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¿Tal vez más sofistas que filósofos? Multiplican sus nombres contra los invasores de ideas peregrinas. La furia de sus corrientes de pensamiento golpea los acantilados de la inconciencia. Habitan en burbujas que son sordas al canto de las mariposas. Se metamorfosean para levantar en su honor estatuas, bustos y monumentos de insufrible visión. Ofrecen la salvación si se someten a su arbitrio. Palpitan, tiemblan y logran el vértigo intelectual que los libera de la negrura interior. Son ávidas esponjas que absorben la humedad de la sabiduría. Trizan los nervios con sus razonamientos y alcanzan lejanías sin moverse de sus sitios. Aman las leyendas acerca de sus genealogías. Se apegan a la ferocidad de los debates para ocultar sus pequeñeces. Tallan un fuego frío en sus pechos que transparentan la luz. Se defienden de las sospechas con precarias elucubraciones. Su yo es un pájaro menoscabado que arranca con frecuencia su nido para ocultar el error de la construcción. Poseen uno o dos cerebros. Nada más. Se atan a la cabeza, rapada o de exuberante cabellera, un bulto de disquisiciones útil en toda ocasión. Nunca van a la deriva, pues su brújula siempre indica el porvenir. No creen en talismanes ni en rayos partidos en mitad de la ciudad. No sufren de nostalgias. Tampoco de migraciones del alma. Su idioma surge de planetas cegatos que se inflan con saberes indescifrables. De sus materias grises se desprende la fragua de una discusión que ayuna por falta de alimento fresco. Sus voces retumban en los auditorios con un oleaje de eclecticismo y emanaciones de cenizas invulnerables. Ruedan con sus destinos en procura de la gloria y se golpean muy seguido las entrañas para trepar al enciclopedismo. Sus máscaras encierran todo el doctrinarismo coagulado y se perpetúan como finalistas en la gran carrera de los sistemas perceptibles.
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Pitágoras amaba el saber y no era sabio. Los filósofos de ahora están ahítos de sapiencia. Producen contrariedades para espíritus en extravío. Son centinelas que asocian (¿o se asocian ellos mismos?) los meandros con las membranas del jardín; las cosmologías con el cinismo del mercado; la panspermia con el atajo erótico hasta la cátedra deseada. La muerte no persevera en ellos por falta de pudor. Ellos se interrogan en voz alta y clara y luego obligan al cielo a asumir las consecuencias de los diluvios. Cada pisada de los filósofos es un avance cierto hacia el eterno retorno de la nada. Su reino prometido se encuentra a los pies del árbol que, tranquilo, exuda herméticas categorías. Para entrar y salir de tal paraíso sólo se requiere un laberinto que se despliegue en la mente. Con remolinos de axiomas, los filósofos devienen en oráculos que iluminan la decrepitud del mundo.
Las lenguas de los filósofos no celebran los silencios. Ellas deben ser amantes de las mordeduras y de los latidos contagiosos del pesimismo que yerra con sentencias de granos de sal en la intemperie. Los filósofos ofician en la espesura de sus ínclitos huesos y las sombras de sus hábitos les abren las puertas del triunfo. Ellos poseen un realismo que arrojan contra las noches de la ignorancia. Devoran las entidades metafísicas como si de pedruscos se tratara. Asperjan oraciones para el buen sentido y cambian sus expresiones para arrebatar las barandas de las manos de los ignaros. Llevan grabados en sus cacumenes los musgos intactos de las ontologías más nostálgicas. El fulgurante parpadeo de sus neuronas atrae ascuas del desvarío, apotegmas, tensiones, vértigos y espejismos. Los filósofos no sueñan porque ellos saben encontrar a Dios a través de sus atajos.
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Los filósofos toman y obligan. Con su solipsismo se envuelven para resaltar los harapos de la distinción. Los filósofos dibujan en el aire a los ogros de las falacias. Los filósofos profanan los rincones donde se oculta el vitalismo. Los filósofos suben a las olas más altas y desde allí pregonan acerca de las hierbas que producen fiebres intelectuales. Los filósofos nunca escupen para arriba ni rompen las tejas de otros. Los filósofos caminan tangencialmente en los desvanes por miedo a caer en las telarañas de la incertidumbre. Los filósofos remueven el rescoldo con la esperanza de volver a producir la llama que constela. Los filósofos no pertenecen a ninguna madriguera. Los filósofos parecen espejos a punto de romperse debido al exceso de insomnios. Los filósofos no pronuncian frases de amor ni sucumben ante la luna llena ni ante la veracidad del escorpión. Los filósofos protejen sus talones de las polvaredas que levantan las rebeldías ajenas de los espíritus. Los filósofos se bañan muchas veces en el mismo río. Los filósofos retroceden de espaldas si esto es beneficioso para combatir los dualismos. Los filósofos cantan la palinodia confabulados con los héroes de sandalias y maletines que no cierran. Los filósofos persiguen al animal humano para aprehender su olor de vacíos y de historias crepusculares. Los filósofos se arrancan del pecho sus nombres en protesta por la falta de crecimiento de sus cofradías. Los filósofos sufren con el peso de las catedrales que llevan por dentro y que no cesan de doblar sus campanas con badajos de nudos. Los filósofos decapitan cabezas prestadas y luego las restituyen a sus lugares de origen con nuevas leyes y nuevas trampas. Los filósofos se disuelven en sus laberintos y renacen cien años después para salvar a la humanidad de sus locuras y desaciertos.
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