martes, 10 de agosto de 2010

EL PADRE - Affonso Romano de Sant'Anna




EL PADRE


Busco en mis papeles,
en los baúles familiares
un perdido testamento.

Encuentro cartas, proverbios en esperanto,
pensamientos de Raumsol y la caligrafía de mi padre.
Hombre de fe, rezaba en los cementerios.
Expulsó demonios en Uberlandia
y a la alta madrugada enfrentó al diablo
cara a cara en Carangola.

Ninguno de los hijos lo entendió a tiempo.
Pero él, esperantista,
esperaba cartas de Holanda,
las vacas gordas de José
y el fin de la Torre de Babel.
Mi padre, ciudadano del mundo,
pobre profesor de esperanto
a la orilla del Paraibuna.

Leía, leía, leía. Había siempre
un libro en su mano.
Y llegaban misivas
y sellos fraternales
–mia caro samiedano-
de Polonia, China,
Bélgica y Japón.

Masón, grado 33,
letra primorosa,
bordaba actas de la cofradía,
nos hablaba de machos cabríos y calaveras,
liturgias impenetrables
y un día nos trajo la espada
que entre los masones usaba.

Los domingos, en la mesa
se regodeaba con los Salmos:
leía los más largos
ante la fría macarronada,
pero su flauta dominguera
apacentaba mi deseo
de pecar allá en el huerto
y amontonaba las deudas
que despertaban el lunes.


Estuvo en tres revoluciones.
No sé si disparaba
y medallas nunca fue a buscar.
Capitán de milicias
licenciado por desacato al superior
discutía de política sin mucho empeño.
Votaba con los pobres: PTB-PSD.
El tío Ernesto era udenista
y lo recriminaba.

Me llevó a ver a Getulio
en un desfile militar.
En el bolsillo, una carta
exponiendo al presidente
su penosa situación:
injusticias militares,
necesidad de subsidio
y la solicitud de un maletín escolar
para mi hermano.

Hecho esto, era capaz de esperar
semanas y meses
sin desconfiar de que, al llorar
oyendo novelas
de la Radio nacional,
él era un personaje más,
pues si, como dice García Márquez,
el coronel no tiene quién le escriba,
el dictador jamás respondería al capitán.

Novio contrariado,
huyó con mi madre
y con ella intercambió cartas, que vi
escritas con la propia sangre.
Peleó con un cochero
que azotaba a una bestia
delante de nuestra puerta.
Y cuando la tarde caía,
alzaba a la hija paralítica
paseando su calvario por las calles
del interior.

Cierta vez, como mis hermanos
me pusieron treinta apodos
queriéndome degradar
llamándome “guga”,
“tora”, “manduca” y “Júpiter”,
aquella noche, notando mi tristeza
me llevó al patio
entre coles y hortalizas:
me mostró Júpiter, la enorme estrella
y otras constelaciones: peces,
toros, centauros, osas mayores y menores
todo brillando en mí
estrellas que con él distinguí
y desde aquella noche
nunca más pude encontrar.

1 comentario:

Revista Blasfemia dijo...

Un abrazo muy grande! y gracias por pasearte por el blog!
Siempre un gusto leerte!