales que colectivos, escribir cantos de amor o de protesta, frases cargadas de contenidos enigmáticos o palabras alusivas a lo más cotidiano. Esta ampliación del horizonte poético, se encuentra en la obra de varios autores colombianos de la década del 50, entre ellos Matilde Espinosa de Pérez, cuyo primer libro apareció en 1955. Por una parte, lirismo exacerbado y por otra su tendencia a la poesía social o de denuncia. Si nos atenemos a que el espacio donde se vive es vital para los poetas, tendríamos que recurrir a la infancia de Matilde, donde todo le parece fabuloso y fantástico, y por otra parte la violencia implícita tanto en el paisaje como en la dura realidad de la violencia en nuestro país entre los años 40-50. Lo único que hizo Matilde en la vida fue: “Interpretar en la poesía la tragedia popular”.
En una entrevista que le concedió a la revista Aleph en 1975, dijo: “Gran parte de cuanto he escrito regresa a mi infancia en Tierradentro, a la escuela rural dirigida por mi madre, a los indígenas que eran sus alumnos, a la abrupta naturaleza de la región que va de las altas cimas rocosas a las profundidades de los ríos, especialmente el Páez que levanta sus espumas en la temporada invernal y se enlaza con la niebla para formar muros interminables de oscuridad y fragor!”. Y más adelante: “No encontré mayor distancia entre el indio y la bestia de carga, y esto afectó mi sensibilidad para ubicarme en el terreno de lo que hoy se llama la protesta y que en mí se tradujo en una indescriptible angustia”. (7)


MASACRE
(Fragmento)

Aquí vivió una rosa,
más allá una mujer,
aquí, el campesino,
su pañuelo y su tiple;
aquí, la enredadera,
la estrella en el aljibe
y el plato de madera.


Al hacer una reflexión sobre los motivos de su poesía en general, Matilde Espinosa cuenta: “La poesía me llegó cuando vi padecer tanto a la gente. Cuando yo empecé a escribir con alguna seriedad, con responsabilidad y con conciencia poética fue en 1955, cuando se desató la violencia. No pretendo penetrar en sus orígenes ni tampoco desembocar ahí, pero vi sufrir tanta gente y la persecución tan injusta que se desató, que empecé a sentir muchísima, no rebeldía porque yo no soy rebelde, sino a solidarizarme con la gente que luchaba por un mundo mejor. Así nacieron los poemas de mi primer libro Los Ríos Han Crecido”.
Cuando le pregunté qué representaba la poesía en su vida, Matilde me respondió con su voz tan nítida y cristalina, que parecía una niña dándole de comer a los pájaros: “--Una necesidad. Porque la poesía no tiene fecha exacta de llegada. Es la mejor compañía, un llamado un poco misterioso, un poco recóndito. Claro que la intuición juega un papel poderosísimo; cuando hay una tendencia artística, cualquiera que ella sea, se tiene que expresar en acción. Cuando hay tendencia para la poesía, hay algo de hechizante, no de milagro sino de asombro. A mí la poesía me llegó por una gran necesidad, por una inquietud, por un tema, porque no es una cosa suelta, no. De pronto hay un toque luminoso. La poesía llega, toca, se le recibe, o se marcha y no vuelve. Tiene mucho de sortilegio, de hechizante, de algo que hasta hoy no se puede definir. Quien diga que ha definido exactamente qué es poesía, está diciendo mentiras. Bécquer dijo en un acto de galantería: La poesía eres tú; otro dijo, la poesía es la emoción recordada en la calma. Un francés que pudo ser Rimbaud, dijo: la poesía tiene que tener algo de salvaje, de bárbaro. La poesía tiene mucho de eso, de salvaje, de bárbaro. No tiene método. Si hay poesía con método es mala. Todo lo que tenga regla, composición, etc., es malo. Claro que existe por ejemplo el Soneto, tiene que tener dos cuartetos y dos tercetos; no puede ser de otra manera. El único que rompió esa técnica fue, Pablo Neruda, con los Sonetos de Madera a Matilde Urrutia”.
Al terminar la tarde y poco antes de despedirme, sentí una nostalgia infinita como si no nos fuéramos a ver más. Tal vez por eso le pedí que me dijera algunas palabras para no sentirme solo y ella me respondió: “--Cuando uno tiene “alta edad” se tardan las imágenes en llegar, pero el olvido total no existe, a menos que uno esté enfermo. Yo muchas veces he pensado y sentido que uno tiene nostalgia de algo que palpita allá en el fondo, pero que está ahí, permanentemente. Muchas veces he pensado y sentido que el ser humano nace solo y muere solo, aunque esté entre la multitud. Uno puede estar solo, infinitamente solo en compañía de mucha gente. El ser humano es único, solito, en su vida y en su poesía”.
Un día supe que se había ido a descansar para siempre, que ya no volvería a verla en su casa en los altos del bosque, ni a oír el timbre de su voz de campanita trayéndome rumores y recuerdos lejanos, --porque hasta callada decía mucho--, mirándome desde su dulzura de niña, excusándose de no ver, pero ni falta le hacía porque había visto y conocido muchas cosas desde su nacimiento: un rio de aguas torrentosas, ciudades deslumbrantes, la patria estremecida por la muerte, escritores y personajes ilustres y había leído todo cuanto estaba a su alcance. Nada le era ajeno, y era como si te conociera desde siempre. Matilde Espinosa fue desde muy niña un ser amoroso, con una gran facilidad de expresión para el amor, aunque el amor de mujer a hombre, en realidad lo sintió tardíamente. Vivió con intensidad y conoció eso que se llama la escala social. Pero ante todo fue un ser sensible de infinita bondad y sensibilidad, porque cuando hay sensibilidad, la gente es más culta y naturalmente la poesía crece y sus alas son mucho más grandes.


UN DIA

Un día se borrará el paisaje,
se apagará la luz para mis ojos.
Debajo de la tierra, de la fría tierra,
buscaré otras raíces,
tal vez las venas de un amigo,
tal vez la sangre combatida
de alguien que amé al respirar la brisa
o al mirar el cielo
de promesas inocentes,
el cielo pesado de las lluvias,
o de las nubes, sudario de los pájaros.

Un día, quizá
de campanas luminosas,
alguien dirá como se escribe
el nombre de una mujer
que fue un poco, solo un poco
de ternura dispersa,
de ala clamorosa
pidiendo ser no más viento que pasa.

(De Poesía de autoras colombianas (Antología), Bogotá, 1975.


Matilde había nacido el 25 de Mayo de 1915 y emprendió su viaje hacia la eternidad el 19 de Marzo de 2008. Ella siempre tuvo para todos los que la conocieron una palabra, un consejo, una voz de aliento.


Notas:
1). Matilde Espinosa, Inocencia ante el fuego de Gabriela Castellanos, editado por la Facultad de Humanidades de la Universidad del Valle. Pág. 18 (2002). Cali, 2002.

2). Arévalo, Milcíades Matilde Espinosa. Entrevista Publicada en la entrega No. 72 de Puesto de Combate, 2005. Bogotá, Col.

3).Ibídem.
4). Suescún, Nicolás: Matilde Espinosa y la Vanguardia Social.. II Encuentro de Escritoras Colombianas. Homenaje a Matilde Espinosa (Memorias, Pág. 69 2005. Bogotá, Col.

5). Rivero, Mario (Prólogo) La tierra Oscura de Matilde Espinosa. Arango Editores. Bogotá, 2003.
6).Martínez González, Guillermo Aproximaciones a la poesía de Matilde Espinosa Revista Puesto de Combate, 2007
7). Revista Aleph. Manizales, 1975.

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