lunes, 21 de diciembre de 2009

PRIMERA MUERTE DE MARÍA (fragmento) - JORGE EDUARDO EIELSON


Este libro se debe a Lima. Lima hizo a su autor e hizo su aflicción por ella.

SEBASTIÁN SALAZAR BONDY

En mi libro es el cuerpo que habla: órgano por órgano, función por función, apetito por apetito, de manera que cada uno de ellos necesita de un signo diferente. Además, este lenguaje del cuerpo, que apenas aflora a la conciencia, posee formas verbales muy vagas y tiende a la oscuridad, aparece confuso. No se trata, en realidad, de una determinada forma, sino más bien de una ausencia de forma.

JAMES JOYCE



Cada vez que José tejía una red, lo hacía sentado en la arena, con el peso de la cabeza hacía adelante, refrescándole el torso y echando un cono de sombra, que impedía los reflejos del sol sobre la aguja. Nadie lo oyó nunca pronunciar una palabra mientras tejía. En esos momentos, José parecía no existir en el presente, ni envejecer ni haber sido niño nunca. Mezcla de indio y español, vagamente se consideraba peruano, porque alguna vez había tenido unos papeles. Pero ¡hacía ya tanto tiempo de eso! Nacido en Puerto Nuevo, en la península de Paracas, el recuerdo de su mar, de su arena, de su cielo, perennemente estrellado, lo perseguía siempre. Desde hacía años, de acuerdo con Pedro, se había trasladado cerca de Lima, en busca de mayores recursos. Pero ¿qué cosa era Lima? ¿Esa playa interminable, sembrada de pescado y pájaros muertos? ¿Esa espantosa humedad que todo lo podría y lo llenaba de polilla? ¿Esos pobres hermanos suyos, cubiertos de arena, de harapos y de piojos? La última vez que estuvo en el centro, la arena -que ya había casi cubierto la Plaza de Armas y el atrio de la Catedral- chorreaba de los techos y penetraba en las casas a través de puertas y ventanas. El pescador reconoció el viejo Palacio de Gobierno y se acercó con timidez, como si temiera asistir a una remota fiesta, con damas y caballeros bailando un antiquísimo minuet, entre fastuosos candelabros y espejos dorados. Se sentía un mendigo a las puertas de una mansión principesca. Pero en el vetusto edificio no encontró sino enjambres de ratas hambrientas y, aquí y allá, montones de basura y osamentas de toda especie. Una secular higuera había proliferado en el jardín y sus troncos marchitos penetraban en las salas oscuras del Palacio. Centenares de huesos humanos yacían a sus pies, formando una suerte de pirámide que el pescador evitó con dificultad. Tropezando con muebles, cornisas, escombros, cortinas y demás restos de lo que fuera la antigua residencia de Pizarro, llegó a un amplio salón sumido en la penumbra. Trizas de arañas de cristal cubrían el piso de un rocío luminoso y filudo. A duras penas, saltando por entre los vidrios, logró atravesarlo y se encontró en una interminable galería que era, sin duda, la más abrigada del edificio. Era allí que se refugiaban los mendigos, acurrucados contra las paredes y cubiertos por enormes banderas peruanas. Muchos de ellos morían de esa manera, sin que nadie se diera cuenta y sólo cuando el hedor era insoportable alguien arrastraba el fardo hasta el jardín y lo abandonaba a los pies de la higuera. Los cadáveres se amontonaban día tras día, pero nuevos pordioseros, vagabundos, delincuentes de toda especie, seguían llegando y cometiendo las peores fechorías a quienes, ya sin fuerzas, roídos por la enfermedad y el hambre, no podían defenderse. José no pudo contener una marejada de horror. Pero, casi inmediatamente recordó que ese lugar había sido siempre reino del crimen y de la más atroz corrupción y se alejó a grandes pasos, atravesando la entera galería y alcanzando el portón de salida. En la gran plaza cubierta de arena, la bella fuente de bronce casi había desaparecido y todos los edificios circundantes parecían deshabitados y como a punto de desplomarse. El pescador siguió adelante y desembocó en una calle desierta que, tiempo atrás, había sido una de las más elegantes y concurridas de la ciudad. Siguió caminando, hacía una ancha avenida al fondo de la cual otra ciudad lo esperaba: era la Metrópoli.

Criaturas de sexo indefinido transitaban dentro de lujosos automóviles, entraban y salían de villas y rascacielos rodeados de jardines, y su aspecto, sus vestidos, su manera de hablar y de moverse, todo era diferente. Todos estos hombres, mujeres y niños blancos, limpios y sonrientes, en nada se parecían a los pescadores, ni a las mujeres de los pescadores, ni a sus hijos. Y mucho menos a esos pobres desgraciados que poblaban el antiguo Palacio de Gobierno. ¿Eran éstos también sus compatriotas? ¿Asistían acaso a la procesión del Señor de los Milagros, como lo hacían él y toda su gente? José nunca antes los había visto. No podía imaginarlos vestidos de harapos, con una flor o un cirio morado en la mano, pidiéndole un milagro al Señor. ¿Qué podrían pedirle, además? ¿Acaso no lo tenían todo ya?

Lady Ciclotrón adoraba el color violeta. Color suntuoso de la penitencia. De la mortificación. Color maldito entre sus compañeros de oficios. Para la santa limeña, en cambio, había sustituido al glande rosado de Pedro, a la voz pausada de Roberto. El divino violeta la penetraba sin ruido ni dolor. Huellas patentes del éxtasis le quedaban todavía sobre los párpados y las uñas pintadas. Pero, si el mensaje nocturno de Lady Ciclotrón era oscuro y difícil como un orgasmo o como una entera procesión religiosa, el atuendo ceremonial era más que sucinto. Helo aquí, distribuido en orden de importancia.

No hay comentarios: