martes, 22 de diciembre de 2009

El equipo del pueblo - Reinaldo Spitaletta


El fútbol, decía un escritor, es la recuperación semanal de la infancia. Es la asistencia a un ritual con multitud de feligreses que oran ante esa suerte de oficiantes-danzantes, erigidos como símbolos de la divinidad durante noventa minutos.


El goleador de un campeonato –según Pasolini- es siempre el mejor poeta del año. El fútbol, para algunos el nuevo opio del pueblo, es poesía. Y prosa. No hay que meterle mucha ideología al asunto: ninguna espectacular gambeta podrá detener una revolución social, pero un gol del equipo amado sí nos acerca a las prometidas glorias del paraíso.
El DIM, llamado el equipo del pueblo, el Rey de Corazones, el Poderoso, fue, en otras calendas, una forma permanente del fracaso. Sus seguidores parecían peregrinos del infierno. Estaban condenados, como Sísifo, a un flagelo eterno. Ellos y su divisa estaban ligados a la tristeza, a ser los derrotados, los sufrientes, los parias y descastados de una realidad que cada vez los alejaba más de un posible redención.
Ser hincha del DIM significaba pertenecer al gremio de los vencidos. Y aunque de alguna manera el dolor da carácter, se estaban acostumbrando, como ciertos pueblos, a las penas. A una especie de resignación cristianoide. Y la pena aumentó cuando, en 1993, fue campeón por siete minutos. Las llamadas “fuerzas oscuras”, en un país experto en trampas, le esquilmaron el título y lo convirtieron en rey de burlas.
La oncena rojiazul, que tuvo la dicha de tener, por ejemplo, a jugadorazos como el Charro Moreno, Omar Orestes Corbatta, José Vicente Grecco, el Caimán Sánchez, tuvo una sequía de campeonato de 45 años. En 2002 logró que en su firmamento brillara la tercera estrella, que en realidad parecía, por la espera perpetua, toda una Vía Láctea. Y dos años después se dio el gustazo de derrotar a su rival de patio, en una demostración de poderío que todavía sus miles de seguidores albergan como uno de los logros máximos del equipo.
El DIM, escuadra de los de abajo, de los proscritos, de los herejes, había dejado de ser el hazmerreír de los hinchas del otro equipo de la ciudad, que un poeta calificó como el Atlético Guanábana. Y pese a que el sufrimiento es inherente a todo lo que tenga que ver con el cuadro rojo y azul, hoy toda la cofradía de “indigentes y de borrachos” goza con la quinta estrella.
El Poderoso, equipo de poetas y artesanos, nos hace memorar a Malevo, el cronista, cuando decía que “Medallo, nos vas a homicidar”, y vuelve a ser el equipo que, como dicen los muchachos de la Rexixtenxia Norte, no es moda, sino una pasión, un sentimiento popular, un canto a la existencia con dificultades. Por eso fue hermosa la celebración en Manrique y La Toma, en La Floresta y Belén, en Bello y Envigado...
El Medellín tiene hoy al mejor poeta del año, al mejor entrenador, al mejor arquero, pero, sobre todo, a una afición bulliciosa y humilde, que jamás ha apelado a los triunfalismos ni a la soberbia. Porque el que ha sufrido –y tal vez quien más ha pensado- sabe del valor de la alegría. Y sobre el valor de la espera.
Los penitentes, los despojados de la fortuna, aquellos que siempre han estado caminando sobre ascuas, hoy vuelven, con trompetas de júbilo, a tener su escalera al cielo. Un cielo rojo (ah, bueno, también dicen que ni es cielo ni es azul), un cielo que no es otra cosa que la recuperación de la infancia, como parece que la recuperó el portero Bobadilla, con sus brincos y sus lágrimas de celebración del campeonato.
El fútbol es un lenguaje; para algunos, una religión. Es la inteligencia en movimiento, como lo sugirió André Maurois. Es una cultura, y, por supuesto, un negocio, en el que muchas veces hay turbiedades y mafias. Pero también es a veces, como la vida, un frenesí, una ilusión, un retorno a la inocencia. Una canción de cuna cantada por niños y viejos. Y esto último es lo que produjo el DIM al ser campeón en un domingo de diciembre.

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